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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (32 page)

Las nebulosas más jóvenes no tardaron en advertir que las mayores, una a una, caían en un estado de pesadez y confusión, y que ese estado concluía indefectiblemente en el sueño que los hombres llaman muerte. Pronto fue indiscutible, aun para él más animado de los espíritus, que esta enfermedad no era un accidente casual sino un destino inherente a la naturaleza de las nebulosas.

Los megaterios celestiales fueron aniquilados uno a uno para dar lugar a las estrellas.

Mirando esos acontecimientos desde mi puesto en el lejano futuro, yo, la mente cósmica rudimentaria, traté de que las nebulosas moribundas del pasado remoto supieran que esas muertes no eran el fin sino una de las primeras etapas de la vida cósmica. Esperaba yo poder consolarlas dándoles alguna idea del vasto e intrincado futuro, y de mi propio y final despertar. Pero resultó imposible comunicarse con ellas. Aunque dentro de la esfera de sus experiencias comunes, las nebulosas demostraban tener cierta inteligencia, más allá de esos límites parecían simplemente imbéciles. Era como sí un hombre intentase consolar a la célula germen desaparecida de la que él mismo ha nacido hablándole de su propia exitosa carrera en la sociedad humana.

Como esta tentativa de consuelo fue, pues, vana, hice a un lado la compasión, y seguí hasta el fin el colapso de la comunidad de nebulosas. De acuerdo con normas humanas, la agonía se prolongó inmensamente. Comenzó con la desintegración de las nebulosas más viejas, y la aparición de las primeras estrellas, y continuó (o continuará) hasta después de la destrucción de la raza humana en Neptuno. En verdad, la última de las nebulosas no se hundió en una inconsciencia incompleta hasta que muchos de los cadáveres de sus vecinos se transformaron en sociedades simbióticas de estrellas y mundos inteligentes. Pero para las nebulosas de vida lenta la plaga fue como una enfermedad galopante. Una tras otra, cada una de aquellas grandes bestias religiosas se encontró luchando con un sutil enemigo, hasta caer en un estado de estupor. Ninguna de ellas supo nunca que esa materia desintegrada era la semilla de estrellas rápidas y jóvenes, o que ya había aquí y allí unas criaturas incomparablemente más rápidas e incomparablemente más ricas, criaturas que como los hombres vivían las comprimidas edades de su historia en los últimos, escasos y perturbados momentos de los monstruos primitivos.

2. El momento supremo se acerca

L
a incipiente mente cósmica en que yo me había transformado fue conmovida profundamente por el descubrimiento de la vida nebular. Pacientemente, yo estudié aquellos megaterios casi informes, absorbiendo en mi propio ser compuesto el fervor de una naturaleza simple, pero honda. Pues estas criaturas aspiraban a realizar sus deseos con una concentración y una pasión desconocidas en los mundos y estrellas. Cuando penetré en la historia de estos seres me encontré con una imaginación tan fervorosa, que yo mismo, la mente cósmica, me transformé de algún modo. Considerando desde el punto de vista nebular la vasta complejidad y sutileza de los mundos vivientes, comencé a preguntarme si las infinitas divagaciones de los mundos eran motivadas realmente por una sobreabundancia de ser y no por una debilidad de percepción espiritual, por una naturaleza de potencialidad inmensamente variada y no por la mera falta de una experiencia intensa y consciente. La aguja de una brújula débilmente magnetizada apunta una y otra vez al Este y al Oeste, y tarda en descubrir la dirección que le corresponde. Una aguja más sensible señala en cambio inmediatamente el Norte. La misma complejidad de los mundos, con sus multitudes de seres minúsculos pero complejos, ¿no habría confundido el sentido de la dirección del espíritu? La simplicidad y el vigor espiritual de los seres primeros y más vastos, ¿no habrían alcanzado algo de muy alto valor, que la complejidad y la sutileza de los mundos nunca podrían alcanzar?

No. Aunque la mentalidad nebular era excelente, en sus propios y curiosos límites, las mentalidades planetarias y las estelares tenían también sus especiales virtudes. Y de las tres, la planetaria era la de más alto nivel, pues las contenía a todas.

Me permití entonces creer que yo, como al fin había incluido en mi propio ser no sólo un íntimo conocimiento de numerosas galaxias sino también de la primera vida cósmica, podía considerarme a mí mismo con alguna justicia la mente incipiente de la totalidad del cosmos.

Pero las galaxias despiertas que participaban de mi ser no eran sino una pequeña minoría en la población total de las galaxias. Por medio de la influencia telepática continué ayudando a las numerosas galaxias que estaban en el umbral de la madurez mental. Si yo incluía en esta comunidad cósmica, pensé, algunos centenares de galaxias despiertas en vez de unas pocas decenas, quizá yo mismo, la mente comunal, pudiera fortalecerme y llegar a salir de mi estado de impedida infancia mental hasta algo más similar a la madurez. Me parecía evidente que aún ahora, en mi estado embrionario, yo estaba ascendiendo a un nuevo plano de conocimiento. Si la fortuna me ayudaba, podría encontrarme aún en presencia de aquél que en el lenguaje humano de este libro ha sido llamado el Hacedor de Estrellas.

