Durante la fase histórica que seguía a la superación de la crisis espiritual lo que más preocupaba a la raza era, por supuesto, la reconstrucción de la sociedad. Había que llevar adelante heroicas tareas. No sólo se necesitaba un nuevo sistema económico, sino nuevos sistemas de organización política, de leyes mundiales, de educación. En muchos casos este período de reconstrucción bajo la guía de nuevas mentalidades era en sí mismo un tiempo de serios conflictos. Pues aun aquéllos que están sinceramente de acuerdo acerca de los fines de la actividad social, pueden disentir violentamente acerca de los medios. Pero cuando asomaban estos conflictos, aunque vehementes, se parecían muy poco a los antiguos conflictos, inspirados por un obsesivo individualismo y obsesivos odios de grupo.
Advertimos que los mundos se reordenaban de modos muy diversos. Esto, claro está, no nos sorprendió, pues había notables diferencias en la estructura biológica, psicológica y cultural de esos mundos. El orden mundial perfeccionado de la raza de los equinodermos poco podía parecerse por supuesto al de los ictioideos y aracnoides simbióticos, y éste tenía que ser muy distinto del mundo de los nautiloides, y así sucesivamente. Pero notamos también entre todos estos mundos victoriosos una notable identidad. Por ejemplo, en todos había un cierto comunismo, muy libre, pues en todos ellos los medios de producción eran de propiedad común, y ningún individuo podía aprovechar el trabajo de otros en beneficio propio. Pero también en cierto sentido todos estos mundos eran democráticos, ya que la sanción final a una cierta política dependía de la opinión mundial. Pero en muchos casos no había maquinaria democrática, ningún canal legal que sirviera de medio de expresión a esa opinión. No era raro encontrar en cambio una burocracia altamente especializada, y hasta un dictador, encargado de organizar la actividad del mundo con un poder legalmente absoluto, bajo la constante supervisión popular expresada por la radio. Nos asombró descubrir que en un mundo realmente despierto hasta una dictadura podía ser esencialmente democrática. Observamos con incredulidad situaciones en que el gobierno «absolutista» del mundo, enfrentado con un asunto excepcionalmente urgente y difícil, solicitaba una y otra vez una formal decisión democrática, y sólo recibía esta respuesta: «No podemos dar nuestra opinión. Debéis decidir vosotros de acuerdo con vuestra experiencia profesional. Respetaremos vuestra decisión».
En estos mundos la sanción legal era de una especie muy notable, y no hubiera sido concebible en la Tierra. Nunca se intentaba aplicar por fuerza la ley, salvo contra lunáticos peligrosos, que aparecían a veces como sobrevivientes de otras edades. En algunos mundos había todo un complejo sistema de «leyes» que regulaban la economía y la vida social de los grupos, y hasta los asuntos privados de los individuos. Nos pareció al principio que la libertad había desaparecido en esos planetas. Pero más tarde descubrimos que ese intrincado sistema era para ellos algo así como las reglas de un juego o los cánones de un arte para nosotros, o las innumerables costumbres que no conciernen a la ley de cualquier sociedad establecida desde hace tiempo. En líneas principales, todos respetaban la ley porque confiaban en su valor social como guía de conducta. Pero si la ley le parecía a alguien inadecuada la quebrantaba sin titubeos. Su conducta podía ofender o molestar o aun causar algún serio inconveniente al prójimo. Éste no dejaba de protestar vigorosamente. Pero nunca se obligaba a nadie. Si los interesados no lograban persuadir al presunto culpable de que su conducta era socialmente perjudicial, el caso podía ser tratado por un tribunal de arbitraje, apoyado éste por el prestigio del gobierno mundial. Si la decisión condenaba al acusado, y éste persistía aún en su conducta ilegal, nadie se lo impedía. Pero era tal la fuerza de la censura pública y del ostracismo social que era raro que alguien no acatara la decisión de la corte. La terrible impresión de aislamiento era tan eficaz como la prueba del fuego para quien había quebrado la ley. Sí sus motivos tenían una base ruin el proscrito tarde o temprano se derrumbaba. Pero si su caso no había sido bien interpretado, o si su conducta nacía de una intuición de los valores que sus semejantes no eran capaces de alcanzar, la criatura insistía hasta ganar el favor del público.
Menciono estas curiosidades sociales sólo para ilustrar de algún modo la enorme diferencia que separa al espíritu de estos mundos de utopías y el que conocen los lectores de este libro. Puede imaginarse fácilmente que encontramos en nuestros viajes una maravillosa diversidad de costumbres e instituciones, pero no debo detenerme a describir ni aun las más notables. Me contentaré con esbozar las actividades de los mundos despiertos típicos, de modo que pueda continuar mi historia no refiriéndome a mundos particulares sino a la Galaxia como un todo.
