Las luces que enmarcaban la pista de despegue estaban encendidas, pero sólo se veían las primeras. La visibilidad no era superior a los cincuenta metros. Se abrió la puerta que tenían detrás y Steiner asomó la cabeza en la cabina.
—¿Está todo amarrado allá atrás? —preguntó Gericke. —Todos y todo. Estamos listos. Te esperamos a ti.
—Bien, no quiero parecer alarmista, pero debes saber que puede ocurrir cualquier cosa y muy probablemente será así.
Aumentó las revoluciones de los motores y Steiner sonrió, gritándole para hacerse oír sobre el rugido de la máquina:
—Tenemos completa confianza en ti.
Cerró la puerta y se retiró. Gericke aumentó la potencia de inmediato e hizo avanzar al Dakota. Sumergirse en esa pared gris era probablemente lo más terrorífico que había hecho en toda la vida.
Necesitaba correr varios cientos de metros a más de 150 km por hora antes de poder despegar.
«Dios mío —pensó—. ¿Llegó la hora? ¿Llegó finalmente la hora?»
A medida que aumentaba la potencia, las vibraciones parecían insoportables. Se levantó la cola apenas impulsó adelante la palanca.
Bastó un toque. Giró levemente a estribor, para aprovechar mejor el leve viento y en seguida corrigió más aún el rumbo.
El rugido de la máquina parecía llenar la noche. A los ochenta kilómetros por hora soltó un poco la palanca, pero la retuvo firme.
Poco después, apenas tuvo esa sensación que tan bien conocía y era producto de la experiencia de varios miles de horas de vuelo, como un sexto sentido que le anunciaba el momento exacto, tiró hacia atrás la palanca.
—¡Ahora! —gritó.
Bohmler, que estaba esperando en tensión, con la mano sobre la palanca para alzar el tren de aterrizaje, respondió con precisión y levantó las ruedas. Estaban volando. Gericke continuó en línea recta atravesando la pared de color gris. No quiso sacrificar potencia en beneficio de mayor altura, y mantuvo la palanca en posición hasta el último momento. La enderezó. A los trescientos metros salieron de la niebla y giró hacia la derecha, al mar.
Fuera del hangar, Max Radl, sentado en el vehículo de campaña, con la vista clavada en la niebla, tenía una cierta expresión de alarma en el rostro.
—¡Gran Dios de los cielos! —exclamó en un susurro—. ¡Lo consiguió!
Se quedó sentado un momento más, escuchando el sonido de los motores, que se desvanecía en la noche, y luego hizo un gesto a Witt que estaba al volante.
—Vuelva a la granja lo más rápido que pueda, sargento; tenga mucho trabajo.
Dentro del Dakota se mantenía la tensión. Al principio no se notaba. Conversaban en voz baja con toda la calma de los veteranos que han realizado ese tipo de trabajos tantas veces que se les ha convertido en una segunda naturaleza. A nadie se le había permitido llevar cigarrillos alemanes ni franceses. Ritter Neumann y Steiner les repartieron uno a cada uno.
—Es un gran piloto el
Hauptmann.
Un verdadero as. Despegó perfectamente a pesar de la niebla —dijo Altmann.
Steiner se volvió a mirar a Preston, que estaba sentado al final la fila.
—¿Un cigarrillo, teniente? —le dijo en inglés.
—Muchas gracias, señor, creo que me vendrá bien.
Preston le contestó con una hermosa y bien timbrada voz, como si volviera a actuar en el escenario.
—¿Cómo se siente? —preguntó Steiner en voz baja.
—Perfectamente, señor —respondió Preston, con calma—. No veo el momento de que empiece la operación en tierra.
Steiner le dejó sentado y volvió a la cabina de mando, donde encontró a Gericke y Bohmler sirviéndose café de un termo. Volaban a poco más de seiscientos metros de altura. Las nubes permitían ver, de vez en cuando, las estrellas y una luna pálida y pequeña. Abajo, la niebla cubría el mar como el humo sobre un valle, una visión espectacular.
