De modo que la experiencia normal de una estrella comprende la percepción de su ambiente cósmico junto con continuos cambios voluntarios en el interior de su propio cuerpo y en su posición cósmica en relación con otras estrellas. Estos cambios de posición son, por supuesto, movimientos de rotación y traslación. La vida motora de una estrella puede interpretarse, pues, como una sucesión de pasos de danza o una figura de patinaje, ejecutados con perfecta habilidad de acuerdo con el principio ideal que emerge en la conciencia de la estrella desde las profundidades de su naturaleza, y que se hace más claro a medida que el astro madura.
Este principio ideal no puede ser concebido por el hombre, salvo cuando se manifiesta prácticamente en el conocido principio físico «del menor esfuerzo», o en el recorrido de una trayectoria que —dentro de las condiciones gravitatorias y otras parecidas— es la menos extravagante. La estrella misma aparentemente decide y ejecuta esta trayectoria ideal, en el campo electromagnético del cosmos, con la misma atención y delicadeza con que un motociclista se abre paso a través del tránsito en un camino serpeante, o con la misma economía de esfuerzos con que una intérprete de ballet realiza los más intrincados movimientos. Parece evidente que toda la existencia física de una estrella es experimentada por ella misma como una suprema felicidad, un estado de éxtasis, una persecución siempre triunfante de la belleza formal. Los mundos inteligentes sacaron estas conclusiones guiados por sus propias experiencias estéticas formales. En verdad, gracias a estas experiencias lograron establecer contactos por vez primera con las mentes de las estrellas. Pero la percepción de la verdad estética (¿o religiosa?) de ese misterioso canon, que las estrellas aceptaban tan seriamente, superaba la capacidad mental de los mundos inteligentes. Podría decirse que lo aceptaban como prueba de confianza. Indudablemente este canon estético simbolizaba de algún modo cierta intuición espiritual vedada a los mundos inteligentes.
La vida de una estrella individual es no sólo una vida de movimiento físico. Es también indudablemente, en muchos sentidos, una vida cultural y espiritual. De alguna manera cada estrella descubre en la presencia de las otras estrellas seres conscientes. Este mutuo conocimiento es probablemente intuitivo y telepático, aunque debe de fundarse también en inferencias y observaciones. De la relación psicológica de unas estrellas con otras emerge todo un orden de experiencias sociales tan ajenas a los mundos inteligentes que casi nada puede decirse de él.
Hay quizá alguna razón para creer que la libre conducta de una estrella está determinada no sólo por los austeros cánones de la danza sino también por un impulso social de cooperación. No hay duda de que la relación entre las estrellas es perfectamente social. Me recordaba la relación que une a los ejecutantes de una orquesta, pero una orquesta donde todos sus miembros están dedicados enteramente a la tarea común. Posiblemente, aunque no con certeza, cada estrella, al ejecutar su tema particular, es guiada no sólo por motivos estéticos o religiosos sino también por la voluntad de permitir que sus compañeras tengan todas las oportunidades legítimas de expresarse. De este modo la vida de cada estrella es experimentada no sólo como una perfecta ejecución de la belleza formal sino también como una perfecta expresión de amor. Sería, sin embargo, un error atribuir a las estrellas sentimientos de afecto y camaradería en un sentido humano. Quizá habría que limitarse a decir que sería probablemente más falso negar un afecto mutuo entre ellas que atribuirles realmente capacidad de amor. La investigación telepática vislumbró que la experiencia de las estrellas era en su totalidad de una textura muy distinta a la de los mundos inteligentes. Aun atribuirles pensamientos o deseos de cualquier especie sería quizá algo groseramente antropomórfico, pero es imposible hablar de sus experiencias en otros términos.
La vida mental de una estrella es casi ciertamente un progreso que se inicia con una oscura mentalidad infantil y alcanza la discriminatoria conciencia de la madurez. Todas las estrellas, jóvenes o viejas, son mentalmente «angélicas», pues todas aspiran libre y gozosamente a la «buena voluntad», a la vía recta tal como a ellas se les revela. Pero las jóvenes estrellas tenues, aunque ejecuten perfectamente su parte en la danza galáctica, parecen de algún modo espiritualmente ingenuas o infantiles, en comparación con las más experimentadas. De modo que aunque no hay tal cosa como el pecado entre las estrellas (ninguna elección deliberada de una trayectoria conocida como errónea y que lleve a un fin conocido como impertinente) hay, sin embargo, ignorancia y, por consiguiente, desviación del camino que a las estrellas más maduras se les ha revelado como ideal. Pero estas aberraciones de las estrellas jóvenes son aparentemente aceptadas por las estrellas más despiertas como factor deseable en el desenvolvimiento de la danza galáctica. Desde el punto de vista de la ciencia natural, tal como es conocida en los mundos inteligentes, la conducta de una estrella joven es, por supuesto, la exacta expresión de su joven naturaleza, y la conducta de las estrellas mayores expresión a su vez de su naturaleza madura. Pero, sorprendentemente, la naturaleza física de una estrella en cualquier etapa de su desarrollo es en parte expresión de la influencia telepática de otras estrellas. Por supuesto, la ciencia física, de cualquier época, no puede detectar nunca este hecho. Los hombres de ciencia deducen las leyes físicas de la evolución estelar, de fenómenos que son en sí mismos expresión no sólo de influencias físicas normales sino también de insospechadas influencias psíquicas.
