U
na noche, descorazonado, subí a la colina. Los matorrales me cerraban a menudo el camino. Abajo se ordenaban los faroles de los suburbios. Las ventanas, con las cortinas bajas, eran ojos cerrados, que observaban interiormente la vida de los sueños. Más allá de la sombra del mar, latía un faro. Arriba, oscuridad.
Distinguí nuestra propia casa, una islita en las tumultuosas y amargas corrientes del mundo. Allí durante una década y media, nosotros dos, de características tan distintas, habíamos crecido apoyándonos y alimentándonos mutuamente, en una intrincada simbiosis. Allí habíamos planeado nuestras tareas diarias, y habíamos hablado de las decepciones y curiosidades del día. Allí se habían amontonado las cartas que esperaban respuesta, las medias que necesitaban zurcidos. Allí habían nacido los niños, esas repentinas nuevas vidas. Allí, bajo aquel techo, nuestras dos vidas, resistiéndose a veces una a otra, habían sido en todo momento una vida única, mayor, más consciente que cualquier vida solitaria.
Todo esto, seguramente, era bueno. Sin embargo, había allí amargura. Y la amargura no sólo venía de afuera, del mundo; surgía también dentro de nuestro propio círculo mágico. El horror a nuestra futileza, a nuestra propia irrealidad, y no sólo al delirio del mundo, me había arrastrado a la colina.
Estábamos siempre atareados, en cosas urgentes e insignificantes, y el resultado era insustancial. ¿Habríamos juzgado erróneamente toda nuestra existencia? ¿Habríamos fundado nuestra vida en falsas premisas? Y en particular, esa sociedad nuestra, ese punto de apoyo, aparentemente tan firme, de actividad mundana, ¿no sería quizá sólo un débil torbellino de contenida y complaciente domesticidad, que giraba inútilmente en la superficie del gran río, y que en sí mismo carecía de profundidad, de significado? ¿No nos habíamos engañado a nosotros mismos? ¿No habríamos vivido sólo un sueño, como tantos otros, detrás de aquellas estáticas ventanas? En un mundo enfermo hasta los fuertes están enfermos. Y nosotros dos, que tejíamos nuestra menuda existencia arrastrados por la rutina, muy pocas veces con clara conciencia, muy pocas veces con una firme determinación, éramos productos de un mundo enfermo.
Sin embargo, esa vida nuestra no era mera y estéril fantasía. ¿No la habíamos tejido acaso con las fibras mismas de la realidad que habíamos unido saliendo de la casa y entrando en ella, una y otra vez, y en nuestros viajes entre el suburbio y la ciudad, y otras ciudades más remotas, y con los extremos de la tierra? ¿No habíamos tejido juntos una auténtica expresión de nuestra propia naturaleza? ¿Nuestras ocupaciones cotidianas no habían sido acaso como hilos más o menos firmes de vida activa, que se habían incorporado a aquella tela cada vez mayor, la intrincada y proliferante trama de la humanidad?
Pensé en «nosotros» con un sereno interés y una especie de divertida angustia. ¿Cómo hubiese podido describir aquella relación, aun para mí mismo, sin estropearla o insultarla con los chillones adornos del sentimentalismo? Pues aquel delicado equilibrio de dependencia e independencia, aquel mutuo contacto, astuto, fríamente crítico, pero amante, era seguramente un microcosmos de verdadera comunidad, era al fin y al cabo, dentro de sus límites, un ejemplo vivo y real de aquella elevada meta a la que el mundo aspiraba.
¿El mundo entero? ¿El Universo entero? Arriba, la oscuridad reveló una estrella. Una trémula flecha de luz, proyectada quién sabe cuántos miles de años atrás, ahora alcanzaba mis nervios como un punto visible, y me estremecía. ¿Pues qué podía significar nuestra comunidad, frágil, evanescente, fortuita, en un Universo semejante?
