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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (17 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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En mundos tales la base orgánica de la inteligencia era a menudo una banda de criaturas aéreas, no mayores que gorriones. Una sola mente individual de nivel humano ocupaba toda una hueste de cuerpos individuales. El cuerpo de esta mente era pues múltiple, pero la mente misma era una unidad tan cerrada como la mente del hombre. Como los cardúmenes que giran y nadan velozmente en nuestros estuarios o remontan nuestros ríos, así sobre las aguas que inundaban las regiones cultivadas de esos mundos maniobraban animadas nubes de aves, y cada nube era un centro independiente de conciencia. En algún momento, como nuestras aves zancudas, esas avecillas descendían rápidamente, y la masa de la nube se reducía hasta transformarse en una delgada película que cubría el suelo, una suerte de precipitado a orillas de las aguas.

La vida en estos mundos estaba rítmicamente dividida por las mareas. Durante las mareas nocturnas las nubes-pájaros dormían en las olas. Durante las mareas diurnas se dedicaban a deportes aéreos y ejercicios religiosos. Pero dos veces por día, cuando las aguas se retiraban, cultivaban el fango, o realizaban en sus ciudades de células de cemento todas las operaciones de la industria y la cultura. Nos interesó mucho observar que ingeniosamente, antes que la marea volviera, todos los instrumentos de la civilización eran protegidos de la acción de las aguas.

Supusimos al principio que la unidad mental de estas pequeñas aves era de tipo telepático, pero no ocurría así. Se basaba en la unidad de un complejo campo electromagnético, y unas ondas de «radio» penetraban todo el campo. Esas ondas, transmitidas y recibidas por todos los individuos, correspondían a la corriente nerviosa de orden químico que mantiene la unidad del sistema nervioso humano. Todos los cerebros reverberaban con los ritmos etéreos de su ambiente, y todos contribuían con su propio tema peculiar a la compleja estructura. Mientras el volumen de la bandada no excediera de los dos kilómetros cúbicos, los individuos se mantenían mentalmente unidos, y cada uno era como un centro especializado del «cerebro» común. Pero si alguno era separado de la bandada, como ocurría a menudo con el tiempo tormentoso, perdía el contacto mental con los otros y se transformaba en una mente aislada de muy bajo nivel. En realidad degeneraba hasta ser un simple animal guiado sólo por el instinto o un sistema de reflejos que lo impulsaban a recobrar el contacto con la bandada.

Puede imaginarse fácilmente que la vida mental de estos seres compuestos era muy distinta de todo lo que habíamos conocido hasta entonces. Distinta y, sin embargo, similar. Como el hombre, la nube-ave conocía la ira y el miedo, el hambre y el apetito sexual, el amor personal y todas las pasiones del rebaño; pero el medio de estas experiencias se parecía tan poco a todo lo que habíamos visto que nos costó reconocerlas.

El sexo, por ejemplo, era algo muy sorprendente. Todas las nubes eran bisexuales, con algunos centenares de individuos machos y hembras, indiferentes entre sí, pero muy sensibles a la presencia de las otras nubes-aves. Descubrimos que esos seres curiosamente múltiples sentían el deleite y la turbación del contacto corporal no sólo en el acto sexual mismo de los miembros especializados, sino también, con la más exquisita sutileza, en la interfusión de dos nubes volantes, durante la gimnasia del cortejamiento aéreo.

Más importante para nosotros que esta superficial similitud era la esencial paridad del nivel mental. Ciertamente, no hubiéramos llegado a ese mundo si no hubiese sido por la similitud que había entre la etapa evolutiva de las nubes-aves y la que conocíamos tan bien en nuestros propios mundos. Pues cada una de estas móviles nubes mentales de avecillas era en realidad aproximadamente un individuo de nuestro propio orden espiritual, a veces una bestia y a veces un ángel, capaz de los éxtasis del amor y el odio hacia otras nubes-aves, capaz de sabiduría y locura, y de toda la gama de las pasiones humanas, desde la más sucia de las bajezas hasta el éxtasis contemplativo.

Indagando como mejor podíamos más allá de esa formal similitud de espíritu que nos había acercado a las nubes-aves, descubrimos dolorosamente cómo ver con un millón de ojos a la vez, cómo sentir la textura de la atmósfera con un millón de alas. Aprendimos a interpretar las imágenes compuestas de los pantanos y marismas y las grandes regiones agrícolas que la marea irrigaba dos veces por día. Admiramos las grandes turbinas accionadas por las mareas y el sistema del transporte eléctrico. Descubrimos que los bosques de grandes mástiles y minaretes de cemento, y las plataformas elevadas, construidas en las áreas de mareas más bajas, eran sitios donde se atendía a los más jóvenes hasta que aprendían a volar.