En las edades más antiguas del cosmos la primera «generación» de estrellas tuvo que encontrar el camino que lleva de la infancia a la madurez sin ayuda exterior; pero las «generaciones» posteriores fueron guiadas de algún modo por la experiencia de sus mayores, de modo que pasaron más rápida y plenamente de la oscuridad a una lúcida conciencia de ellas mismas como espíritus, y así mismo al conocimiento del universo espiritual en que vivían.
Casi con certeza, las últimas estrellas nacidas de la condensación de la nébula primera se desarrollaban (o desarrollarán) más rápidamente que sus predecesoras, y en las huestes estelares se creía que a su debido tiempo las estrellas más jóvenes superarían con creces, al llegar a la madurez, el alto nivel espiritual de las estrellas mayores.
Hay buenas razones para suponer que los dos deseos supremos de toda estrella son el de ejecutar perfectamente su parte en la danza comunitaria, y el de alcanzar una verdadera comprensión de la naturaleza del cosmos. Este último deseo era el factor de la mentalidad estelar que mejor comprendían los mundos inteligentes.
El clímax de la vida de una estrella ocurría luego de haber dejado atrás el largo período de juventud que los astrónomos humanos llaman «gigante roja». Al cerrarse este período se reduce rápidamente y pasa al estado enano en que se encuentra hoy nuestro sol. Este cataclismo físico parece estar acompañado por cambios mentales de largo alcance. Por lo tanto, aunque la estrella desempeña un papel menos evidente en los ritmos de danza de la Galaxia, tiene también quizá una conciencia más clara y penetrante. Se interesa menos en el ritual de la danza estelar que en su supuesta significación espiritual. Luego de esta larga fase de madurez física sobreviene otra crisis. La estrella se contrae otra vez y alcanza esa condición inconcebiblemente densa que nuestros astrónomos llaman «enana blanca». Su mentalidad en la crisis de que hemos hablado era casi impenetrable a la investigación de los mundos inteligentes. Pasaba, en apariencia, por una crisis de desesperación y de creación de nuevas esperanzas. De aquí en adelante la mente estelar parecía dominada por una creciente tensión de desconcertante y aun terrorífica negatividad, una lejanía helada, casi cínica, que, sospechábamos, no era más que el anverso de algún temible y oculto enajenamiento. Entre tanto la estrella continuaba desempeñando su parte en la danza, meticulosamente, aunque con otro ánimo. Los fervores estéticos de la juventud, la más serena, pero activa voluntad de la madurez, la devoción a la sabiduría había desaparecido. Quizá la estrella estuviese satisfecha entonces con la comprensión y serenidad que había alcanzado, y se complaciera simplemente en gozar de la contemplación del Universo. Quizá; pero los mundos inteligentes nunca pudieron saber si la madura mente estelar parecía incomprensible a causa de la superioridad de su desarrollo o por algún oscuro desorden del espíritu. Las estrellas permanecían en este estado de vejez durante un período muy largo, perdiendo gradualmente energía, y retirándose mentalmente a sí mismas hasta sumergirse en una suerte de impenetrable trance de senilidad. Al fin su luz se extinguía y sus tejidos se desintegraban. De aquí en adelante continuaban sus viajes por el espacio en un estado de inconsciencia que repugnaba a los astros todavía conscientes.
Ésta, de modo aproximado, es la vida normal de una estrella común. Pero hay muchas variedades dentro del tipo general. Pues no todas las estrellas tienen el mismo tamaño, ni la misma composición, y probablemente se distinguen también por el impacto psicológico con que se manifiestan a las otras estrellas. Una de las más comunes, entre los tipos excéntricos, es la estrella doble, dos poderosos globos de fuego que avanzan en círculos por el espacio, en algunos casos tocándose casi. Como todas las relaciones estelares, ésta es también perfecta, angélica. Sin embargo, es imposible asegurar que la pareja experimente algo que pueda ser llamado un sentimiento de amor personal, o que se consideren más que compañeros dedicados a una tarea común. La investigación sugería evidentemente que los dos seres recorrían sus serpeantes caminos con algo así como mutua satisfacción, una satisfacción que nacía asimismo de una íntima colaboración con la Galaxia. ¿Pero amor? Es imposible decirlo. A su debido tiempo, con la pérdida del
momentum
, las dos estrellas se ponían realmente en contacto. Entonces, en algo que parecía una agonizante llamarada de alegría y dolor, se unían confundiéndose. Luego de un período de inconsciencia, la gran nueva estrella generaba nuevos tejidos, y ocupaba su puesto en la compañía angélica.
