—No te preocupes —dijo Molly y se acomodó encima, abriendo las piernas para quedar cabalgando sobre Devlin—. Vendré esta noche, te haré la comida y nos haremos una excelente hoguera sólo para nosotros dos.
—No, no vendrás —le dijo—. Porque no voy a estar aquí.
El rostro de la muchacha se ensombreció.
—¿Negocios?
—Ya sabes lo que me prometiste —le dijo y la besó suavemente.
—De acuerdo. Seré buena. Nos veremos mañana por la mañana.
—No, es casi seguro que no regresaré hasta mañana por la tarde. Mejor será que lo dejemos hasta que te vaya a buscar, ¿de acuerdo?
—Si tú lo dices —aceptó ella a regañadientes.
—Así es.
La besó. Afuera se oyó una bocina. Molly saltó a la ventana y volvió de prisa. Agarró de pasada sus pantalones.
—Dios mío, si es la señora Grey.
—Aquí sí que nos han pillado con los pantalones caídos —dijo Devlin, riendo.
Se puso un suéter y Molly cogió su impermeable.
—Me marcho. Hasta mañana, mi vida. ¿Me puedo llevar esto?
Me gustaría leer lo demás.
Le mostró el cuaderno.
—Por Dios, sin duda te gusta que te castiguen —afirmó Devlin.
Le besó con fuerza y Devlin la acompañó afuera, le abrió la puerta trasera y se quedó mirándola mientras corría por el cañaveral en dirección al dique, a sabiendas de que esto podía perfectamente ser el fin.
—Bueno —se dijo en voz baja—, quizá sea lo mejor para ella.
Volvió y fue a abrirle la puerta a Joanna Grey, que llevaba un buen rato golpeando. Joanna le miró, molesta, mientras Devlin se metía la camisa por dentro de los pantalones.
—Vi a Molly hace un segundo, por el camino del dique —le dijo y entró—. Debería darte vergüenza.
—Lo sé —contestó él mientras la seguía al salón—. Soy un tipo muy malo. Bueno, ya llega el gran día. Creo que eso merece un trago.
¿Me acompaña?
—Un dedo y nada más —dijo, muy seria.
Trajo una botella de Bushmills y dos vasos y sirvió un par de tragos.
—¡Arriba la República! Y las variedades irlandesa y sudafricana. ¿Qué novedades hay?
—Sintonicé la nueva longitud de onda anoche, tal como me ordenaron. Transmití directamente a Landsvoort. Radl está allí.
—¿Y sigue el mismo ritmo? ¿A pesar del mal tiempo?
Steiner y sus hombres estarán aquí a la una de la madrugada, aunque se nos venga el infierno encima.
A Joanna Grey le brillaban los ojos.
Steiner estaba hablando con sus hombres. Aparte de los que iban a saltar sólo estaba presente Radl. Había sido excluido incluso Gericke. Todos estaban de pie junto a la mesa de los mapas. La atmósfera se cargó de excitación apenas Steiner se separó de la ventana, donde había estado conversando en voz baja con Radl.
Indicó con la mano la maqueta de Gerhard Klugl, las fotografías y los mapas.
—De acuerdo. Ya saben a dónde vamos. Conocen todos los puntos, los árboles y las piedras. Hemos trabajado en ello varias semanas. Pero no saben lo que haremos una vez que estemos allí.
Hizo una pausa, los miró a todos uno por uno, tenso, expectante. Incluso Preston, que estaba al corriente desde hacía tiempo, pareció embargado por la tensión del ambiente.
Entonces Steiner lo dijo.
Peter Gericke oyó los gritos de entusiasmo desde el hangar.
—¿Y ahora qué sucede, por el amor de Dios? —preguntó Bohmler.
—No me lo preguntes a mí —contestó Gericke, molesto—. Nadie me dice nada. Si creen que somos lo suficientemente buenos para meternos en la boca del lobo, por lo menos nos podrían decir de qué se trata.
