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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (23 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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Fuimos testigos de muchas defensas desesperadas; mundos que se encontraban aún en el nivel más bajo del
Homo Sapiens
y que luchaban contra una raza de enloquecidos superhombres, armados no sólo con el invencible poder de la energía subatómica sino también con una inteligencia, un conocimiento y una devoción abrumadoramente superiores y, además, con la inmensa ventaja de contar con una mente unificada de la que participaban todos los individuos. Aunque habíamos llegado a apreciar sobre todas las cosas el progreso de la mentalidad, y nuestros prejuicios nos inclinaban a favorecer a los invasores, más despiertos aunque pervertidos, nuestras simpatías pronto se dividieron. Al fin nos pusimos decididamente del lado de los nativos, con toda su bárbara cultura. Pues a pesar de su estupidez, su ignorancia y superstición, sus interminables conflictos internos, su embotamiento y su tosquedad espirituales, reconocíamos en ellos un poder que los otros habían olvidado, una sabiduría ingenua pero equilibrada, una astucia animal, una fecundidad espiritual. Los invasores, por otra parte, aunque brillantes eran realmente pervertidos. Poco a poco el conflicto se nos apareció como una lucha entre una criatura indómita y un maniaco religioso armado.

Cuando los invasores concluían la explotación de todos los mundos de un sistema planetario, resucitaba en ellos la necesidad de hacer nuevos prosélitos. Persuadiéndose a sí mismos de que tenían el deber de llevar su imperio religioso a toda la Galaxia, separaban un par de planetas y los lanzaban al espacio con una tripulación de pioneros. O desarticulaban la totalidad del sistema planetario y lo desparramaban alrededor con celo mesiánico. Ocasionalmente el viaje los ponía en contacto con otra raza de locos superiores. Seguía entonces una guerra donde era exterminado uno de los bandos, posiblemente los dos.

A veces los aventureros llegaban a mundos de su mismo nivel que no habían sucumbido a la manía del imperio religioso. Los nativos, que en un principio habían recibido cortésmente a los invasores, comprendían al fin que estaban tratando con una banda de lunáticos. Ellos mismos preparaban rápidamente su civilización para la guerra. El resultado dependía de la superioridad de las armas y la habilidad militar; pero si el conflicto era largo y duro, los nativos, aun victoriosos, quedaban tan estropeados mentalmente que nunca recobraban la razón.

Los mundos que sufrían la manía del imperialismo religioso emprendían los viajes interestelares mucho antes de que fuesen para ellos una necesidad económica. Los mundos espirituales más sanos, por otra parte, descubrían a menudo que el mayor desarrollo material y el crecimiento de la población eran innecesarios para el ejercicio de las más sutiles de sus capacidades. Se contentaban así con permanecer en sus sistemas planetarios nativos, en una fase de estabilidad social y económica, dedicando lo mejor de su inteligencia práctica a la exploración telepática del Universo. Las comunicaciones telepáticas entre los mundos se estaban haciendo más precisas y seguras. La Galaxia había salido del estado primitivo donde cualquier mundo podía vivir en soledad desarrollándose en un espléndido aislamiento. En verdad, así como en la experiencia del
Homo Sapiens
la Tierra está ahora «reduciéndose» a las dimensiones de un país, así en este crítico período de la vida de nuestra Galaxia, toda la Galaxia estaba «reduciéndose» a las dimensiones de un mundo. Los mundos del espíritu que habían tenido más éxito en la exploración telepática habían levantado ya por este entonces un «mapa mental» de toda la Galaxia, aunque había aún un cierto número de mundos excéntricos con los que no había podido establecerse un contacto permanente. Había asimismo algunos mundos adelantados que misteriosamente se habían «ido» de las comunicaciones telepáticas. De éstos hablaré más adelante.