Pero, irracionalmente, sentí en mí una rara reverencia, no hacia el astro, un simple fuego que la distancia santificaba falsamente, sino hacia otra cosa, algo que mí corazón descubría en aquel terrible contraste entre la estrella y nosotros. Sin embargo, ¿qué podía ser eso? La inteligencia, mirando más allá del astro, no descubría ningún Hacedor de Estrellas, sólo oscuridad; ningún Amor, ningún Poder siquiera, sólo nada. Y, sin embargo, el corazón parecía cantar una alabanza.
Impacientemente, hice a un lado esta locura, y me volví de lo inescrutable a lo familiar y concreto. Aparté todo sentimiento de reverencia, y hasta el miedo y la amargura, y decidí examinar más fríamente ese notable «nosotros», sorprendentemente significativo, que nos parecía tan importante, y que en relación con las estrellas era algo tan fútil.
Aun prescindiendo de ese vasto escenario cósmico, donde todo parecía pequeño, éramos quizá insignificantes, y hasta ridículos, un accidente tan común, tan trillado, sólo una pareja casada, que había intentado vivir sin tensiones excesivas. El matrimonio en nuestra época era algo sospechoso, y el nuestro, con su trivial origen romántico, doblemente sospechoso.
Nos habíamos conocido cuando ella era aún una niña. Nuestros ojos se encontraron de pronto. Ella me miró un momento con una serena atención; con un oscuro y profundo reconocimiento, llegué yo a imaginar, románticamente. Yo por lo menos reconocí en aquella mirada —o así lo entendió la fiebre de mi adolescencia— mi propio destino. ¡Sí! ¡Qué predestinada me había parecido nuestra unión! Y ahora en el recuerdo, ¡qué accidental!
Por supuesto, como muchos viejos matrimonios, nos entendíamos muy bien, como dos árboles que han crecido unidos, distorsionándose, pero soportándose. Fríamente, la vi a ella ahora como un simple aditamento a mi vida personal, a veces útil, pero muy a menudo irritante. Éramos en realidad buenos compañeros. Nos concedíamos una cierta libertad, y así nos tolerábamos.
Esa era nuestra relación. Desde este punto de vista no parecía muy importante para la comprensión del Universo. Pero en mi corazón yo sabía que no era así. Ni aun las frías estrellas, ni aun la totalidad del cosmos con todas sus vacías inmensidades podían convencerme de que ese nuestro preciado átomo de comunidad, que era tan imperfecto, que moriría tan pronto, no tuviese ningún significado.
¿Pero esa indescriptible relación nuestra podía tener algún significado fuera de sí misma? ¿Probaba por ejemplo que la naturaleza esencial de los seres humanos era el amor, y no el odio y el miedo? ¿Probaba que todos los hombres y mujeres del mundo, aun impedidos por las circunstancias, eran capaces de crear una comunidad mundial, sostenida por el amor? Y siendo también ella misma un producto del cosmos, ¿probaba que el amor era la base del cosmos mismo? ¿Y permitía afirmar que nosotros dos —que alimentábamos su excelencia intrínseca— tendríamos de algún modo una vida eterna?
¿Probaba en verdad que el amor era Dios, y que Dios nos esperaba en el cielo?
¡No! Esa comunidad de espíritus, doméstica, amistosa, exasperante, alegre, simple, y tan preciada, no probaba nada de eso. No probaba nada sino su propia e imperfecta verdad. No era nada sino un epítome, muy pequeño, muy brillante, de las muchas posibilidades de la existencia. Recordé los enjambres de estrellas invisibles. Recordé el tumulto de odio, temor y amargura que es el mundo del hombre. Recordé, también, nuestras disensiones, no poco frecuentes. Me dije que desapareceríamos muy pronto, como una onda que la brisa ha dibujado en el agua tranquila.
Una vez más percibí ese raro contraste entre las estrellas y nosotros. La incalculable potencia del cosmos acrecentaba misteriosamente la verdad de nuestra breve chispa, y el breve e incierto destino de los hombres. Y éstos a su vez aceleraban el cosmos.
