—No sé quién estará al mando allá abajo, pero no sabe muy bien lo que hace —comentó Walther mientras volvía a cargar su M1.
—¿Y qué habrías hecho tú? —le preguntó Brandt, que se aferró del cañón de la Bren para dar mayor precisión a una descarga.
—Hay un arroyo, ¿verdad? Y no hay ventanas hacia ese lado.
Deberían avanzar por retaguardia…
—Que todo el mundo deje de disparar —dijo Brandt y alzó la mano.
—¿Por qué? —preguntó Walther.
—Porque así lo han hecho ellos, ¿o no te has dado cuenta?
Se produjo un silencio mortal y Brandt dijo en voz baja:
—No estoy seguro de creérmelo, pero mantengámonos alerta.
Un instante después, con estruendoso grito de guerra, Mallory y ocho o nueve hombres salieron a descubierto y corrieron a la próxima zanja, disparando desde la cintura. A pesar de estar protegidos por el fuego de las Browning de los dos jeeps restantes al otro lado del camino, no dejaba de ser una increíble locura.
—¡Dios mío! —dijo Brandt—. ¿Dónde se creen que están, en el Somme?
Disparó una descarga larga, casi tranquila, sobre Mallory, que murió instantáneamente. Otros tres cayeron apenas dispararon los alemanes al unísono. Uno de ellos se incorporó y avanzó tambaleante a refugiarse en la zanja mientras los supervivientes se retiraban.
Brandt encendió un cigarrillo en el momento tranquilo que siguió.
—Van siete. Ocho, si contamos al que se arrastró a refugiarse.
—Una locura —dijo Walther—. Suicida. ¿Por qué querrán acabar con tanta rapidez? Les bastaría con esperar.
Kane y el coronel Corcoran, sentados en un jeep a doscientos metros de Meltham House, en la carretera, contemplaban el poste telefónico destruido.
—¡Por Dios! —dijo Corcoran—. Verdaderamente increíble. ¿En qué demonios estaría pensando?
Kane se lo podía haber dicho, pero se contuvo.
—No lo sé, coronel. Quizá pensaba en cuestiones de seguridad.
Estoy seguro de que estaba ansioso de entrar en combate con esos paracaidistas.
Salió un jeep de la puerta principal de Meltham House y se les acercó. Garvey iba al volante, muy serio; detuvo el vehículo.
—Acabamos de recibir un mensaje por radio.
—¿De Shafto?
—No, de Krukowski —dijo Garvey, sacudiendo la cabeza—.
Quería hablar con usted, mayor, personalmente. Parece que allá reina un caos total. Dice que avanzaron directamente hacia la muerte. Hay muertos por todas partes.
—¿Y Shafto?
—Krukowski estaba histérico. Afirmó varias veces que el coronel estaba actuando como un loco. Y dijo varias cosas sin sentido.
«Por Dios —pensó Kane—, se ha lanzado a cabalgar directamente contra el enemigo, con los pendones al viento.» Le dijo a Corcoran:
—Creo que debo ir allá, coronel.
—Y yo también lo creo —corroboró Corcoran—. Dejará una buena escolta para el primer ministro, naturalmente.
—¿Cuántos vehículos nos quedan? —le preguntó Kane a Garvey.
—Cuatro: un jeep
scout
y tres jeeps.
—Muy bien. Nos los llevamos todos y veinte hombres. Listos para partir en cinco minutos, por favor, sargento.
Garvey hizo girar en redondo el jeep y se marchó rápidamente.
—De este modo quedan veinticinco hombres a su disposición, señor —le dijo Kane a Corcoran—. ¿Está bien?
—Conmigo veintiséis —dijo Corcoran—. Muy adecuado, especialmente si yo mismo tomo el mando. Ya es hora de que alguien les enseñe a combatir a ustedes, coloniales.
—Lo sé, señor —dijo Harry Kane mientras ponía en marcha el motor—. Sólo somos un montón de complejos, desde Bunker Hill.
Soltó el embrague y partió.