La habilidad telepática de los mundos y sistemas enloquecidos se había reducido ya mucho por este entonces. Aunque a menudo los mundos superiores del espíritu los observaban telepáticamente, ellos por su parte se sentían tan satisfechos consigo mismos que no se interesaban en explorar la vida mental de la Galaxia. Los viajes físicos y el sagrado poder imperial eran para ellos medios suficientes de comunicación con el universo de alrededor.

Pasó el tiempo y aparecieron grandes imperios rivales de los mundos enloquecidos; todos proclamaban ser los mensajeros de una divina misión: unificar y despertar la totalidad de la Galaxia. Poco había que elegir entre las ideologías de estos imperios; sin embargo, cada uno de ellos se oponía al otro con un fervor religioso. Los imperios germinaban en regiones muy apartadas y poco les costaba dominar los mundos subutópicos cercanos. Así iban extendiéndose de un sistema planetario a otro, hasta que al fin un imperio se ponía en contacto con otro imperio.

Seguían entonces guerras como no habían ocurrido nunca en nuestra Galaxia. Flotas de mundos, naturales y artificiales, maniobraban entre las estrellas para sorprenderse mutuamente, y se destruían unas a otras con ondas de energía subatómica de largo alcance. El huracán de la guerra barría un extremo y otro del espacio, aniquilando sistemas planetarios enteros. Muchos mundos del espíritu encontraron también un fin repentino. Muchos mundos inferiores que no participaban de la lucha cayeron en la guerra celestial que bramaba alrededor.

Sin embargo, tan vasta es la Galaxia, que estas guerras intermundanas, terribles como eran, no pudieron ser consideradas en un principio sino como raros incidentes, meros episodios desafortunados en la marcha triunfal de la civilización. Pero la enfermedad se extendió. Un número cada vez mayor de mundos cuerdos, atacados por los imperios enloquecidos, se reorganizó para defenderse. Pensaban justamente que una situación semejante no podía ser enfrentada sólo con la no violencia; pues el enemigo, muy poco semejante a cualquier grupo de seres humanos, estaba tan desprovisto de toda «humanidad» que no era capaz de ninguna simpatía. Pero esos mundos se equivocaban al suponer que podían salvarse con las armas. Aunque en la guerra que seguían triunfasen al fin los defensores, la lucha era generalmente tan larga y devastadora que el espíritu de los mundos victoriosos quedaba irreparablemente dañado.

En una fase posterior y quizá más terrible de la vida de la Galaxia tuve que recordar obligadamente el estado de aturdimiento y de ansiedad que yo había conocido en la Tierra. Poco a poco toda la Galaxia, de noventa mil años luz de diámetro, con más de treinta mil millones de estrellas, y (en esta época) con más de cien mil sistemas planetarios y miles de razas inteligentes, fue paralizada por el miedo a la guerra, y torturada periódicamente por nuevos conflictos.

En un aspecto, sin embargo, el estado de la Galaxia era mucho más desesperado que el estado actual de nuestro pequeño mundo. Ninguna de nuestras naciones es un superindividuo despierto. Aun esos pueblos que sufren la manía del glorioso rebaño están compuestos por individuos cuerdos en su vida privada. Un cambio de fortuna quizá lleve a esas gentes a un estado de ánimo más razonable. O una propaganda hábil en favor de la unidad de los hombres puede devolverlos a la razón. Pero en esta sórdida edad de nuestra Galaxia la locura que dominaba a algunos mundos alcanzaba a las raíces mismas del ser. Cada uno de ellos era un superindividuo con una constitución física y mental, incluyendo las unidades corporales y mentales de sus miembros, totalmente organizada para un insano propósito. No parecía haber más posibilidad de convencer a las tercas criaturas de que se rebelaran contra la sagrada y maniaca misión de la raza que de persuadir a las células cerebrales de un demente acerca de la conveniencia de una actitud razonable.

Quien vivía en aquellos días en uno de los mundos cuerdos y despiertos —aunque no del orden más alto, de más elevado conocimiento— sentía (o sentiría) necesariamente que la situación de la Galaxia era desesperada. Estos mundos cuerdos comunes se habían organizado en una liga para resistirse a la agresión; pero menos desarrollados militarmente que los mundos enloquecidos, y menos inclinados a someter a los individuos al despotismo militar, se encontraban en una situación desventajosa.