—¿Cómo vamos? —preguntó Steiner.
—Bien. Nos faltan otros treinta minutos. No hay mucho viento. Apenas será de unos cinco nudos.
Steiner movió la cabeza hacia la niebla de abajo.
—¿Qué te parece? ¿Se aclarará cuando bajemos?
—¿Cómo podemos saberlo? —le sonrió Gericke—. Quizá terminemos todos juntos en la playa.
En ese instante Bohmler se sobresaltó. Atendió, excitado al zumbido de su aparato Lichtenstein.
—Tengo algo, Peter.
Penetraron en una pequeña agrupación de nubes.
—¿Qué podrá ser? —preguntó Steiner.
—Seguramente un caza nocturno, que estará hoy en su elemento —dijo Gericke—. Pero roguemos que no sea uno de los nuestros. Nos haría pedazos.
Salieron de las nubes al cielo limpio y Bohmler golpeó en el hombro a Gericke.
—Viene a una velocidad infernal por estribor.
Steiner miró a un lado y al poco rato pudo ver perfectamente un avión de dos motores que se situaba a la misma altura del Dakota por estribor.
—Un Mosquito —dijo Gericke, y agregó—: ojalá sepa reconocer a un amigo cuando lo tiene cerca.
El Mosquito se mantuvo cerca unos pocos momentos, movió luego las alas y se alejó a gran velocidad desapareciendo entre las nubes.
—¿Te has fijado? —sonrió Gericke y miró a Steiner—. Todo lo que debes hacer es vivir correctamente. Mejor es que vuelvas con tus muchachos y te asegures de que están preparados. Si todo sigue bien de un momento a otro vamos a captar a Devlin por radio. Te avisaré en seguida. Ahora tenemos mucho que hacer aquí. Especialmente Bohmler.
Steiner regresó a la cabina principal y se sentó junto a Ritter Neumann.
—Ya falta poco —le dijo y le pasó un cigarrillo.
—Gracias —dijo Neumann—. Esto es lo que necesito.
Hacía mucho frío en la playa. La marea casi había terminado de bajar. Devlin caminaba continuamente para no enfriarse. Tenía el receptor en la mano derecha, con el canal abierto. Eran las 11.50.
Joanna Grey, que estaba bajo los árboles protegiéndose de la lluvia, se le acercó.
—Ya deben de estar muy cerca.
Como si se tratara de una respuesta directa, se oyó con toda claridad la voz de Gericke en el aparato.
—Habla el Águila. ¿Me escucha, Vagabundo?
Joanna Grey cogió del brazo a Devlin. Éste la apartó y habló.
—Fuerte y claro.
—Informe de las condiciones del nido, por favor.
—Poca visibilidad —dijo Devlin—. De ciento a ciento cincuenta metros. Poco viento.
—Gracias, Vagabundo. Estaremos ahí dentro de seis minutos aproximadamente.
Devlin le pasó el aparato a Joanna Grey.
—Manténgase atenta mientras sitúo las señales.
Tenía dentro del saco una docena de lámparas señalizadoras.
Corrió por la playa y las fue colocando a intervalos de doce metros, en una línea que seguía la dirección del viento. Las encendió todas.
Regresó atrás y se situó a unos veinte metros de distancia de la primera.
Volvió al lado de Joanna. Respiraba agitadamente. Sacó una gran linterna y se pasó una mano por la frente para secarse el sudor que empezaba a caerle por los ojos.
—Oh, esta condenada niebla —dijo ella—. No nos van a ver, estoy segura.
Era la primera vez que la veía desanimarse y le puso la mano en brazo.
—Tranquilícese, muchacha.
A lo lejos, débilmente, se empezó a oír el zumbido de un motor.