Me senté en la hierba. Arriba retrocedía la oscuridad. Y la liberada población del cielo asomaba estrella tras estrella.
Las sombrías colinas y el mar invisible se extendían alrededor hasta perderse de vista.
Pero el halcón de la imaginación los seguía más allá del horizonte. Sentía que yo estaba en una mota de piedra y metal, envuelto en una delgada película de agua y aire, y que giraba a la sombra y a la luz del sol. Y en la superficie de esa mota, enjambres de hombres, en generaciones sucesivas, habían vívido en el trabajo y la ceguera, con intermitente alegría, e intermitente lucidez. Toda su historia, sus migraciones, sus imperios, sus filosofías, sus orgullosas ciencias, sus revoluciones sociales, su necesidad cada vez mayor de una vida en comunidad, eran sólo una chispa en un día de las estrellas.
¡Si uno pudiese saber, pensé, si en esa hueste centelleante había o no, aquí y allí, otros granos de roca y metal habitados por el espíritu, y si los titubeos del hombre en su persecución de la sabiduría y el amor eran sólo un estremecimiento insignificante, o parte de un movimiento universal!
A
rriba, la oscuridad había desaparecido. De horizonte a horizonte el cielo era un ininterrumpido campo de estrellas. Dos planetas miraban fijamente, sin parpadear. Los hombros y pies cuadrangulares de Orión, con el cinturón y la espada, el Arado, el zigzag de Casiopea, las íntimas Pléyades, se dibujaban borrosamente en la sombra. La Vía Láctea, un vago rizo de luz, atravesaba el cielo.
La imaginación completaba lo que no alcanzaba la vista. Mirando hacia abajo, me pareció ver a través de un planeta transparente, a través de hierbas y rocas, los enterrados cementerios de especies desvanecidas, los fundidos basaltos y el hierro del núcleo de la Tierra; luego, aparentemente todavía hacia abajo, mis ojos atravesaron otros estratos y vieron las tierras y mares del sur, subieron por las raíces de los árboles del caucho, y los pies de los invertidos antípodas, y se hundieron en el día azul, atravesado por el sol, y se perdieron en la noche eterna, donde las estrellas y el Sol están juntos.
Pues allí, en una profundidad vertiginosa, como peces en el fondo de un lago, yacían las constelaciones inferiores. Las dos bóvedas del cielo se fundían así en una esfera hueca, poblada de astros, negra, aun junto al Sol enceguecedor. La Luna joven era una curva de alambre incandescente. El aro de la Vía Láctea rodeaba el Universo.
Arrastrado por un raro vértigo, busqué apoyo en el débil resplandor de las ventanas de mi casa. Estaban todavía allí y también el suburbio, y las colinas. Pero la luz de las estrellas lo atravesaba todo. Era como si las cosas terrestres fueran de cristal, o de algún material vítreo, más límpido, y más etéreo. El reloj de la iglesia empezó a anunciar la medianoche. La primera campanada, muy débil, se perdió a lo lejos.
El sonido estimuló mi imaginación, y todo me pareció de pronto nuevo y raro. Miré una estrella y otra y ya no vi el firmamento como un techo y un piso enjoyados, sino como una serie de abismos centelleantes poblados de soles. Y aunque la mayoría de las grandes y familiares luces del cielo estaban adelante, como nuestros más próximos vecinos, vi que otros astros refulgentes eran en realidad muy remotos, mientras que algunas débiles lámparas sólo eran visibles porque estaban tan cerca. A los lados, en el espacio intermedio, se apretaban los enjambres y corrientes de soles. Pero aún éstos parecían ahora cercanos, pues la Vía Láctea había retrocedido a una distancia incomparablemente mayor. Y las brechas de las partes más próximas revelaban una sucesión de nieblas luminosas, y extensas perspectivas de poblaciones estelares.