Poco a poco aprendimos a entender de algún modo el extraño pensamiento de aquellos raros seres, tan diferente del nuestro en sus particularidades, y, sin embargo, tan parecido en sus generalizaciones y en su significado. El tiempo apremia, y ni siquiera debo intentar esbozar la inmensa complejidad de los más desarrollados de estos mundos. Hay tanto que contar aún. Solo diré que la individualidad, muy precaria en estas nubes-aves, era mejor estimada y valorada que entre nosotros. El peligro que amenazaba constantemente a estas nubes-pájaros era el de la desintegración moral y física. Por este motivo el ideal de un yo coherente era muy notable en todas sus culturas. Además, el peligro de que el yo de una nube-ave fuese invadido y violado por sus prójimos, así como una estación de radio puede ser interferida por otra, obligaba a estas criaturas a cuidarse más que nosotros de las tentaciones del rebaño, de la pérdida del yo individual en la multitud de las nubes. Pero también, como este peligro era mantenido eficazmente a distancia, el ideal de una comunidad mundial se desarrolló entre estos seres sin ninguna lucha a muerte con la tribu mística, lucha que nosotros conocemos demasiado bien. La lucha se desarrollaba aquí entre el individualismo y los ideales paralelos de la comunidad mundial y la mente mundial.

En el tiempo de nuestra visita ya asomaba este conflicto entre los dos partidos, en todas las regiones del planeta. Los individualistas eran más fuertes en un hemisferio, donde perseguían a todos los defensores del ideal de la mente mundial, y unían sus fuerzas para atacar a la otra parte del mundo. Aquí dominaba el Partido de la Mente Mundial, no por medio de las armas sino por lo que podría llamarse un bombardeo de ondas de radio. Las ondas etéreas que emitía el Partido se imponían a todos los recalcitrantes. El radio-bombardeo desintegraba mentalmente a los rebeldes o los absorbía intactos en el sistema de radio de la comunidad.

La guerra que siguió luego nos pareció asombrosa. Los individualistas usaban artillería y gas venenoso. El Partido de la Mente Mundial no empleaba tanto las armas como la radio, que ellos, pero no sus enemigos, podían manejar con efecto irresistible. Tanto se aumentó el poder del sistema de radio, y tanto se lo adaptó a la receptividad fisiológica de las unidades aéreas, que los individualistas no tuvieron tiempo de causar muchos daños. Pronto se descubrieron sumergidos, por así decir, en un abrumador torrente de estímulos radiales. Los cuerpos compuestos de las unidades aéreas fueron destruidos (si se habían especializado para la guerra) o reorganizados en nuevas nubes, leales a la mente mundial.

Poco después de la derrota de los individualistas perdimos contacto con esta raza. Las experiencias y los problemas sociales de la joven mente mundial nos eran incomprensibles. No volvimos a encontrarlos hasta una etapa muy posterior de nuestra aventura.

Otros mundos habitados por nubes-aves fueron menos afortunados. La vida de casi todos, por una causa u otra, terminó con una catástrofe. En muchos las tensiones del industrialismo o de la inquietud social desencadenaron una plaga de demencia, o causaron la desintegración de los individuos en bandadas de animales guiados sólo por reflejos. Estas miserables criaturas, que no eran capaces de una conducta independiente e inteligente, fueron diezmadas por las fuerzas naturales o las bestias de presa. Al fin la escena pareció preparada para que algún gusano o ameba inaugurara otra vez la gran aventura de la evolución biológica hacia la meta de un plano humano.

En el curso de nuestra exploración llegamos a conocer otros tipos de individuos compuestos. Descubrimos, por ejemplo, que algunos planetas grandes y secos estaban habitados por criaturas parecidas a insectos, cuyos enjambres o nidos eran el cuerpo múltiple de una sola mente. Estos planetas eran tan grandes que ningún organismo que viviera en la superficie podía ser mayor que un escarabajo, y ningún organismo aéreo mayor que una hormiga. En los enjambres inteligentes que ocupaban en estos mundos el puesto del hombre, los cerebros microscópicos de las criaturas parecidas a insectos cumplían funciones microscópicas y especializadas dentro del grupo, del mismo modo que los miembros de un hormiguero cumplen funciones especiales: el trabajo, la guerra, la reproducción. Todos los individuos eran móviles, pero cada una de las clases desempeñaba un papel «neurológico» en la vida de la totalidad. Actuaba en verdad como si fuese un tipo especial de células en un sistema nervioso.

En estos mundos, como en los mundos de las nubes-aves, tuvimos que adaptarnos a la conciencia unificada de los grandes enjambres. Con innumerables patas nos arrastrábamos a lo largo de liliputienses pasajes de cemento; con innumerables antenas manipulatorias participábamos de oscuras operaciones industriales y agrícolas, o en la navegación de barcos de juguete por los canales y lagos de aquellos mundos chatos. A través de innumerables ojos multifacéticos cuidábamos las plantaciones de musgo o estudiábamos las estrellas con telescopios y electroscopios minúsculos.