El Dakota volaba a trescientos metros y continuaba descendiendo entre la niebla. Gericke habló por encima del hombro.
—Sólo haré una pasada, así que salten bien.
—Así será —dijo Steiner.
—Que tengas suerte. Recuerda que tengo una botella de Don Perignon en Landsvoort. La tomaremos juntos el domingo.
Steiner le dio una palmada en el hombro y salió. Le hizo una seña a Ritter para que diera las órdenes. Todo el mundo se puso de pie y enganchó a la cuerda central. Brandt abrió la puerta. Mientras la niebla y el aire frío penetraban con cierta violencia, Steiner recorrió fila revisando los aprestos de cada uno de sus hombres.
Gericke bajó, bajó mucho, tanto que Bohmler alcanzaba a ver rompientes de las olas entre la niebla. Ante ellos sólo tenían niebla, oscuridad.
—¡Vamos! —susurraba Bohmler, golpeándose la rodilla con la mano—. ¡Aparezcan, condenación!
Como si un poder invisible hubiera querido intervenir, un súbito golpe de viento rasgó la cortina gris de niebla y dejó al descubierto las dos filas paralelas de lámparas de Devlin, claramente en la noche poco a estribor.
Gericke hizo una seña. Bohmler apretó el botón y la luz roja se encendió en la cabina central sobre la cabeza de Steiner.
—¡Listo! —gritó.
Gericke se inclinó a estribor, estabilizó el avión a mínima velocidad, y pasó sobre la playa a ciento veinte metros de altura. Se encendió la luz verde. Ritter Neumann saltó en la oscuridad. Le siguió Brandt y el resto de los hombres. Steiner sentía el viento en el rostro, olía el aire salino del mar y esperaba a que saltara Preston. El inglés se lanzó al espacio sin vacilar un segundo. Buen augurio.
Steiner tiró de su cuerda y se lanzó detrás.
Bohmler, que seguía atentamente todo por la puerta trasera de la cabina, tocó a Gericke en el brazo.
—Ya está, Peter. Voy a cerrar la puerta.
Gericke asintió y giró hacia el mar. No habían pasado cinco minutos citando Devlin volvió a hablar por el aparato. Su voz se escuchó claramente:
—Todos los aguiluchos están a salvo en el nido.
Gericke tomó el micrófono.
—Gracias, Vagabundo. Buena suerte.
—Transmite esto a Landsvoort inmediatamente —le dijo a Bohmler—. Radl debe llevar más de una hora subiéndose por las paredes.
En la Prinz Albrechtstrasse, Himmler estaba solo en su despacho trabajando a la luz de una pequeña lámpara. El fuego se apagaba, la habitación estaba más bien fría, pero no parecía advertir esos dos detalles y escribía sin detenerse. Golpearon discretamente a la puerta y entró Rossman.
—¿Qué pasa? —dijo Himmler y alzó la vista.
—Acabamos de recibir un mensaje de Landsvoort, de Radl,
herr Reichsführer
: «Ha llegado el águila».
El rostro de Himmler no manifestó emoción alguna.
—Gracias, Rossman —dijo—. Manténgame al tanto.
— Sí,
herr Reichsführer
.
Rossman se retiró y Himmler volvió a su trabajo. El único sonido en la habitación era el continuo rasgar de la pluma en el papel.
Devlin, Steiner y Joanna Grey estaban examinando un gran plano a escala de la zona.
—Mire aquí, detrás de Santa María —estaba diciendo Devlin—, la Hondonada de La Anciana. Pertenece a la iglesia y su establo está vacío.
—Se pueden trasladar allí mañana —dijo Joanna Grey—.
Hablen con el padre Vereker y le dicen que están efectuando unos ejercicios y quieren pasar la noche en el establo.
—¿Y están seguros de que aceptará? —le preguntó Steiner.