El Universo que el destino me había señalado no era una cámara estrellada, sino un vórtice de corrientes de astros. ¡No! Era más aún. Pues mirando entre las estrellas la oscuridad que se abría más allá, vi también, como meras chispas y puntos de luz, otros vórtices semejantes, otras galaxias semejantes, desparramadas por el vacío, en abismos cada vez más profundos, de modo que ni siquiera el ojo de la imaginación podía encontrar límites a la cósmica galaxia de galaxias, que lo abrazaba todo. El Universo se me aparecía ahora como un vacío donde flotaban raros copos de nieve, y cada copo era un Universo.
Mientras contemplaba el más débil y remoto de todos aquellos enjambres de universos, me pareció ver, como ayudado por una imaginación hipertelescópica, una población de soles; y cerca de uno de esos soles había un planeta, y en el lado oscuro del planeta había una loma, y en esa loma estaba yo. Nuestros astrónomos nos aseguran que en esta ilimitada finitud que llamamos el cosmos las líneas rectas de la luz no se pierden en el infinito sino que vuelven a su propia fuente. Pero recordé entonces que si mi visión hubiese dependido de la luz física, y no de la luz de la imaginación, los rayos que habían llegado a aquella loma, luego de haber «dado la vuelta» al cosmos, no me hubieran revelado mi propia figura, sino acontecimientos anteriores a la formación de la Tierra, y hasta quizá anteriores a la formación del Sol.
Entonces, apartándome una vez más de esas inmensidades, busqué otra vez con la mirada las ventanas de nuestro hogar, que aunque atravesadas de estrellas eran aún para mí más reales que todas las galaxias. Pero nuestra casa había desaparecido, junto con todo el suburbio, y las lomas también, y el mar. El mismo suelo donde yo había estado sentado ya no existía. En su lugar, abajo, muy lejos, se extendían unas tinieblas insustanciales. Y parecía como si yo mismo hubiese abandonado mi cuerpo, pues no podía verme ni tocarme la carne. Intenté mover las piernas y los brazos y nada ocurrió. No tenía piernas, ni brazos. La percepción interna de mi cuerpo, y el dolor de cabeza que me había abrumado desde la mañana, habían cedido su puesto a una vaga levedad, un sentimiento de bienestar.
Cuando comprendí totalmente el cambio que me había sobrevenido, me pregunté si no había muerto, y no estaría entrando en una existencia totalmente inesperada. Una posibilidad tan trivial me exasperó al principio. Enseguida me sentí consternado, pues entendí que sí yo había muerto realmente no volvería a mi preciado y concreto átomo de comunidad. La violencia de mi pena me sorprendió. Pero me consolé muy pronto pensando que al fin y al cabo era muy probable que yo no estuviese muerto, sino en una especie de trance, del que despertaría en cualquier minuto. Resolví por lo tanto no alarmarme demasiado con este cambio misterioso. Observaría con un interés científico todo lo que me ocurría.
Advertí que la oscuridad que había reemplazado al suelo se apretaba y condensaba. Ya no era posible ver las estrellas del otro lado. Pronto, allá abajo, la Tierra fue sólo la superficie de una mesa, enorme y circular, un ancho disco de sombra rodeado de astros. Aparentemente yo estaba alejándome de mi planeta natal a increíble velocidad. La Tierra eclipsaba otra vez al Sol, antes visible a la imaginación en el cielo inferior. Aunque ahora ya debía estar a cientos de kilómetros sobre el suelo, la falta de oxigeno y presión atmosférica no me perturbaban. Experimentaba sólo un gozo creciente y una deliciosa efervescencia del pensamiento. El extraordinario brillo de las estrellas me excitaba sobremanera. Pues ya a causa de la ausencia de aire, o el acrecentamiento de mi propia sensibilidad, o ambas cosas, el cielo tenía ahora un aspecto insólito. Todas las estrellas parecían haber aumentado de magnitud. El firmamento resplandecía. Las estrellas mayores eran como los faros de un coche distante. La Vía Láctea, que las sombras ya no inundaban, era un río circular y graneado de luz.