Cuando un mundo despierto, luego de pasar por una fase de reconstrucción social radical, llega a un nuevo equilibrio, entra también en un período de firme adelanto económico y cultural. La máquina, antes un tirano del cuerpo y el alma, y ahora un sirviente fiel, le asegura entonces a todo individuo una vida de una plenitud y una diversidad que nunca pudo imaginarse en la Tierra. Las radiocomunicaciones y los viajes en cohete permitían que cualquiera conociese íntimamente a todo el mundo. Las máquinas que ahorraban trabajo hacían más fácil la tarea de mantener la civilización; no había más labores que embrutecieran la mente, y todos los ciudadanos podían dedicar sus mejores energías a los servicios sociales que merecían la colaboración de una inteligencia adulta. Y los «servicios sociales» abarcaban un campo muy extenso. Hasta hacían posible que muchas vidas se dedicaran a actos estériles e irresponsables de autoexpresión. La comunidad podía permitirse este derroche, ya que en él aparecían a veces unas pocas y valiosas joyas de originalidad.
La fase estable y próspera de los mundos despiertos, que llamaremos la fase utópica, era probablemente la más feliz de todas las épocas en la vida de cualquier mundo. Podía sobrevenir entonces alguna tragedia, de una especie u otra, pero no había nunca desesperaciones fútiles que infectaran a todo un pueblo. Notamos, además, que si en las primeras épocas la tragedia había sido concebida en términos de dolor físico y muerte prematura, ahora se la consideraba como resultado de los anhelos mutuos y las incompatibilidades mutuas de distintas personalidades; en verdad, los desastres en su forma más cruda eran muy raros, y en cambio los contactos entre las personas eran mucho más sutiles y delicados. Una tragedia física generalizada, el sufrimiento y la aniquilación de poblaciones enteras, era algo totalmente desconocido, salvo en esos raros casos en que algún accidente astronómico, la pérdida de la atmósfera, la explosión de un planeta o la entrada del Sistema Solar en una nube de gas o polvo destruían toda una raza.
En esta fase feliz, que podía durar unos pocos siglos o muchos miles de años, el planeta dedicaba toda su energía a perfeccionar la comunidad mundial y elevar el nivel de la raza por medio de la cultura y la eugenesia.
De las tareas eugenésicas en estos mundos diré muy poco, pues mis explicaciones parecerían ininteligibles a quien no tuviera un minucioso conocimiento de la naturaleza biológica y bioquímica de cada uno de estos pueblos no humanos. Baste decir que la primera tarea de la eugenesia era prevenir la perpetuación de las enfermedades hereditarias y las malas conformaciones del cuerpo y de la mente. En los días anteriores al gran cambio psicológico aun esta modesta empresa había llevado a abusos serios. Los gobiernos intentaban destruir toda particularidad que les pareciera desagradable, como la independencia de carácter. Entusiastas ignorantes aconsejaban una interferencia torpe y errónea en la elección del compañero, o compañera. Pero en las épocas más ilustradas se reconocían pronto estos peligros y se los evitaba fácilmente. Aun así la labor de la eugenesia llevaba a veces al desastre. Vimos así cómo el intento de eliminar la susceptibilidad a una violenta enfermedad mental hacía descender a una espléndida raza de aves inteligentes hasta un nivel subhumano. La propensión a sufrir esta enfermedad estaba ligada genéticamente, de modo indirecto, con la posibilidad del desarrollo normal del cerebro en la quinta generación.
De las empresas eugenésicas positivas sólo necesito mencionar el mejoramiento del alcance y la finura de los sentidos (principalmente los de la vista y el tacto), la invención de sentidos nuevos, un mayor desarrollo de la memoria, de la inteligencia, y de la discriminación temporal. Estas razas llegaron a distinguir espacios de tiempo muy pequeños, y a la vez a extender la aprehensión temporal, de modo que eran capaces de vivir largos períodos como un «ahora».
Numerosos mundos dedicaron al principio mucha energía a esta especie particular de tareas eugenésicas, pero más tarde decidieron que aunque podían obtener así experiencias cada vez más ricas, había asuntos de mayor importancia. A medida que la vida se hacía más compleja se advirtió, por ejemplo, que era necesario retardar la madurez de la vida individual, y permitir así que las primeras experiencias se asimilaran de un modo más completo. «Antes que empiece la vida —decían—, debe haber toda una vida de infancia». Al mismo tiempo se trató de alargar el período de madurez tres o cuatro veces, y reducir la senilidad. En todos los mundos donde la ciencia de la eugenesia había alcanzado un notable desarrollo, tarde o temprano se discutía públicamente acerca de la duración ideal de la vida individual. Todos convenían en que la vida debía ser larga, pero mientras unos deseaban multiplicar su duración sólo tres o cuatro veces, otros insistían que sólo una vida que fuese cien veces más larga que lo normal podía permitir a la raza esa continuidad y profundidad de experiencia que todos consideraban deseables. Otros grupos preconizaban la inmortalidad, y una raza permanente de criaturas que no conociera la vejez. Se argüía que el obvio peligro de la rigidez mental y el de la interrupción de todo desarrollo podían evitarse manteniendo a la población inmortal en un estado fisiológico de permanente primera madurez.