—Sin duda alguna —indicó Joanna Grey—. Eso sucede habitualmente. Los soldados aparecen en ejercicios o de camino y desaparecen al día siguiente. Nadie sabe quiénes son. Hace nueve meses tuvimos aquí una unidad checoslovaca y sus oficiales apenas si sabían un par de palabras en inglés.
—Y otra cosa. Vereker fue paracaidista en Túnez —agregó Devlin—, así que apenas vea las boinas rojas querrá ayudar en lo que pueda.
—Y hay todavía otro factor más a nuestro favor en lo que se refiere a Vereker —dijo Joanna Grey—. Sabe que el primer ministro pasará el fin de semana en Studley Grange y eso nos va a ayudar bastante, creo yo. Sir Henry se lo dijo el otro día en mi casa, después de haber bebido unas cuantas copas de más. Le pidió a Vereker, por supuesto, que mantuviera el secreto. No le dirá nada ni siquiera a su hermana hasta que Churchill se vaya.
—¿Y en qué puede beneficiamos eso? —preguntó Steiner.
—Muy simple —explicó Devlin—: le puede decir a Vereker que están aquí con sus hombres para realizar unos ejercicios o por cualquier otra razón que parezca plausible para cubrir las apariencias. Pero él sabe que Churchill vendrá de visita por aquí cerca y de incógnito. ¿Qué interpretación cree que va a dar al hecho de que aparezca en la zona una unidad de elite como la suya?
—Por supuesto —dijo Steiner—, pensará en razones de seguridad.
—Exactamente —asintió Joanna Grey—. Otro punto a favor nuestro. Mañana por la noche sir Henry dará una pequeña recepción en honor del primer ministro. —Sonrió y se corrigió en seguida—. Lo siento, me refiero a esta noche. A las 7.30. Y estoy invitada. Iré a presentar mis excusas. Le diré que me llamaron del Servicio de Voluntarias para un trabajo urgente. Ha sucedido otras veces, así que sir Henry y lady Willoughby lo comprenderán perfectamente. Eso significa que, si nos ponemos en contacto cerca de Grange, les podré dar una información muy precisa de la situación exacta.
—Excelente —dijo Steiner—. Todo parece más factible por momentos.
—Debo irme —dijo Joanna Grey.
Devlin le trajo el abrigo, Steiner lo cogió y le ayudó a ponérselo, amablemente.
—¿No corre ningún peligro conduciendo por el campo a estas horas de la madrugada?
—No, por Dios —sonrió Joanna Grey—. Soy miembro motorizado del Servicio de Voluntarias. Por eso tengo el privilegio de disponer de un vehículo para mí sola y eso me obliga a efectuar servicios de emergencia en el pueblo y sus alrededores. Muy a menudo he debido levantarme de madrugada a llevar gente al hospital. Mis vecinos están acostumbrados.
Se abrió la puerta y entró Ritter Neumann. Vestía uniforme de camuflaje y llevaba la insignia de las tropas aerotransportadas en la boina.
—¿Todo en orden? —preguntó Steiner.
—Todos están durmiendo. Sólo un problema: no hay cigarrillos.
—Por cierto, sabía que algo se me olvidaba. Los dejé en el coche —dijo Joanna Grey y salió fuera deprisa.
Regresó al cabo de un minuto y dejó dos cartones de Players en la mesa. Quinientos cigarrillos en cada cartón en paquetes de veinte.
—Madre Santísima —exclamó Devlin, emocionado—. ¿Han visto alguna vez algo igual? Esto es oro. ¿De dónde los sacó?
—Del almacén del Servicio de Voluntarias. Así que ahora he agregado el robo a mis realizaciones —sonrió—. Y les debo dejar, caballeros. Nos volveremos a ver mañana, por casualidad, por supuesto, cuando esté en el pueblo.
Steiner y Ritter Neumann la saludaron y Devlin la llevó al coche. Cuando regresó ya los dos alemanes habían abierto los cartones y estaban fumando.