Seguí por el sendero entre unos menudos y raros arbustos; unos frutos parecidos a cerezas colgaban de los bordes de las hojas, que eran grandes, gruesas, y se inclinaban hacia el suelo. De pronto, en una vuelta del camino tropecé... con un hombre. Así se apareció al principio por lo menos a mi asombrada visión, que las estrellas habían fatigado. Si yo hubiera entendido por ese entonces qué fuerzas gobernaban mi aventura, el curioso aspecto humano de esta criatura no me hubiese sorprendido tanto. Esas influencias, que describiré más tarde, me habían llevado a descubrir ante todo los mundos que eran más afines al mío. El lector puede comprender, mientras, como me asombró aquel extraño encuentro.
Yo siempre había supuesto que el hombre era un ser único. Había sido producido por una conjunción de circunstancias increíblemente complejas, y no podía pensarse que esas circunstancias se repitieran en cualquier punto del Universo. Sin embargo, aquí, en el primer mundo que yo exploraba, me encontraba con una criatura que era evidentemente un campesino. Al acercarme, vi que no era tan semejante a un hombre como me había parecido desde lejos; pero era de todos modos un ser humano. ¿Entonces Dios había poblado todo el Universo con nuestra propia especie? ¿Nos había hecho realmente a su imagen? Era inconcebible. Que yo me hiciese esas preguntas probaba que había perdido mi equilibrio mental.
Como yo era un mero e incorpóreo punto de vista, podía observar sin ser observado. Flote alrededor de la criatura, que marchaba por el camino. Era un bípedo erecto, y en un plano general definitivamente humano. Yo no podía estimar su estatura, pero debía de tener un tamaño aproximadamente terrestre, o por lo menos no era más bajo que un pigmeo o más alto que un gigante de circo. Era una figura delgada, con piernas como patas de pájaro, envueltas en unos pantalones toscos y estrechos. Llevaba el pecho desnudo y el tórax parecía desproporcionadamente grande, con un vello verde. Los brazos eran cortos, pero fuertes, de hombros muy musculosos; la piel, oscura y rojiza, cubierta en muchas partes por un brillante pelo verde. Los contornos de los músculos, tendones y articulaciones eran muy distintos de los del hombre. Tenía un cuello curiosamente largo y flexible. No podría describir mejor su cabeza diciendo que la caja del cerebro, cubierta por unos vellos verdes, parecía haberse deslizado hacia atrás y hacia abajo, sobre la nuca. Los mechones de pelo cubrían casi los ojos, muy humanos. La boca le sobresalía de un modo raro, casi como un pico, y parecía como si estuviese silbando. Entre los ojos, casi sobre ellos, se movían continuamente las ventanas de la nariz, de tipo equino. El elevado puente nasal llegaba a la cima de la cabeza. No tenía orejas visibles. Descubrí más tarde que los órganos auditivos estaban en la nariz.
Indudablemente, aunque en este planeta parecido a la Tierra la evolución debía de haber seguido un curso notablemente similar a aquél que había producido mi propia especie, había también muchas divergencias.
La criatura no sólo llevaba un par de botas sino también guantes, de un material que parecía cuero. Las botas eran muy cortas. Yo descubría más tarde que los pies de esta raza, los «Otros Hombres», como yo los llamé, eran bastante parecidos a los del avestruz o el camello. El empeine estaba formado por tres grandes dedos unidos. En lugar de talón había otro dedo adicional, ancho y corto. Las manos no tenían palmas; eran un racimo de tres dedos cartilaginosos y un pulgar.
El propósito de este libro no es el de relatar mis propias aventuras sino dar una idea de los mundos que yo visité. No contaré por lo tanto minuciosamente cómo me establecí entre los Otros Hombres. Basta que me refiera a este asunto con unas pocas palabras. Luego de haber estudiado un tiempo a este hombre de campo, empecé a sentirme curiosamente oprimido: la criatura me ignoraba totalmente. Comprendí con dolorosa claridad que el propósito de mi peregrinación no era el de una simple observación científica, sino también el de efectuar alguna especie de trafico mental y espiritual con otros mundos, en busca de un enriquecimiento mutuo y una cierta comunidad. ¿Pero cómo podía yo alcanzar ese fin si no encontraba algún medio de comunicación? Sólo después de haber seguido a la criatura hasta su casa, y haber pasado muchos días en aquel recinto circular de paredes de piedra y techo de mimbre y barro, llegué a descubrir la posibilidad de entrar en su mente, de ver a través de sus ojos, de sentir con sus sentidos, de percibir el mundo tal como él lo percibía, y acompañarlo en sus pensamientos y su vida emotiva. No hasta mucho más tarde, luego de haber «habitado» muchos individuos de esta raza, descubrí también que podía hacer conocer mi presencia y hasta conversar interiormente con mi huésped.
Esta suerte de intercambio interno, telepático, que iba a servirme en todas mis andanzas, fue al principio difícil, ineficaz, y doloroso. Pero con el tiempo llegué a ser capaz de vivir las experiencias de mi huésped con intensidad y exactitud, aunque preservando siempre mi propia individualidad, mi propio juicio crítico, mis propios deseos y temores. Sólo cuando el otro llegaba a advertir mi presencia podía entonces, mediante un especial acto de voluntad, ocultarme algunos de sus pensamientos.