Estaban por lo menos a tres kilómetros del pueblo cuando Steiner advirtió por primera vez el insistente chirrido del teléfono de campaña. Alguien estaba llamando, pero desde demasiado lejos como para que se le pudiera oír.
—Acelera —le dijo a Klugl—. Algo va mal.
Cuando les faltaba poco más de un kilómetro el estrépito de armas ligeras le confirmó los peores temores. Amartilló su Sten y miró a Werner.
—Están listos para utilizarlas. Seguro que las necesitaremos.
Klugl llevaba el jeep al límite de su velocidad, con el pie apretado a fondo.
—¡Vamos! ¡Acelera, condenado, acelera! —le gritó Steiner.
El teléfono había cesado de sonar y trató de establecer contacto.
—Habla Aguila Uno. ¿Me escuchas, Aguila Dos?
No hubo respuesta. Lo intentó una vez más, pero otra vez sin éxito.
—Quizás están demasiado ocupados, señor —sugirió Klugl.
Un momento después llegaron a la cima de la eminencia de Garrowby Heath, a trescientos metros al oeste de la iglesia, y desde allí pudieron contemplar cuanto estaba sucediendo. Steiner alzó los prismáticos y vio el molino y los restos del grupo de Mallory a lo lejos en el campo. Movió los binoculares y distinguió a los rangers detrás de las cercas en la parte posterior de la oficina de Correos y de Studley Arms. Ritter, con el joven Hagl a su lado, estaban agazapados detrás del puente, inmovilizados por la tremenda concentración de fuego de las Browning instaladas en los dos jeeps que le quedaban a Shafto.
Uno estaba estacionado junto al muro del jardín de la casa de Joanna Grey; desde allí los hombres podían disparar por encima del muro y permanecer a cubierto. Los otros empleaban una técnica semejante protegidos por el muro de la casa contigua.
—Habla Águila Uno. ¿Me escuchan? —intentó una vez más Steiner.
En el primer piso del molino su voz zumbó en el oído de Riedel, que acababa de ponerse el auricular durante una pausa del combate.
—Es el coronel —le gritó a Brandt y dijo por el micrófono—:
Habla Águila Tres, en el molino. ¿Dónde está usted?
—En la colina de la iglesia —dijo Steiner—. ¿Cuál es su situación?
Varias balas atravesaron las ventanas de cristales y rebotaron en las paredes de la habitación.
—¡Pásamelo! —gritó Brandt desde el suelo, donde estaba tendido de bruces junto a la Bren.
—Está en la colina —dijo Riedel—. Dile a Steiner que ataque y nos saque de esta mierda.
Se arrastró hacia la puerta del altillo que daba sobre la parte superior de la rueda del molino y la abrió de un golpe.
—Vuelve aquí —le gritó Brandt.
Riedel se agachó para mirar afuera. Rió, excitado, y se llevó el micrófono a la boca.
—Le estoy viendo, señor, estamos…
Una cerrada descarga de ametralladoras, sangre y restos de masa encefálica desparramados en la pared, un cráneo desintegrado; Riedel cayó de cabeza hacia afuera, aferrado todavía al teléfono de campaña.
Brandt atravesó la habitación de un salto y se asomó fuera.
Riedel había caído sobre la rueda del molino de agua. La rueda continuó; girando y le arrastró a las aguas espumosas. Cuando la rueda completó un giro ya no quedaba allí nada del soldado.
En la colina, Werner tocó a Steiner en el hombro:
—Allá abajo, señor, en el bosque de la derecha. Soldados.
Steiner enfocó los prismáticos. La ventaja de la altura le permitía ver un tramo del camino hundido que atravesaba el bosque Hawks. El sargento Hustler y sus hombres lo iban atravesando.
Steiner tomó la decisión. Y actuó en consecuencia.
—Me parece que volvemos a ser
Fallschirmjaeger,
muchachos.
Se quitó la boina roja, el cinturón y la Browning que llevaba cinto y luego la chaqueta británica. Debajo apareció su
Fliegerbluse,
con la Cruz de Caballero y las hojas de roble en el cuello. Sacó una
Schiff
del bolsillo y se la puso, inclinada, en la cabeza. Klugl y Werner siguieron su ejemplo.
