Una noche de amargura y desengaño, un hombre contempla el firmamento desde lo alto de una colina. De pronto se ve inmerso en una suerte de viaje astral que lo traslada por toda la galaxia, de la que explorará el nacimiento y el ocaso, con la meta última de comprender la naturaleza de la fuerza primigenia, el enigmático «
hacedor de estrellas
».
Stapledon abre un gran angular cuyo protagonista es la inmensidad del tiempo y del espacio, invitándonos a una auténtica aventura existencial. Entre la cosmogonía y la fábula científica, ésta es, en palabras de Borges, una «novela prodigiosa» que ha merecido un lugar privilegiado entre los clásicos de la ciencia ficción.
Olaf Stapledon
Hacedor de estrellas
ePUB v1.0
GONZALEZ25.02.12
Título original:
Star Maker
Traducción de Gregorio Lemos
© 1937,
by
Olaf Stapledon
© 1965 Ediciones Minotauro S.R.L.
Alsina 500 - Buenos Aires
H
acia 1930, ya bien cumplidos los cuarenta años, William Olaf Stapledon abordó por primera vez el ejercicio de la literatura. A esta iniciación tardía se debe el hecho de que no aprendió nunca ciertas destrezas técnicas y de que no había contraído ciertas malas costumbres. El examen de su estilo, en el que se advierte un exceso de palabras abstractas, sugiere que antes de escribir había leído mucha filosofía y pocas novelas o poemas. En lo que se refiere a su carácter y a su destino, más vale transcribir sus propias palabras: «Soy un chapucero congénito, protegido (¿o estropeado?) por el sistema capitalista. Sólo ahora al cabo de medio siglo de esfuerzo, he empezado a aprender a desempeñarme. Mi niñez duró unos veinticinco años; la moldearon el Canal de Suez, el pueblito de Abbotsholme y la
Universidad de Oxford
. Ensayé diversas carreras y periódicamente hube de huir ante el inminente desastre. Maestro de escuela, aprendí de memoria capítulos enteros de la «Escritura», la víspera de la lección de historia sagrada. En una oficina de Liverpool eché a perder listas de cargas: en Port Said, candorosamente permití que los capitanes llevaran más carbón que el estipulado. Me propuse educar al pueblo: peones de minas y obreros ferroviarios me enseñaron más cosas de las que aprendieron de mí. La guerra de 1914 me encontró muy pacífico. En el frente francés manejé una ambulancia de la Cruz Roja. Después: un casamiento romántico, hijos, el hábito y la pasión del hogar. Me desperté como adolescente casado a los treinta y cinco años. Penosamente pasé del estado larval a una madurez informe atrasada. Me dominaron dos experiencias: la filosofía y el trágico desorden de la colmena humana... Ahora, ya con un pie sobre el umbral de la adultez mental, advierto con una sonrisa que el otro pisa la sepultura».
La metáfora baladí de la última línea es un ejemplo de la indiferencia literaria de Stapledon, ya que no de su casi ilimitada imaginación. Wells alterna sus monstruos —sus marcianos tentaculares, su hombre invisible, sus proletarios subterráneos y ciegos— con gente cotidiana; Stapledon construye y describe mundos imaginarios con la precisión y con buena parte de la aridez de un naturalista. Sus fantasmagorías biológicas no se dejan contaminar por percances humanos.
En un estudio sobre
«Eureka»
de Poe, Valery ha observado que la cosmogonía es el más antiguo de los géneros literarios; pese a las anticipaciones de Bacon, cuya
«Nueva Atlántida»
se publicó a principio del siglo XVII, cabe afirmar que el más moderno es la fábula o fantasía de carácter científico. Es sabido que Poe abordó aisladamente los dos géneros y acaso inventó el último; Olaf Stapledon los combina, en este libro singular. Para esta exploración imaginaria del tiempo y del espacio, no recurre a vagos mecanismos inconvincentes sino a la fusión de una mente humana con otras, a una suerte de éxtasis lúcido, o (si se quiere) a una variación de cierta famosa doctrina de los cabalistas, que suponían que en el cuerpo de un hombre pueden habitar muchas almas, como en el cuerpo de la mujer que está por ser madre. La mayoría de los colegas de Stapledon parecen arbitrarios o irresponsables; éste, en cambio, deja una impresión de sinceridad, pese a lo singular y a veces monstruoso de sus relatos. No acumula invenciones para la distracción o el estupor de quienes lo leerán; sigue y registra con honesto vigor las complejas y sombrías vicisitudes de su sueño coherente.
Ya que la cronología y la geografía parecen ofrecer al espíritu una misteriosa satisfacción, agregaremos que este soñador de Universos nació en Liverpool el 10 de mayo de 1886 y que su muerte ocurrió en Londres el 6 de septiembre de 1950. Para los hábitos mentales de nuestro siglo,
«Hacedor de estrellas»
es, además de una prodigiosa novela, un sistema probable o verosímil de la pluralidad de los mundos y de su dramática historia.
Jorge Luis Borges
E
n un momento en que Europa corre peligro de una catástrofe mayor que la de 1914, este libro podría considerarse una inútil distracción; la defensa del mundo civilizado contra el barbarismo moderno es hoy desesperadamente urgente.
Año tras año, mes tras mes, la situación de nuestra fragmentaria y precaria civilización es más y más grave. El fascismo es cada vez más temerario y despiadado en sus aventuras internacionales, se muestra más tiránico con sus propios ciudadanos, más bárbaro en su desprecio de la vida de la mente. Aún en nuestro propio país hay razones para temer una reciente tendencia a la militarización y a la restricción de las libertades civiles. Pasan además las décadas, y no se da ningún paso decidido para aliviar la injusticia de nuestro orden social. Nuestro gastado sistema económico condena a millones a la frustración.