Como puede suponerse, estas mentes extrañas me parecieron en un principio totalmente incomprensibles. Sus mismas sensaciones diferían mucho de las que me eran familiares. Sus pensamientos y todos sus sentimientos y emociones me resultaban ajenos. Los principios que gobernaban esas mentes, sus conceptos más familiares, eran productos de una historia extraña, y se expresaban en lenguajes sutilmente equívocos para una mente terrestre.
Pasé en la Otra Tierra muchos «otros años», yendo de mente en mente, y de país en país, sin obtener un claro conocimiento de la psicología de esos hombres y el significado de su historia. Al fin encontré a uno de sus filósofos, un hombre de edad, pero vigoroso todavía, cuyos puntos de vista, excéntricos, y poco agradables para la mayoría, le había impedido alcanzar una posición eminente. La mayor parte de mis huéspedes, cuando advertían mi presencia, me consideraban ya un espíritu del mal, ya un mensajero divino. Los menos simples, sin embargo, asumían que yo era una simple enfermedad, un síntoma de locura, y se encaminaban rápidamente a la «Oficina de Sanidad Mental». Luego de haber pasado así, de acuerdo con el calendario del planeta, un año de amargo aislamiento, entre mentes que rehusaban aceptarme como un ser humano, tuve la buena fortuna que el filosofo reconociera mi existencia. Uno de mis huéspedes, que se quejaba de oír «voces» y tener visiones de «otro mundo» solicitó ayuda al anciano Bvalltu, pues tal era aproximadamente el nombre del filosofo —pronunciándose la
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casi como en galés—, curó al enfermo invitándome a aceptar la hospitalidad de su propia mente, donde, dijo, tendría mucho placer en entretenerme. Con extravagante alegría me puse en contacto al fin con un ser que reconocía en mí una personalidad humana.
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ebo describir aquí tantas importantes características de esta sociedad que no puedo detenerme mucho en los aspectos más obvios del planeta y su raza. La civilización había alcanzado una etapa bastante parecida a la que me era familiar. Aquella unión de similitudes y diferencias me sorprendía continuamente. Viajando por el planeta descubrí que los cultivos se habían extendido a casi todas las áreas apropiadas, y que el industrialismo estaba bastante avanzado en muchos países. En las praderas pastaban grandes rebaños de criaturas que parecían mamíferos. Mamíferos de mayor tamaño, o casi mamíferos, eran destinados a la producción de carne y cuero. Digo «casi mamíferos» pues estas criaturas eran vivíparas, no amamantaban. Rumiaban una sustancia tratada químicamente en el estomago de la madre y que era escupida en la boca de la progenie como un chorro de fluido predigerido. Las madres humanas alimentaban del mismo modo a sus descendientes.
El medio de locomoción más importante en la Otra Tierra era el tren de vapor; pero un tren tan grande que parecía terrazas de casas en movimiento. Este notable desarrollo de los ferrocarriles se debía sin duda al gran número de desiertos, y su extensión. Ocasionalmente yo viajé en barcos de vapor por los escasos y pequeños océanos, pero los transportes marítimos estaban bastante atrasados. No se conocía la hélice, y empleaban en su lugar ruedas de palas. En los caminos y los desiertos se usaban motores de combustión interna. No se había desarrollado la aviación, a causa de la poca densidad de la atmósfera; pero los cohetes eran ya utilizados para enviar correspondencia a larga distancia, y para bombardeos en la guerra. Su aplicación a la aeronáutica llegaría tarde o temprano.
Mi primera visita a la metrópoli de uno de los grandes imperios de la Otra Tierra fue una experiencia notable. Todo era a la vez raro y familiar. Había calles, y tiendas con escaparates y oficinas. En la cuidad vieja las calles eran estrechas y el tránsito de motor tan abundante que los peatones caminaban por unas aceras especiales, a la altura del primer piso de las casas.
Las multitudes que se movían en estas aceras eran abigarradas, como las nuestras. Los hombres llevaban túnicas, y pantalones sorprendentemente parecidos a los pantalones europeos, aunque los elegantes los planchaban con la raya a los costados. Las mujeres, sin pechos, y de elevadas narices como los hombres, se distinguían por sus bocas más tubulares, y cuya función biológica era la de proyectar alimento para el niño. Sus ropas eran unas vestiduras ceñidas, verdes y lustrosas, y unos calzones chillones. El efecto era para mí de una extraordinaria vulgaridad. En verano ambos sexos se paseaban por la calle con el pecho desnudo; pero siempre llevaban guantes.
Esta multitud, pues, a pesar de su rareza, era tan esencialmente humana como cualquier londinense. Se ocupaban de sus asuntos privados con una seguridad total, ignorando que un espectador de otro mundo los encontraba a todos igualmente grotescos, con su falta de frente, sus grandes, elevadas y temblorosas narices, sus ojos asombrosamente humanos, sus bocas picudas. Allí estaban, vivos y ocupados, comprando, mirando, hablando. Las madres arrastraban de la mano a sus niños. Los viejos con las caras cubiertas de canas se inclinaban sobre bastones. Los muchachos miraban de reojo a las muchachas. Unas ropas más nuevas y adornadas, unos carruajes seguros y a menudo arrogantes distinguían fácilmente a los más prósperos de los poco afortunados.