Las raras cefeidas variables eran la especie estelar más desconcertante. Parecía que éstas y otras variables de vida mucho más larga pasaban alternadamente del quietismo al fervor, en armonía con su propio ritmo físico. No es posible decir más.
Un acontecimiento que tiene en apariencia gran importancia psicológica, y que ocurre muy raramente, es el acercamiento mutuo de dos o tres estrellas, y la proyección consiguiente de filamentos estelares. En el momento mismo en que un filamento roza una estrella, y poco antes que se desintegre dando nacimiento a planetas, el astro experimenta probablemente un éxtasis físico intenso, pero humanamente ininteligible. Aparentemente las estrellas que han pasado por esta experiencia han alcanzado una comprensión particularmente vívida de la unidad del cuerpo y del espíritu. Las estrellas «vírgenes» sin embargo, aunque no han pasado por esta maravillosa ventura, parecen no tener deseos de infringir los sagrados cánones de la danza en busca de oportunidades para tales encuentros. Cada una de ellas está satisfecha con desempeñar su parte y observar el éxtasis de aquéllas a quienes el destino ha favorecido.
Describir la mentalidad de las estrellas es, por supuesto, describir lo ininteligible por medio de metáforas humanas, inteligibles, pero falsas. Esta distorsión aparece como particularmente grave en la descripción de las dramáticas relaciones entre las estrellas y los mundos inteligentes, pues bajo la presión de estas relaciones las estrellas parecen haber experimentado por vez primera emociones que superficialmente al menos podrían llamarse emociones humanas. Mientras la comunidad estelar fue inmune a las interferencias de los mundos inteligentes, cada uno de sus miembros mostró una perfecta rectitud y expresó perfectamente su propia naturaleza y el espíritu común. Aun la senilidad y la muerte se aceptaban con calma, pues eran —universalmente— parte del tejido de la existencia, y lo que toda estrella deseaba no era la inmortalidad, ya para sí misma o la comunidad, sino el goce perfecto de su propia naturaleza. Pero cuando al fin los mundos inteligentes, los planetas, empezaron a interferir apreciablemente en el movimiento y en la energía estelares, algo nuevo e incomprensible entró presumiblemente en la experiencia de las estrellas. Las más afectadas se encontraron de pronto en un verdadero conflicto mental. Por alguna causa que ellas mismas no alcanzaban a percibir, no solamente erraban sino que también parecían desear el error. Aunque todavía veneraban la verdad, elegían el extravío.
Dije que esta perturbación no tenía precedentes. Esto no es estrictamente cierto. Parecía que casi todas las estrellas habían experimentado alguna vez en sus vidas privadas una desviación no muy distinta. Sin embargo, y casi siempre, habían conseguido mantenerla en secreto, hasta que al fin se había hecho tan familiar que era ya tolerable, o la estrella lograba ahogar la fuente misma de la desviación. Era en realidad sorprendente que seres de naturaleza ajena e ininteligible —en tantos sentidos— pudieran ser en este aspecto sorprendentemente «humanos».
En las capas exteriores de las estrellas jóvenes había casi siempre vida, no sólo vida normal, sino también vida parásita, organismos de fuego minúsculos e independientes, a veces no mayores que una nube en el aire terrestre, y otros tan grandes como la Tierra misma. Estas «salamandras» se alimentaban de la radiante energía de la estrella del mismo modo que los propios tejidos orgánicos del astro, o simplemente de los tejidos mismos. Aquí como en todas partes operaban las leyes de la evolución biológica, y con el tiempo aparecían razas de seres inteligentes parecidos a llamas. Aun cuando la vida salamandriana no alcanzaba este nivel, su efecto en los tejidos de la estrella se le aparecía a ésta como una enfermedad de la piel o de los órganos de los sentidos, o aun de los tejidos más profundos. La estrella experimentaba entonces emociones no muy distintas de las humanas, como miedo y vergüenza, y ansiosamente, y humanamente, ocultaba su secreto a las sondas telepáticas de sus semejantes.
Las razas de las salamandras nunca lograron dominar sus mundos ardientes. Muchas de ellas sucumbieron, tarde o temprano, a algún desastre natural o a las actividades de eliminación o limpieza del poderoso huésped. Muchas otras sobrevivieron, pero en un estado relativamente inofensivo, perturbando a sus estrellas sólo como una débil irritación, y un leve matiz de insinceridad en sus relaciones con los otros astros.