Los diferentes mundos encontraron diferentes soluciones a este problema. Algunas razas asignaron al individuo un período que no superaba los trescientos años de nuestra Tierra. Otras le permitieron una vida de cincuenta mil años. Una raza de equinodermos decidió vivir en una inmortalidad potencial, pero dotándose a la vez de un ingenioso mecanismo psicológico. Si una criatura de muchos años empezaba a perder contacto con las cambiantes condiciones del mundo, no podía dejar de reconocerlo, y sentía la necesidad de practicar en sí mismo la eutanasia, cediendo alegremente su puesto a un sucesor de tipo más moderno.
Muchos otros triunfos de la experiencia eugenésica observamos a lo largo de estos mundos. El nivel general de la inteligencia se alzó por supuesto muy por encima del alcance del
Homo Sapiens
. Pero esa inteligencia que sólo puede alcanzarse en una comunidad psíquicamente unificada se desarrolló también en el plano más alto posible: la individualidad consciente de la totalidad de un mundo. Esto, por supuesto, sólo se lograba cuando la cohesión social de los individuos en el seno de la comunidad mundial era similar a la de los elementos del sistema nervioso, y si la telepatía había alcanzado, además, un desarrolló notable. Se requería, por otra parte, que la gran mayoría de los individuos tuviera una amplitud de conocimientos desconocida en la Tierra. Entre los poderes que podían adquirir estos mundos en el curso de la fase utópica el último y más difícil era el de la liberación física del tiempo y del espacio, el poder de observar directamente acontecimientos alejados de la ubicación espacio-temporal del observador, y aun intervenir en ellos. A través de nuestras exploraciones nos había sorprendido a menudo el hecho de que nosotros, en gran parte seres de muy humilde orden, fuéramos capaces de alcanzar esta libertad que tantos esfuerzos costaba a estos mundos desarrollados. Al fin conocimos la explicación. Nosotros solos nunca hubiéramos podido llevar a cabo semejante aventura. En nuestras exploraciones habíamos caído involuntariamente bajo la influencia de un sistema de mundos que habían aprendido a dominar esta libertad luego de eones de investigación. No hubiéramos podido dar un sólo paso sin el constante auxilio de aquellos brillantes ictioideos y aracnoides simbióticos que desempeñaban un papel tan importante en la historia de la Galaxia. Ellos habían dirigido toda nuestra aventura, para que nosotros pudiéramos relatar nuestras experiencias en nuestros primitivos mundos natales.
La liberación del espacio y del tiempo, el poder de emprender exploraciones cósmicas y de influir en otros seres por medio del contacto telepático, era a la vez la herramienta más potente y la más peligrosa de que disponían los mundos totalmente despiertos. El empleo insensato de esta herramienta había llevado a muchas gloriosas razas de mente única a un terrible desastre. A veces la mente mundial lanzada a la aventura era incapaz de mantener su equilibrio ante la miseria y la desesperación que la invadía telepáticamente desde todas las regiones de la Galaxia. A veces la mera dificultad de comprender las sutilezas que le eran reveladas provocaba una parálisis de la que no podía recobrarse. En otras ocasiones las aventuras telepáticas la fascinaban de tal modo que la mente perdía contacto con su planeta natal, y la comunidad mundial, privada de la mente comunal que le servía de guía era presa del desorden, iniciaba su decadencia, y la muerte alcanzaba a la misma mente exploradora.
D
e las ocupadas utopías que acabo de describir, unas pocas estaban ya establecidas aun antes que naciera la Otra Tierra, y algunas más florecieron antes que se formara nuestro planeta; pero muchos de estos mundos, entre los más importantes, pertenecen a un futuro para nosotros muy lejano, una edad muy posterior a la destrucción de la última raza humana. Las catástrofes entre estos mundos despiertos eran, por supuesto, más raras que entre los mundos inferiores menos competentes. En consecuencia, aunque ocurrían accidentes fatales en todas las épocas, el número de mundos despiertos de nuestra Galaxia era cada vez mayor a medida que pasaba el tiempo. Los nacimientos de planetas, debido al encuentro casual de astros maduros, no envejecidos aún, alcanzaron (o alcanzarán) un máximo nivel de frecuencia en épocas bastante tardías de la historia de nuestra Galaxia, y luego declinaron. Pero como el fluctuante progreso de un mundo que pasa de la mera animalidad a la madurez espiritual dura casi siempre varios miles de millones de años, el número máximo de habitantes en estos planetas utópicos y plenamente despiertos se presentaba muy tarde, cuando la Galaxia ya había dejado atrás físicamente la edad madura. Aunque ya en los primeros tiempos los pocos mundos despiertos lograron a veces ponerse en contacto unos con otros, ya fuese por viajes interestelares o por telepatía, las relaciones intermundanas llegaron a ocupar realmente la atención de esos mundos sólo en épocas tardías de la historia galáctica.