Además, el enemigo estaba ahora unido, pues un imperio había dominado completamente a los otros, y había comunicado a los mundos enloquecidos una idéntica pasión por el imperialismo religioso. Aunque estos «Imperios unidos» incluían sólo una minoría de los mundos de la Galaxia, los mundos cuerdos no podían esperar una rápida victoria, pues estaban desunidos y no conocían las técnicas de la guerra. Mientras tanto el conflicto minaba la vida mental de los miembros de la Liga. Las urgencias y horrores estaban borrando de sus mentes las capacidades más delicadas, más desarrolladas. Los mundos cuerdos eran cada vez menos capaces de intercambios personales y aventuras culturales, todas esas actividades que hasta entonces habían sido para ellos la verdadera vida.

La gran mayoría de los mundos de la Liga, atrapados, y aparentemente sin esperanzas de escapar, llegaron a la desesperada creencia de que el espíritu que ellos habían concebido como divino, el espíritu que anhela comunidad verdadera y despertar verdadero, no estaba al fin y al cabo destinado a triunfar, y no era por lo tanto el espíritu esencial del cosmos. El ciego azar, se dijo, gobernaba todas las cosas; o quizá una inteligencia diabólica. Algunos llegaron a imaginar que el Hacedor de Estrellas había creado para satisfacer el placer de destruir. Abrumados por esta terrible suposición, ellos mismos iniciaron el camino a la locura. Imaginaron con horror que el enemigo era ciertamente, como él proclamaba, el instrumento de la cólera divina, un instrumento que venía a castigar el impío deseo de transformar toda la Galaxia, todo el cosmos, en un paraíso de seres generosos y totalmente despiertos. Influidos por esta impresión creciente de poder satánico definitivo, y por la duda aún más devastadora de la rectitud de sus propios ideales, los miembros de la Liga cayeron en la desesperación. Algunos se rindieron al enemigo. Otros sucumbieron a las luchas internas, perdiendo la unidad mental. Parecería que la guerra de los mundos concluiría realmente con la victoria de los locos. Y así hubiera ocurrido sin duda si no hubiese intervenido aquel brillante y remoto sistema de mundos que, como dijimos antes, se había retirado de la comunicación telepática con el resto de la Galaxia. Era éste el sistema de mundos que había sido fundado en la primavera de la Galaxia por los ictioideos y aracnoides simbióticos.

3. Crisis en la historia de la Galaxia

D
urante este período de expansión imperial unos pocos sistemas mundiales de muy alto orden, aunque menos despiertos que los simbióticos de la subgalaxia, habían observado telepáticamente los acontecimientos. Habían visto cómo las fronteras imperiales se acercaban inexorablemente, y sabían que ellos mismos serían alcanzados muy pronto. Tenían conocimientos y fuerzas suficientes para derrotar al enemigo en una guerra; recibían desesperados pedidos de auxilio; sin embargo, no hacían nada. Eran mundos que estaban organizados totalmente para la paz y las actividades propias de colectividades despiertas. Sabían que si se decidían a transformar su propia estructura social y a reorientar sus mentes podían asegurarse la victoria militar. Sabían también que de este modo salvarían a muchos mundos de la conquista, la opresión y la posible destrucción de todo lo que en ellos había de bueno. Pero sabían también que si se organizaban a sí mismos para librar una guerra desesperada, si abandonaban durante toda una edad de luchas las actividades que les eran propias, destruirían lo mejor de ellos mismos, más seguramente que la opresión del enemigo, y que con esa destrucción matarían lo que según ellos era el germen más vital de la Galaxia. Evitaron por lo tanto toda acción militar.

