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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (35 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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En casi todas las obras del Hacedor de Estrellas, tal como se me aparecieron en aquel sueño, el tiempo era un atributo más fundamental que el espacio. Aunque en algunas de las primeras creaciones el Hacedor excluyó el tiempo, contentándose con corporizar una idea estática, pronto abandonó este plan, demasiado estrecho. Excluía, además, la posibilidad de vida física y mental, y sólo podía interesarle como una primera etapa.

El espacio, advertí en mi sueño, apareció al principio como desarrollo de una dimensión ajena en uno de los cosmos «musicales». Las criaturas tonales de este cosmos no sólo podían moverse hacia «arriba» y hacia «abajo» en la escala sino también hacia los «lados». En la música humana ciertos temas particulares parecen acercarse o retroceder de acuerdo con variaciones de altura y timbre. De un modo bastante similar las criaturas de este cosmos «musical» se acercaban unas a otras, o se alejaban unas de otras, hasta que al fin eran inaudibles. Cuando se movían a los «lados» atravesaban ambientes tonales que cambiaban incesantemente. En un cosmos ulterior este movimiento de las criaturas se transformó en una verdadera experiencia del espacio.

El espacio alcanzó en creaciones subsiguientes caracteres de varias dimensiones, euclidianas y no euclidianas, muestras de una gran diversidad de principios geométricos y físicos. A veces el tiempo, o el espacio-tiempo, fue la realidad fundamental del cosmos, y las entidades no se manifestaban sino como manifestaciones fugaces del mismo, pero más a menudo los acontecimientos fundamentales eran cualitativos, y se relacionaban en un orden espacio-temporal. En algunos casos el sistema de relaciones de espacio era infinito; en otros finito aunque limitado. La extensión finita del espacio era también a veces una magnitud constante en relación con los constituyentes atómicos materiales del cosmos. En otras ocasiones, como en nuestro propio cosmos, el espacio se manifestaba «en expansión», o se «contraía» de modo que este cosmos, donde abundaban a veces las comunidades inteligentes, terminaba en una colisión y congestión de todas sus partes, que coincidían al fin y se desvanecían en un punto sin dimensión.

En algunas creaciones la expansión y el reposo último eran seguidos por una contracción y actividades físicas enteramente nuevas. A veces, por ejemplo, la antigravedad reemplazaba a la gravedad. Todas las acumulaciones mayores de materia tendían a estallar, y las más pequeñas a apartarse unas de otras. En uno de estos cosmos hubo una reversión de la ley de la entropía. La energía, en vez de extenderse gradual y uniformemente por el cosmos, se acumuló a sí misma en las últimas unidades de materia. Llegué a sospechar que nuestro propio cosmos continuaba en un cosmos invertido de esta especie, y donde, por supuesto, la naturaleza de los seres vivientes era totalmente ajena a las concepciones del hombre. Pero esto es una digresión, pues los universos que describo ahora eran mucho más simples y muy anteriores.

Muchos universos eran físicamente un fluido continuo donde nadaban las criaturas sólidas. Otros estaban construidos como series de esferas concéntricas, pobladas por diversos órdenes de criaturas, y algunos de estos universos primeros eran casi astronómicos: un vacío rociado con diminutos centros de energía.

A veces el Hacedor de Estrellas creaba un cosmos que carecía de naturaleza física simple y objetiva. Las criaturas de este cosmos no influían unas en otras, pero estimuladas directamente por el Hacedor de Estrellas concebían separadamente un mundo físico ilusorio pero útil, poblado de elementos imaginarios. El genio matemático del Hacedor relacionaba entre sí estos mundos subjetivos de un modo perfectamente sistemático.

No diré más de la inmensa diversidad de formas físicas que asumieron las primeras creaciones, según las vi en mi sueño. Mencionaré solamente que cada cosmos era en general más complejo, y en cierto sentido más voluminoso, que el anterior. En verdad, en cada uno de ellos las unidades físicas últimas eran más pequeñas en relación con el todo, y más multitudinarias. En cada uno de ellos, también, las criaturas individuales conscientes eran más numerosas, y de tipos más diversos, y las más despiertas de estas criaturas alcanzaban una mentalidad más lúcida que cualquier otra criatura de un cosmos previo.

Biológica y psicológicamente las primeras creaciones fueron muy distintas entre sí. La evolución biológica fue en ciertos casos como la que nosotros conocemos. Una pequeña minoría de especies ascendía precariamente hacia una mayor individualización y una mayor claridad mental. En otras creaciones de especies biológicamente fijas, el progreso, si lo había, era sólo cultural. Había también unas pocas y sorprendentes creaciones donde la primera de las etapas cósmicas era la más lúcida y el Hacedor de Estrellas asistía luego serenamente a la decadencia de esta conciencia.