En este tiempo mi necesidad de esa presencia había llegado a ser una pasión dominadora. El velo que ocultaba aún el origen y la meta de las nebulosas, las estrellas y los mundos estaba abriéndose, o así parecía. Aquél que había inflamado sentimientos de adoración en miríadas de seres, y que, sin embargo, no se había revelado claramente a ninguno, aquél a quien todos se habían encaminado ciegamente, representándolo con las imágenes de miríadas de divinidades, estaba ahora, sentía yo (frustrado pero aún creciente espíritu del cosmos), a punto de revelárseme.

Yo que también había sido adorado por muchos de mis pequeños miembros, yo que me había alzado por encima de los sueños de mis criaturas, me sentía ahora oprimido, abrumado por mi propia pequeñez y mi propia imperfección. Pues la velada presencia del Hacedor de Estrellas ya estaba dominándome con su tremendo poder. Cuanto más ascendía a lo largo del espíritu, más inaccesibles me parecían las alturas que se alzaban ante mí. Pues lo que me había parecido una vez cima era ahora el pie de una montaña, abrupta, de paredes que caían a pico, glacial, y que se perdía arriba en una niebla oscura. Nunca, nunca llegaría a triunfar en esa ascensión. Y, sin embargo, tenía que seguir adelante. Un anhelo irresistible superaba el temor.

Mientras tanto, y bajo mi influencia, las galaxias todavía jóvenes fueron alcanzando una por una el punto de lucidez que les permitió unirse a la comunidad cósmica y enriquecerme con alguna experiencia peculiar. Pero el debilitamiento físico del cosmos no se detenía. Cuando la mitad de la población total de las galaxias hubo llegado a la madurez, fue evidente que muy pocas de las otras tendrían éxito.

Pocas estrellas vivas quedaban en las galaxias. Algunos de los astros muertos, sometidos a la desintegración atómica, eran utilizados como soles artificiales, y estaban rodeados por muchos miles de planetas también artificiales. Pero la gran mayoría de las estrellas, pétreas ahora, estaban habitadas. Al cabo de un tiempo fue necesario evacuar todos los planetas, ya que los soles artificiales tenían una energía demasiado extravagante. Las razas que habitaban los planetas fueron así destruyéndose a sí mismas, una por una, transmitiendo el material de sus mundos y toda su sabiduría a los habitantes de las estrellas apagadas. Así fue que en el cosmos, en un tiempo un enjambre de galaxias ardientes, compuestas por galaxias de estrellas, no hubo más que cadáveres de astros. Estas motas oscuras flotaban en el oscuro vacío como un humo infinitamente tenue que se alza de un fuego extinguido. En estas motas, estos mundos gigantescos, las últimas poblaciones habían creado aquí y allí con sus luces artificiales un pálido resplandor, invisible aún para los más interiores de los planetas sin vida.

El tipo más común entre las criaturas que habitaban estos mundos estelares era el de los gusanos o insectoides minúsculos. Pero había muchas razas de individuos de mayor tamaño, adaptadas curiosamente a la prodigiosa gravitación de los mundos gigantes. Cada una de estas criaturas era algo así como una manta viviente. En la cara inferior se apretaban unas patitas que eran también bocas. Estos miembros sostenían un cuerpo de no más de tres centímetros de grosor aunque de un par de metros de ancho y diez de largo. En el extremo anterior unos «brazos» eran sostenidos también por batallones de patas. La parte superior del cuerpo era un tejido poroso, de alvéolos con una gran variedad de órganos sensorios. Entre las dos superficies se extendían los órganos del metabolismo y la vasta área del cerebro. Comparados con las colonias de gusanos y de insectos, estos seres parecidos a intestinos tenían la ventaja de una unidad mental más firme y una mayor especialización de los órganos; pero eran también de movimientos más torpes y menos adecuados a la vida subterránea, a la que debieron sujetarse más tarde todas las poblaciones.

Los grandes mundos oscuros, con atmósferas de inmenso peso y océanos increíbles donde las olas de las tormentas más furiosas no eran más que ondas en una superficie de mercurio terrestre, pronto fueron cubiertos por civilizaciones de gusanos, de insectoides, y de esas criaturas más precarias parecidas a mantas. La vida en estos mundos era casi una vida en dos dimensiones. Aun el más rígido de los elementos artificiales era demasiado débil para permitir la construcción de altas estructuras.

A medida que pasaba el tiempo, los habitantes de estas estrellas pétreas iban consumiendo el calor interior, y era necesario desintegrar atómicamente el núcleo rocoso de la estrella. De este modo las estrellas se convirtieron en esferas cada vez más huecas, sostenidas por un sistema interior de contrafuertes. Una a una las poblaciones, o mejor los descendientes especialmente adaptados de las civilizaciones anteriores, se retiraron al interior de las estrellas apagadas.