—Si en realidad es tan importante —dijo Bohmler—, quizás es mejor no saberlo. Voy a revisar el aparato Lichtenstein.
Subió al Dakota y Gericke se apartó y encendió un cigarrillo observando una vez más el avión. El sargento Witt había hecho un estupendo trabajo con las insignias de la RAF. Oyó que se acercaba un vehículo por la pista. Ritter Neumann al volante, Steiner a su lado y Radl atrás. Se detuvo a dos metros de distancia. Nadie se bajó.
—No pareces muy contento de la vida, Peter —dijo Steiner.
—¿Y por qué iba a estarlo? —contestó Gericke—. He pasado todo un mes en este agujero, he trabajado todas las horas de Dios en este avión, ¿y para qué?
Toda la amargura le salió fuera. Abarcó con un gesto la niebla, la lluvia, todo el cielo.
—Con esta niebla de mierda nunca podremos despegar.
—Oh, pero tenemos toda la confianza en que un hombre de tu talla será capaz de conseguirlo.
Empezaron a bajarse del vehículo y a Ritter, especialmente le resultaba casi imposible contener la risa.
—Pero ¿qué es lo que pasa aquí? —exclamó Gericke, casi violento—. ¿Qué demonios sucede?
—Pero si es muy sencillo, mi querido pobre, miserable y endurecido hijo de puta —dijo Radl—. Tengo el honor de informarte de que se te acaba de conceder la Cruz de Caballero.
Gericke se quedó mirándole boquiabierto y Steiner dijo, amablemente:
—Así que, querido Peter, finalmente pasarás un fin de semana en Karinhall.
Koenig, con Steiner y Radl, estudiaban los planos. El oficial Muller se mantenía a respetuosa distancia, pero no se perdía ningún detalle.
—Hace unos cuatro meses —decía el joven teniente— un pesquero británico armado fue torpedeado a la altura de las Hébridas por un submarino al mando de Horst Wengel, un viejo amigo mío. La tripulación era de sólo quince hombres, así que los llevó prisioneros a todos. Desgraciadamente para ellos, no alcanzaron a librarse de la documentación. Entre los documentos había varios interesantes planos de los campos de minas del litoral británico.
—Lo cual debe haber sido de gran ayuda para más de alguien —comentó Steiner.
—Para todos nosotros, señor, como podrá apreciar por estos planos. Mire aquí: ¿se da cuenta de que las minas están paralelas a la costa, al este del Wash, para proteger la navegación costera? Hay una ruta perfectamente delimitada. La armada británica la ha establecido para su propio uso, pero las unidades de la flotilla de lanchas de Rotterdam la han utilizado con completo éxito. De hecho, si los cálculos de navegación están bien hechos, se puede ir a toda velocidad.
—Incluso se podría decir que en esas condiciones los campos minados le pueden servir a uno de considerable protección —dijo Radl.
—Exactamente, señor.
—¿Y qué sucede con la ruta de aproximación detrás del cabo hacia Hobs End?
—Es dificil, sin duda, pero Muller y yo hemos estudiado los planos del Almirantazgo y los sabemos de memoria. Conocemos todos los pasos y todos los bancos de arena. Y entraremos con la marea alta, recuerde, si queremos recogerles a las diez.
—Si calculan que tardarán ocho horas para atravesar el canal, ¿quiere decir que saldrán de aquí a la una?
—Así es, si queremos tener un margen de tiempo para operar al otro lado. Pero ya saben que este barco es único. Puede hacer el viaje en siete horas si hace falta. Quiero tener el máximo de seguridad.
—Muy razonable —dijo Radl—, porque el coronel Steiner y yo hemos decidido cambiar las órdenes. Deberá estar en el cabo y listo para efectuar la maniobra de rescate en cualquier momento entre las nueve y las diez. Devlin le dará las órdenes finales por la radio de campaña. Él le guiará.