En estas condiciones es difícil para los escritores cumplir su vocación con coraje y equilibrado juicio a la vez. Algunos se contentan con encogerse de hombros y abandonan la lucha central de nuestra época; cierran las mentes a los problemas más vitales del mundo e inevitablemente producen no sólo obras que no tienen ningún significado profundo para sus contemporáneos sino que son también sutilmente insinceras. Pues consciente o inconscientemente, estos escritores deben obligarse a pensar que no hay una crisis en los asuntos humanos, o que esa crisis es menos importante que sus propias obras, o que simplemente no les concierne. Pero la crisis existe, y es de suprema importancia, y nos interesa a todos. ¿Hay acaso algún hombre inteligente e informado que pueda sostener lo contrario sin engañarse a sí mismo?
Sin embargo, siento una viva simpatía por algunos de esos «intelectuales» que declaran no poder contribuir de ningún modo útil a la lucha, y no poder hacer nada mejor que no meterse en ella. Yo soy en verdad, uno de ellos. Pero yo defendería esa posición diciendo que aunque nuestro apoyo a la causa sea inactivo o ineficaz, no la ignoramos. Ella es en realidad nuestra constante y obsesiva preocupación. Pero luego de repetidos y prolongados ensayos nos hemos convencido de que nuestra mejor contribución será siempre de tipo indirecto. Para algunos escritores la situación es distinta. Lanzándose galantemente a la lucha, emplean sus habilidades en redactar urgente propaganda, o hasta toman las armas para intervenir directamente en la causa. Si tienen un talento adecuado, o el punto particular al que aplican su esfuerzo es realmente parte de la gran empresa de defender (o crear) la civilización, pueden realizar, por supuesto, una obra valiosa. Es posible que ganen por añadidura en experiencia y simpatía humana, aumentando así inmensamente su capacidad como escritores. Pero la misma urgencia de esa tarea puede no dejarles ver la importancia de mantener y extender aun en esta época de crisis lo que puede llamarse metafóricamente «la autocrítica de la autoconciencia de la especie humana», o de entender la vida del hombre como un todo en relación con el resto de las cosas. Esto implica la voluntad de ver todas las teorías, ideales y asuntos humanos con el menor prejuicio humano posible. Quienes se lanzan a lo más reñido del combate tienden a convertirse en ciegos partidarios, aunque la causa sea justa y noble. Pierden entonces algo de ese desinterés, esa serenidad de juicio que es al fin y al cabo una de las mejores características humanas. Y así quizá debe ser, pues una lucha desesperada exige más devoción que desinterés. Pero otros pueden servir a esa misma causa tratando de mantener, junto con una humana lealtad, un espíritu más desapasionado. Y quizá la tentativa de ver este mundo turbulento en un escenario de estrellas aclare aún más el significado de la presente crisis. Quizá hasta acreciente nuestro amor al prójimo.
En esta creencia he tratado aquí de trazar un esbozo imaginario de la terrible pero vital totalidad de las cosas. Sé bien que es un esbozo muy inadecuado, y en cierto modo infantil, aun considerado desde el punto de vista de la experiencia humana actual. En una época más calma y juiciosa podría parecer un disparate. Sin embargo, a pesar de su tosquedad, y a pesar de describir algo muy remoto, quizá no sea del todo impertinente.
He corrido el riesgo de oír atronadoras protestas de la derecha y la izquierda, y he utilizado ocasionalmente ciertas ideas y palabras derivadas de la religión, tratando de interpretarlas en relación con las necesidades humanas. Con palabras válidas aún, pero estropeadas por el uso, como «espiritual» y «reverencia» (tan obscenas hoy para la izquierda como las viejas y buenas palabras sexuales para la derecha), he intentado sugerir una experiencia que la derecha pervierte a menudo y la izquierda suele juzgar erróneamente. Esta experiencia, diría yo, implica un desinterés de todo fin privado, social y racial; no porque impulse al hombre a rechazar estos fines, sino porque les da un nuevo valor. La «vida espiritual» parece ser en esencia una tentativa de adoptar la actitud más apropiada para la totalidad de nuestra experiencia, así como la admiración es algo apropiado para el mejor desarrollo del hombre. Esta experiencia puede resultar en una mayor lucidez, y una conciencia de temple más afinado, y beneficiar así notablemente nuestra conducta. En verdad si esta experiencia, humanizadora en grado supremo, no produce, junto con una suerte de piedad ante el destino, la decidida resolución de ayudar al despertar de la humanidad, será sólo simulación y artimaña.
Antes de concluir este prefacio debo expresar mi gratitud al profesor L. C. Martin, y los señores L. H. Myers y E. V. Rieu por sus provechosas y bienintencionadas críticas, que me impulsaron a reescribir muchos capítulos. Aún ahora no sé si debo asociar sus nombres a una obra tan extravagante. De acuerdo con las normas de la novela tradicional, es un libro notablemente malo. En verdad, no es siquiera una novela.
Ciertas ideas acerca de los planetas artificiales me fueron sugeridas por el fascinante librito de J. D. Bernal,
«The World, the Flesh, and the Devil»
. Espero que él no desapruebe enérgicamente el uso que he hecho de esas ideas.
A mi mujer debo agradecerle tanto que haya corregido las pruebas como su propia existencia.
Al fin del libro he incluido una nota sobre magnitudes, que puede ser útil para los lectores poco familiarizados con la astronomía. Las escalas de tiempo quizá diviertan a algunos.
Olaf Stapledon
Marzo de 1937