En ciertas ocasiones un cosmos nacía como un organismo simple y primario en un ambiente interno e inorgánico. El organismo se propagaba luego por fisión en un creciente número de criaturas cada vez más pequeñas y cada vez más despiertas. En algunos de estos universos la evolución continuaba hasta que las criaturas llegaban a ser demasiado pequeñas y no podían albergar la compleja estructura orgánica necesaria para el desarrollo de una inteligencia. El Hacedor de Estrellas asistía así a la lucha desesperada de sociedades cósmicas que trataban de detener la fatal degeneración de la raza.

La realización última del cosmos era en algunas creaciones un caos de sociedades mutuamente ininteligibles, dedicada cada una de ellas a un modo del espíritu, y hostil a todos los otros. El clímax era una única sociedad utópica de mentes distintas, o una única y compleja mente cósmica.

El Hacedor de Estrellas se complacía en determinadas ocasiones ordenando que cada criatura fuese la expresión determinada e inevitable del ambiente. En otras creaciones los individuos gozaba del poder de la elección arbitraria, y algo de la propia creatividad del Hacedor. Así me pareció en mi sueño. Pero aún entonces pensé que para algún observador más sutil ambas especies aparecían como determinadas, y a la vez como espontáneas y creadoras.

En general, el Hacedor de Estrellas, una vez que determinaba los principios básicos de un cosmos y creaba la etapa inicial, se contentaba con ser testigo de los acontecimientos ulteriores; pero a veces decidía intervenir, ya infringiendo las leyes naturales que él mismo había establecido, ya influyendo en las mentes de las criaturas mediante la revelación directa. Esto, de acuerdo con mi sueño, tenía como objetivo a veces mejorar un plan cósmico, pero más a menudo la interferencia estaba ya prevista en el plan original.

Algunas creaciones del Hacedor de Estrellas eran grupos de muchos universos unidos entre sí, sistemas completamente distintos de muy diferentes tipos, y que vivían sucesivamente en un universo tras otro, asumiendo en cada uno de los ambientes una forma física indígena, aunque llevando con ellos en esa trasmigración recuerdos débiles y confusos de las existencias anteriores. Este principio de transmigración era a veces empleado de otro modo. Creaciones semejantes que no estaban ligadas sistemáticamente podían contener criaturas que percibían mentalmente ecos vagos aunque también obsesivos de las experiencias o temperamentos de algún otro cosmos opuesto.

Una característica muy dramática aparecía en un cosmos tras otro. Mencioné antes que (en mi sueño) el inmaturo Hacedor de Estrellas parecía haber reaccionado ante el trágico fracaso de su primer experimento biológico con una suerte de alegría diabólica. En muchas creaciones subsiguientes parecía también que se le dividiese la mente. Cada vez que una potencialidad insospechada de la sustancia que había objetivado y sacado de las honduras del inconsciente perturbaba de algún modo su plan creador consciente, el Hacedor parecía sentir no sólo frustración sino también una satisfacción sorprendida, como si hubiese satisfecho inesperadamente un apetito que no había reconocido hasta ese entonces.

Esta dualidad mental dio a luz con el tiempo un nuevo modo de crear. Hubo una vez, en el desarrollo del Hacedor de Estrellas, tal como me lo representaba en este sueño, en que llegó a disociarse en dos espíritus independientes: el ser esencial, el espíritu que perseguía la creación positiva de formas espirituales y vitales y una conciencia más y más lúcida, y por otra parte un espíritu destructivo, rebelde y cínico, que no podía haber existido sino como parásito de las obras del otro.

Una y otra vez el Hacedor disoció estos dos modos de sí mismo, objetivándolos, como espíritus independientes, y permitiéndoles que luchasen entre ellos por el dominio de un cosmos. Uno de estos cosmos —un eslabón de tres universos— recordaba de algún modo a la ortodoxia cristiana. El primer universo estaba habitado por individuos dotados con diversos grados de sensibilidad, inteligencia e integridad moral. Aquí los dos espíritus se disputaban las almas de las criaturas. El espíritu «bueno» exhortaba, socorría, recompensaba, castigaba: el espíritu «malo» engañaba, tentaba, y destruía moralmente. En la hora de la muerte las criaturas pasaban a uno o a otro de los dos universos secundarios: un cielo intemporal y un infierno intemporal. Allí experimentaban un instante eterno de extática comprensión y adoración o un tormento extremo de remordimiento.

Cuando el sueño me presentó esa imagen bárbara y vulgar, sentí al principio incredulidad y horror. ¿Cómo era posible que el Hacedor de Estrellas, aun en su inmadurez, condenara a la agonía a sus criaturas por una debilidad que él mismo les había impuesto? ¿Cómo una deidad vengadora podía exigir adoración?

En vano me dije que sin duda mi sueño había falsificado la realidad. Yo estaba convencido de que en este aspecto mi sueño no era falso, y que expresaba por lo menos una verdad simbólica. No obstante, aun ante esta actitud brutal, aun sacudido por la repulsión y el horror, veneré al Hacedor de Estrellas.