—Muy bien, señor.
—No creo que corra ningún peligro especial por la noche —dijo Steiner y sonrió—. Después de todo, se trata de un barco británico.
Koenig sonrió, abrió un cajón de la mesa y sacó la bandera de la armada británica.
—Y enarbolaremos esta enseña, recuerde.
Radl asintió.
—Acuérdese de silenciar la radio desde el momento en que parta. No deberá utilizarla bajo ninguna circunstancia hasta que escuche a Devlin. Ya conoce el código, por supuesto.
—Naturalmente, señor.
Koenig estaba actuando con suma cortesía y Radl le dio una palmada en los hombros.
—Sí, lo sé, le parezco a usted muy nervioso, muchacho. Le veré mañana antes de zarpar. Despídase ahora del coronel Steiner.
Steiner estrechó la mano a los dos.
—Por Dios, no sé qué decirle, salvo que llegue a tiempo.
—Estaremos en esa playa, señor. Se lo prometo.
Después de decir esto, Koenig le saludó con la mayor pulcritud naval.
Steiner sonrió tristemente. Se volvió y siguió a Radl. Al hacerlo, dijo:
—Le espero allí.
Avanzaron por el pequeño embarcadero hacia el vehículo Radl dijo:
—Bueno, ¿crees que saldrá bien, Kurt?
En ese momento aparecieron Werner Briegel y Gerhard Klugl caminando por las dunas. Llevaban grandes capas encima y a Briegle le colgaban los binoculares Zeiss del cuello.
—Preguntémosles su opinión —propuso Steiner y les llamó en inglés.
—¡Soldado Kunicki! ¡Soldado Moczar! ¡Vengan aquí!
Briegel y Klugl acudieron sin vacilar. Steiner les miró tranquilamente y continuó hablándoles en inglés:
—¿Quién soy yo?
—El coronel Howard Carter, al mando del batallón independiente de paracaidistas polacos, del Regimiento Aerotransportado —respondió inmediatamente Briegel en buen inglés.
—Impresionante —comentó Radl.
—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo Steiner.
El sargento Brandt —empezó Briegel, que se corrigió en seguida—, el sargento Kruczek nos dijo que descansáramos —vaciló y terminó en alemán— y estamos observando golondrinas de mar, señor.
—¿Golondrinas de mar? —dijo Steiner.
—Sí, no es tan fácil distinguirlas unas de otras por las características de la cara y el cuello.
Steiner estalló de risa.
—¿Has visto, querido Max? Golondrinas de mar. ¿Cómo vamos a fracasar?
Pero los elementos parecían conspirar para que fracasaran.
Empezó a oscurecer y la niebla cubrió de blanco la mayor parte de Europa occidental. En Landsvoort, Gericke estaba inspeccionando continuamente la pista desde las seis de la tarde. Pero la fuerte lluvia no conseguía disipar la niebla.
—No hay viento, ¿comprenden? —informó a Steiner y a Radl a las ocho—, y lo que necesitamos es viento, para aclarar esta maldita niebla. Mucho viento.
Las cosas no estaban mejor en Norfolk, al otro lado del mar del Norte. En su secreto escondite del altillo de su casa, Joanna Grey, con los auriculares en la cabeza, leía, para pasar el tiempo, un libro que le había prestado Vereker y en el cual Winston Churchill explicaba cómo se había fugado de una prisión durante la guerra de los boers. El texto era apasionante y Joanna se dio cuenta de que empezaba a admirar, a pesar de sí misma, al primer ministro.
En Hobs End, Devlin salía a examinar el tiempo con tanta frecuencia como Gericke, pero nada cambiaba y la niebla seguía tan impenetrable como siempre. A las diez de la noche se paseó por el dique y llegó hasta la playa por cuarta vez, pero las condiciones no parecían haber mejorado.
Encendió la linterna y la enfocó contra la niebla; sacudió la cabeza y se dijo a sí mismo que era una noche excelente para hacer algún trabajo sucio, pero para nada más.