La vida de estos enjambres inteligentes estaba tan perfectamente organizada que toda la rutina de los trabajos industriales y agrícolas había llegado a ser inconsciente, desde el punto de vista de la mente del enjambre, como los procesos digestivos en un ser humano. Las pequeñas unidades insectoideas cumplían estas operaciones conscientemente, aunque sin entender su significado; pero la mente del enjambre no era capaz de dirigirlas. Esta mente atendía sólo a las actividades que exigían un dominio consciente unificado, como inventos teóricos y prácticos de toda especie e investigaciones mentales y físicas.

En la época en que visitamos el más sorprendente de estos mundos de insectos la población estaba organizada en grandes naciones de enjambres. Todo enjambre individual tenía su propio nido, su ciudad liliputiense, de una superficie de algo más de un kilómetro cuadrado, y con celdas subterráneas, cámaras y pasajes de medio metro de profundidad. Los alrededores se dedicaban al cultivo de unas plantas musgosas. A medida que el enjambre crecía se fundaban nuevas colonias fuera del radio que dominaba el enjambre padre. Así aparecían nuevos grupos individuales. Pero ni en esta raza, ni en la raza de las nubes-aves había nada que correspondiese a nuestras generaciones sucesivas de mentes independientes. En el interior del grupo mental las unidades insectoideas morían y eran reemplazadas por nuevas unidades, pero la mente del grupo era potencialmente inmortal. Las unidades se sucedían unas a otras; el grupo persistía. Su memoria alcanzaba el lejano pasado de innumerables generaciones de unidades, aunque era cada vez más débil a medida que retrocedía hasta perderse en los tiempos arcaicos donde lo «humano» emergía de lo «subhumano». De este modo los enjambres civilizados tenían vagos y fragmentarios recuerdos de todos los períodos históricos.

La civilización había transformado los viejos y desordenados habitáculos en ciudades subterráneas cuidadosamente planeadas; había cambiado los viejos canales de irrigación en una extensa red de canales que comunicaban entre sí los distritos; había introducido la energía mecánica, basada en la combustión de materias vegetales; había fundido metales extraídos de afloramientos y depósitos aluviales; había producido las maquinarias extraordinariamente pequeñas, casi microscópicas que tanto habían mejorado la comodidad y la salud de las regiones más adelantadas; había producido asimismo miríadas de minúsculos vehículos, que correspondían a nuestros tractores, trenes, barcos; había creado diferencias de clase entre los grupos individuales que se habían detenido en un estado agrícola, aquéllos que eran principalmente industriales, y los que se habían especializado en la inteligente coordinación de las actividades de la región. Estos últimos se convirtieron con el tiempo en los tiranos burocráticos de aquel mundo.

Debido al gran tamaño del planeta y las dificultades que tenían los viajes largos para criaturas tan pequeñas como las unidades insectoideas, las civilizaciones de ese mundo se habían desarrollado independientemente en una veintena de regiones aisladas, y cuando al fin se pusieron en contacto, muchas de esas civilizaciones ya se habían desarrollado industrialmente y estaban equipadas con las armas más «modernas». El lector puede imaginar fácilmente qué ocurrió cuando razas que en la mayoría de los casos pertenecían a distintas especies biológicas y, además, con costumbres, pensamientos e ideales totalmente extraños, se encontraron de pronto. Sería fatigoso describir las insensatas guerras que siguieron entonces. Pero es interesante notar que nosotros, los visitantes telepáticos de regiones remotas en el espacio y en el tiempo, pudiéramos comunicarnos con estas huestes guerreras más fácilmente que ellas entre sí. Y merced a este poder logramos desempeñar un papel muy importante en la historia del planeta. En verdad es probable que nuestra intervención salvara a estas razas de la destrucción mutua. Ocupando algunas mentes «claves» de los bandos en conflicto, logramos pacientemente que nuestros huéspedes tuvieran alguna comprensión de la mentalidad del enemigo. Y como cada una de estas razas había superado ya el nivel social conocido en la Tierra, y como en relación con la vida de su propia raza una mente enjambre era capaz de vivir una verdadera comunidad, la comprensión del enemigo como un ser que no era un monstruo sino especialmente humano bastó para destruir el deseo de luchar.

Las mentes «claves» de cada bando, iluminadas por «mensajeros divinos», predicaron heroicamente la paz. Y aunque muchas de ellas conocieron el martirio, la causa que defendían triunfó al fin. Las razas solucionaron sus conflictos, salvo dos pueblos notablemente atrasados culturalmente, a los que no pudimos persuadir. Y como estaban muy preparados para la guerra, eran una seria amenaza. Consideraban el nuevo espíritu de paz como mera debilidad de parte del enemigo, y estaban determinados a aprovecharlo, y a conquistar el resto del mundo.

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