¿Cómo podría describir en pocas páginas un mundo proliferante y apretado, tan distinto del mío y, sin embargo, tan similar? Aquí, como en mi propio planeta, nacían continuamente niños. Aquí, como allí, reclamaban alimento, y a veces compañía. Descubrían el dolor, y el miedo, y la soledad, y el amor. Crecían, moldeados por la dura o bondadosa presión de sus semejantes, y eran al fin seres bien nutridos, generosos, cuerdos, o mentalmente enfermos, decepcionados, torpemente vengativos. Todos y cada uno aspiraban a la bendición de una verdadera comunidad, y muy pocos, más pocos aquí quizá que en mi propio mundo, alcanzaban a percibir apenas su evanescente aroma. Aullaban con la manada y cazaban con la manada. Morían de hambre, tanto física como mentalmente. Se disputaban a gritos la presa y se hacían pedazos. A veces uno de ellos hacía una pausa y se preguntaba qué sentido tenía todo aquello; y seguía una guerra mundial, pero nadie daba una respuesta. De pronto se sentían viejos y acabados. Entonces, luego de haber vivido una existencia que era un instante imperceptible del tiempo cósmico, desaparecían.
El planeta, que era esencialmente de tipo terrestre, había producido una raza esencialmente humana, aunque humana en otro tono, podría decirse. Los continentes, tan poblados como los nuestros, estaban habitados por una raza de tan diversos tipos como el
Homo Sapiens
. Todos los modos y facetas del espíritu que se manifestaron en nuestra historia habían tenido su equivalente en la historia de los Otros Hombres. Había habido allí, como entre nosotros, edades oscuras y edades luminosas, fases de adelanto y retroceso, culturas predominantemente materiales, y culturas intelectuales, estéticas o espirituales. Había razas «orientales» y «occidentales». Había imperios, repúblicas, dictaduras. Sin embargo, todo era distinto en la Tierra. Muchas de las diferencias, por supuesto, eran superficiales; pero había una diferencia profunda, fundamental que tardé mucho tiempo en entender y no describiré aún.
Debo empezar por referirme a la organización biológica de los Otros Hombres. Su naturaleza animal era en el fondo muy similar a la nuestra. Reaccionaban con ira, miedo, odio, ternura, curiosidad, de un modo semejante al nuestro. Los órganos de los sentidos no eran tampoco en ellos muy distintos, excepto la vista, pues parecían menos sensibles al color y más a la forma que nosotros. Los colores violentos de la Otra Tierra se me revelaban a través de los ojos de los nativos como muy amortiguados. Tampoco tenían oídos muy perfectos. Aunque sus órganos auditivos eran tan sensibles como los nuestros a los sonidos débiles, no discriminaban muy bien. La música, tal como la conocemos nosotros, nunca se desarrolló en ese mundo.
En compensación, el olfato y el gusto se habían desarrollado de un modo asombroso. Estas criaturas gustaban las cosas no sólo con la boca, sino también con las húmedas manos negras y con los pies. Tenían así una experiencia del planeta extraordinariamente rica e íntima. El gusto de los metales y las maderas, de las tierras dulces o amargas, de las piedras, los innumerables sabores suaves o fuertes de las plantas que aplastaban los pies desnudos formaban en su totalidad un mundo desconocido para el hombre terrestre.
Los genitales estaban también equipados con órganos del gusto. Había distintas sustancias químicas en hombres y mujeres, todas poderosamente atractivas para el sexo opuesto. Eran saboreadas débilmente con el contacto de los pies o las manos en cualquier parte del cuerpo, y con exquisita intensidad en la copulación.
Esta sorprendente riqueza de la experiencia gustativa me hizo muy difícil entrar totalmente en los pensamientos de los Otros Hombres. El gusto desempeñaba una parte tan importante en sus imágenes y conceptos como la vista entre nosotros. Muchas ideas que los terrestres habían alcanzado gracias a la vista, y que aún en su forma más abstracta conservan huellas de su origen visual, eran concebidas por los Otros Hombres en términos de gusto. Por ejemplo, nuestro «brillante», que aplicamos a personas o ideas, era para ellos una palabra con el significado literal de «sabroso». En vez de «lúcido» ellos usaban un término que habían empleado los cazadores de las épocas primitivas para designar un rastro que se podía seguir fácilmente con el gusto. Tener una «iluminación religiosa» era «saborear los prados del cielo». Expresaban también muchos de nuestros conceptos sin origen visual con palabras que se referían al gusto. «Complejidad» era «muy condimentado», una palabra aplicada originalmente a la confusión de los gustos en un estanque frecuentado por muchas bestias. «Incompatibilidad» se derivaba de una palabra que designaba la antipatía que sentían mutuamente ciertos individuos a causa de sus sabores.