Parecía evidente que todo el asunto iba a terminar allí mismo y a esa misma hora, y también en Landsvoort era muy difícil llegar a otra conclusión.
—¿Me va a decir que no pueden despegar? —preguntó Radl cuando el joven capitán regresó al hangar después de una nueva inspección.
—Eso no es problema —dijo Gericke—, puedo despegar a ciegas. No es muy peligroso en un país cómo éste, tan plano. El problema está al otro lado. No puedo dejar caer a esos hombres y esperar que todo salga bien. Podría ocurrir que se lanzaran una milla mar adentro. Necesito ver el blanco, aunque sea un instante.
Bohmler abrió la mirilla de una de las grandes puertas del hangary miró afuera.
—Herr Hauptman.
—¿Qué pasa? —dijo Gericke y se le acercó.
—Mire usted mismo.
Gericke salió afuera. Bohmler había encendido la luz exterior y, a pesar de lo suave que era, Gericke advirtió que la niebla se movía y formaba curiosos dibujos en el aire. Algo le enfrió las mejillas.
—¡Viento! —exclamó—. Dios mío, está soplando el viento.
Se produjo una súbita apertura en la cortina de niebla y durante un instante pudo ver la granja. Vagamente, pero la vio.
—¿Nos vamos? —preguntó Bohmler.
—Sí —dijo Gericke—. Pero tiene que ser ahora mismo.
Y volvió a la carrera a avisar a Radl y a Steiner.
Veinte minutos después, Joanna Grey se incorporó abruptamente en la silla. Sus auriculares empezaban a zumbar. Dejó caer el libro buscó un lápiz, y escribió en el cuaderno que tenía al lado. Fue un mensaje muy breve, que interpretó en seguida. Se quedó sentada, mirando fijamente el papel, momentáneamente sin habla; después a acusó recibo.
Bajó corriendo la escalera y tomó el abrigo de piel de cordero que tenía detrás de la puerta. El perro la seguía pegado a sus talones.
—No,
Patch
, esta vez no —le dijo.
Tuvo que conducir con mucho cuidado debido a la niebla.
Veinte minutos después entraba en el patio de Hobs End. Devlin estaba ordenando sus instrumentos en la mesa de la cocina. Oyó el automóvil. Tomó rápidamente el Máuser y salió al pasillo.
—Soy yo, Liam.
Le abrió la puerta y la mujer se deslizó adentro.
—¿Qué sucede?
—Acabo de recibir un mensaje de Landsvoort, a las 11 en punto —explicó—. «El águila ha despegado.»
—Deben de estar locos. La niebla parece sopa sobre el mar y playa —le contestó Devlin, sin salir de su asombro.
—Me pareció que se estaba aclarando en estos momentos.
Salió, rápidamente, y abrió la puerta principal. Regresó en seguida, pálido de excitación.
—Sopla un poco de viento procedente del mar. No es mucho, pero puede aumentar.
—¿Crees que va a durar bastante?
—Sólo Dios lo sabe.
El Sten con silenciador estaba armado sobre la mesa. Devlin se pasó a Joanna.
—¿Sabe cómo funciona?
—Por supuesto.
Recogió del suelo un saco de marinero repleto de cosas y se puso sobre los hombros.
—Muy bien, manos a la obra entonces. Tenemos mucho trabajo que hacer. Si el horario es exacto, deben llegar aquí dentro de cuarenta minutos. Por Dios, esto sí que requerirá trabajo.
Se rió en voz alta mientras avanzaban por el pasillo. Abrió la puerta y los dos se sumergiéron en la niebla.
—Si estuviera en tu lugar, cerraría los ojos —dijo Gericke a Bohmler cariñosamente por encima del rugido de los motores mientras realizaba la última revisión antes de despegar—. Este despegue va a ser de los que ponen los pelos de punta.