Cuando al fin una horda de fanáticos religiosos llegó a uno de estos desarrollados sistemas de mundos, los nativos dieron la bienvenida a los invasores, reajustaron todas sus órbitas planetarias para acomodarlas a los nuevos planetas, invitaron a la potencia extranjera a instalar parte de su población en los planetas del sistema de clima más adecuado, y secretamente, gradualmente, sometieron a toda la raza enloquecida a un tratamiento de hipnotismo telepático tan potente que desintegró aquella mente comunal. Los invasores se convirtieron en meros individuos incoordinados, como los que conocemos en la Tierra. De ahí en adelante fueron criaturas perplejas, ciegas, atormentadas por conflictos, nunca regidas por propósitos supremos, obsesionadas más por sí mismas que por la comunidad. Se había esperado que cuando la mente comunal hubiese sido abolida, los individuos de la raza invasora podrían ser pronto inducidos a abrir los ojos y el corazón a más nobles ideales. Lamentablemente, la habilidad telepática de la raza superior no era suficiente para alcanzar las muy sumergidas crisálidas del espíritu de aquellos seres, y proporcionarles aire, calor y luz. La naturaleza individual de estos desamparados individuos era en sí misma producto de un mundo loco, e incapaz por lo tanto de salvación, incapaz de una sana comunidad. Fueron entonces segregados para que cumplieran su propio miserable destino en eras de conflictos tribales y declinación cultural, un destino que concluía inevitablemente en la extinción que espera a las criaturas incapaces de adaptarse a nuevas circunstancias.

Muchas expediciones invasoras cayeron en este lazo, y en los mundos de los enloquecidos Imperios Unidos nació entonces la tradición de que ciertos mundos aparentemente pacíficos eran en verdad más peligrosos que todos los otros enemigos, pues evidentemente tenían el raro poder de «envenenar el alma». Los imperialistas decidieron aniquilar a estos terribles oponentes. Se ordenó a las fuerzas atacantes evitar todo parlamento telepático y que destruyeran al enemigo desde lejos. El método más conveniente, se descubrió, era el de hacer estallar el sol del sistema condenado. Estimulados por un rayo poderoso, los átomos de la fotosfera empezaban a desintegrarse, y la furia creciente pronto llevaba la estrella al estado de «nova», incendiando todos los planetas.

Nos tocó ser testigos de la calma extraordinaria, y hasta de la exaltación y la alegría con que estos mundos aceptaron la posibilidad de ser aniquilados. Más tarde asistiríamos a los raros acontecimientos que salvarían a esta Galaxia nuestra del desastre. Pero primero fue la tragedia.

Desde nuestros puntos de observación en las mentes de los atacantes y de los atacados, observamos no una sino tres veces cómo razas pervertidas de muy alto nivel mental destruían a las razas más nobles que hubiésemos conocido hasta entonces. Tres mundos, o sistemas de mundos formados por muy distintas razas especializadas, desaparecieron totalmente. Desde estos sentenciados planetas vimos cómo el Sol crecía en una gradual erupción tumultuosa. Sentimos en los cuerpos de nuestros huéspedes cómo subía rápidamente la temperatura, y vimos por sus ojos la luz enceguecedora, la vegetación que se marchitaba, los mares humeantes. Sentimos y oímos los furiosos huracanes que derribaban todas las construcciones y arrastraban con ellos las ruinas. Con angustia y asombro experimentamos algo de aquella exaltación y paz interior con que las sentenciadas poblaciones angélicas recibían el fin. En verdad fue esta angélica exaltación, experimentada en una hora de tragedia, lo que nos dio la primera visión interior de la actitud más espiritual ante el destino. La pura agonía corporal del desastre pronto se nos hizo intolerable, de modo que tuvimos que retirarnos de esos mundos martirizados. Dejamos así aquellas poblaciones condenadas, esos mundos que aceptaban no sólo esa tortura física sino también la aniquilación de todas las gloriosas comunidades y sus infinitas esperanzas, que aceptaban esta amargura como si no fuese letal sino un elixir de inmortalidad. Sólo cerca del fin de nuestra propia aventura alcanzamos a vislumbrar todo el significado de este éxtasis.

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