Para excusar mi adoración me dije a mí mismo que este terrible misterio escapaba a mi comprensión, y que en el Hacedor de Estrellas aun una crueldad tan obvia debía de tener justificación. Quizás la barbarie había aparecido sólo en la inmadurez del Hacedor de Estrellas. Quizá más tarde, cuando fuese completamente él mismo, la dejaría atrás. Pero no. Yo sabía ya, profundamente, que esta crueldad se manifestaría aun en el último cosmos. ¿Era posible que se me hubiese escapado algún hecho clave que podía explicar este humor vengativo? ¿No era posible que todas las criaturas no fuesen más que ensoñaciones del poder creador, y que al atormentar a sus criaturas el Hacedor de Estrellas se atormentara también a sí mismo en esta aventura en la que intentaba expresarse? Quizá el mismo Hacedor de Estrellas, aunque poderoso, estaba limitado por algunos principios de lógica absoluta, y uno de estos principios era quizá el de la indisoluble unión entre la tradición y el remordimiento en todos los espíritus despiertos a medias. ¿Había aceptado entonces el Hacedor en este extraño cosmos, las ineluctables limitaciones de su arte? ¿No era posible que yo respetara en el Hacedor sólo el espíritu «bueno» y no el «malo»? ¿No estaría tratando él de arrancar el mal de sí mismo mediante este recurso de la disociación?

Esta última explicación me fue sugerida por la rara evolución de aquel cosmos. Los habitantes del primero de los mundos tenían una inteligencia y una integridad moral muy bajas y pronto el infierno estuvo atestado mientras que el cielo permanecía casi vacío. Pero el Hacedor de Estrellas, en su parte «buena», amaba y compadecía a sus criaturas. El «buen» espíritu decidió por lo tanto entrar en la esfera mundana y redimir a los pecadores con su propio sufrimiento. Y así se pobló el cielo, aunque sin despoblarse por eso el infierno.

¿Adoraba yo entonces, únicamente, el aspecto «bueno» del Hacedor? No. Irracionalmente, pero con convicción, me inclinaba ante los dos aspectos de aquella dual naturaleza: el «bien» y el «mal», la gentileza y el terror, lo humanamente ideal y lo incomprensiblemente inhumano. Como un amante ciego que niega o excusa los defectos flagrantes de su amada, yo trataba de paliar la inhumanidad del Hacedor de Estrellas, glorificándola positivamente al mismo tiempo. ¿Había entonces algo cruel en mi propia naturaleza? ¿O mi corazón reconocía vagamente que el amor, la suprema virtud en las criaturas, no era un valor absoluto en el creador?

Este tremendo e insoluble problema se me presentó una y otra vez en el curso de mi sueño. Hubo por ejemplo una creación en la que se permitió que los dos espíritus lucharan de un modo nuevo y más sutil. En su primera etapa este cosmos manifestó sólo caracteres físicos, pero el Hacedor de Estrellas dispuso que la potencialidad vital se expresara allí gradualmente en distintas especies de criaturas que emergían generación tras generación desde el plano puramente físico hacia la inteligencia y la lucidez espiritual. En este cosmos el Hacedor permitió que los dos espíritus, el «bueno» y el «malo», compitieran aun en la creación misma de las especies.

En las primeras y prolongadas edades los espíritus lucharon tratando de modificar la evolución de innumerables especies. El espíritu «bueno» se empeñó en producir criaturas más organizadas, más individuales, más delicadamente relacionadas con el ambiente, más aptas para la acción, dotadas de una conciencia más vívida y comprensiva del mundo, de sí mismas y de los otros. El espíritu «malvado» trató por su parte de obstaculizar esta empresa.

Los órganos y tejidos de todas las especies manifestaron en su estructura el conflicto de los dos espíritus. A veces el espíritu «malo» lograba incorporar a una criatura algunas características aparentemente poco importantes, pero insidiosas, como una habilidad especial para albergar parásitos, alguna debilidad de la maquinaria digestiva, alguna inestabilidad de la organización nerviosa. En otros casos este espíritu «malo» equipaba a una especie inferior con armas especiales capaces de destruir a los pioneros de la evolución, logrando que éstos sucumbieran ya a una enfermedad nueva, o a las plagas o microbios de este cosmos particular, ya a la brutalidad de otros seres de la propia especie.

El espíritu malvado empleaba a veces un plan aún más ingenioso y efectivo. Cuando el espíritu «bueno» descubría algo promisorio, y había provocado en las especies favorecidas la aparición de una estructura orgánica nueva, o alguna nueva costumbre adecuada, el espíritu malvado trataba de que la evolución continuase más allá de las necesidades reales de la criatura. Los dientes se hacían tan largos que era extremadamente difícil comer, los cuernos tan curvos que presionaban el cerebro, el impulso individualista tan imperioso que destruía la sociedad, o el impulso social tan obsesivo que aplastaba la individualidad.

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