Prisioneras de sus mundos huecos, y aisladas del resto del cosmos, estas poblaciones fueron la armazón telepática de la mente cósmica. Fueron en verdad mi carne. En la inevitable «expansión» del Universo, las galaxias oscuras habían estado alejándose unas de otras tan rápidamente, y durante tantos eones, que ya ni la luz podía cubrir los abismos cósmicos. Pero esta desintegración prodigiosa importaba menos a las últimas poblaciones que el aislamiento físico de las estrellas en la época en que había cesado toda radiación estelar y todo viaje interestelar. Desde las galerías de numerosos mundos estas poblaciones se mantenían telepáticamente unidas. Íntimamente se conocían unas a otras en toda su diversidad. Juntas sostenían la mente comunal, plenamente conscientes del pasado intrincado y vívido del cosmos, y que se esforzaban incansablemente por alcanzar su meta espiritual antes que un aumento de la entropía destruyera el tejido de las civilizaciones.

Tal era la situación del cosmos al acercarse al momento supremo de su carrera y a esa iluminación que habían buscado oscuramente todos los seres de todas las edades. Curiosamente, eran estas últimas poblaciones, impedidas y empobrecidas, y que consumían ya sus energías postreras, las que cumplirían la tarea en la que habían fracasado los brillantes mundos de épocas anteriores. Era en verdad el caso de la gallina que vence al águila. A pesar de las forzadas circunstancias estas criaturas mantenían intacta la estructura esencial de la comunidad cósmica, y de la mentalidad cósmica. Y recurrían al pasado para ahondar su sabiduría más allá de los límites de toda sabiduría pasada.

El momento supremo del cosmos no fue (o no será) un momento, de acuerdo con normas humanas; pero en el orden cósmico no duró sin duda más que un breve instante. Cuando poco más de la mitad de la población de muchos millones de galaxias participaba ya plenamente de la comunidad cósmica, y era evidente que ya no podía esperarse mucho, siguió entonces un período de universal meditación. Las poblaciones mantenían sus esforzadas civilizaciones utópicas, vivían sus vidas personales de trabajo e intercambio social, y al mismo tiempo, en el plano comunal, remodelaban toda la estructura de la cultura cósmica. No me detendré en esta fase. Baste decir que a cada galaxia y a cada mundo se le asignó una función mental especialmente creadora, y que todos asimilaban el trabajo de todos. Al cerrarse este período, yo, la mente comunal, emergí renovada, como de una crisálida; y durante un breve momento, que fue en verdad el momento supremo del cosmos, me encontré con el Hacedor de Estrellas.

Para el autor humano de este libro nada queda hoy de aquel largo momento, de aquel eterno momento que viví como parte de la mente cósmica, salvo la memoria de una amarga beatitud, junto con unos pocos e incoherentes recuerdos de la experiencia misma que provocó en mí esa beatitud.

Algo tengo que decir, de algún modo, de esa experiencia. Me enfrentó a la tarea, como es inevitable, con una impresión de incompetencia abismal. Las mejores mentes de la raza humana, a través de todas las edades de la historia, no han logrado describir sus momentos de más profunda intuición. ¿Cómo me atrevo entonces a emprender esta tarea? Y, sin embargo, tengo que hacerlo. Aunque caiga sobre mí un bien merecido ridículo, aunque me desprecien y me censuren moralmente tengo que intentar describir lo que vi. Si un marinero náufrago pasa en su balsa ante costas maravillosas, luego, cuando regresa a su hogar, no encuentra paz. Su rudo acento y dicción torpe disgustan al hombre culto. Otros se ríen de él porque no puede distinguir la realidad de la ilusión. Y, sin embargo, tiene que hablar.

3. El momento supremo y después

E
n el momento supremo del cosmos, yo, como mente cósmica, creí encontrarme con el origen y la meta de todas las cosas finitas.

En ese momento, por supuesto, no percibí el espíritu infinito como forma sensible. En verdad no percibí nada sino lo que había percibido antes, muchos populosos mundos estelares, y moribundos. Pero con auxilio de ese medio que en este libro he llamado telepático, alcancé una mayor percepción interior, y sentí inmediatamente la presencia del Hacedor de Estrellas. Anteriormente, como ya he dicho, me había sentido poderosamente dominado por la velada presencia de un ser ajeno, distinto de mi cuerpo cósmico y mi mente consciente, distinto de mis miembros vivos y de los enjambres de estrellas apagadas. Pero ahora el velo se estremeció, y fue para la visión mental casi transparente. La fuente y la meta de todas las cosas, el Hacedor de Estrellas, se me reveló oscuramente como un ser separado de mí yo consciente, objetivo y, sin embargo, como enraizado en las profundidades de mi propia naturaleza, similar en fin a mí mismo, aunque infinitamente más que yo mismo.

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