—De acuerdo, muchachos —dijo Steiner—, empieza la gran carrera. Vamos directo al camino que atraviesa el bosque y luego ha ese puente para cruzar unas cuantas palabras con los jeeps. Creo que lo lograrás, Klugl, si aceleras a fondo y piensas en tu
Oberleutnant
Neumann —miró a Werner—, y tú no dejes de disparar en ningún momento.
El jeep iba a unos ochenta kilómetros por hora cuando doblaron la última curva y enfilaron hacia la iglesia. El cabo Becker estaba a la entrada. Se agazapó, alarmado. Steiner le saludó con la mano y de inmediato Klugl giró el volante y entró a gran velocidad con el jeep en el sendero hundido que atravesaba el bosque Hawks.
Saltaron sobre una pequeña eminencia, rozaron las lindes del estrecho sendero de tierra entre los árboles y fueron a dar de frente con Hustler y sus hombres, que se habían desplegado a ambos lados del camino. Werner empezó a disparar prácticamente a quemarropa con sólo unos segundos para afinar la puntería, pues el jeep se encontró encima de los rangers inmediatamente. Los hombres intentaron saltar, subir las paredes verticales del sendero. El jeep pasó sobre varios cuerpos y se encontró al otro lado. Detrás habían quedado el sargento Horace Hustler y siete de sus hombres muertos o moribundos.
El jeep, como un rayo, emergió al otro extremo del camino.
Klugl continuó avanzando en línea recta como le habían ordenado y atravesó el pequeño puente de poco más de un metro de ancho rompiendo las barandas como si fueran fósforos, subió directamente hacia la carretera, saltó sobre la pequeña eminencia junto a la cuneta; las cuatro ruedas del jeep giraron un momento en el aire antes de posarse en el camino.
Los dos hombres que manejaban la Browning apostada detrás del muro del jardín de la casa de Joanna Grey giraron en redondo el arma, frenéticamente; pero llegaron tarde. Werner casi destrozó la pared con la descarga que les derribó a ambos.
Pero esas muertes dieron a la tripulación del otro jeep, que estaba situado a la vera del jardín contiguo, los dos o tres segundos precisos para reaccionar, los segundos que marcan la diferencia entre la vida y la muerte. Habían girado su Browning y ya estaban disparando cuando Klugl retrocedió y giró otra vez hacia el puente.
Ahora era el turno de los rangers. Werner tuvo tiempo de hacer una descarga y alcanzó a uno de los hombres, pero el otro continuó disparando su Browning; las balas se estrellaron contra el jeep alemán y le destrozaron el parabrisas. Klugl lanzó un breve gemido y cayó sobre el volante; el jeep, descontrolado, patinó y fue a chocar contra el parapeto a un extremo del puente. Pareció quedar allí colgando un momento y luego se volcó lentamente de costado.
Klugl yacía aprisionado en el jeep y Werner se agachó a su lado, con la cara llena de sangre a causa de los cortes causados por los cristales. Miró a Steiner.
—Está muerto, señor —le dijo y le miró desesperado.
Tomó su Sten dispuesto a levantarse, pero Steiner le obligó a agacharse.
—Contrólate, muchacho. Él ha muerto, pero tú estás vivo.
—Sí, señor —asintió Werner, con la mente nublada.
—Y ahora arregla esa Browning y mantén ocupados a ésos.
Steiner se volvió en el momento que Ritter Neumann se le acercaba a gatas desde detrás del parapeto, con una Bren en las manos.
—Habéis organizado un auténtico infierno allá atrás —comentó.
—Estaban conduciendo una sección por detrás de la iglesia, por ese sendero del bosque. ¿Y Hagl?
—Muerto, me temo —dijo Neumann y le indicó el sitio por donde sobresalían las botas de Hagl, detrás del parapeto.
Werner ya había instalado la Browning junto al jeep y empezó a disparar descargas breves.
—De acuerdo, herr
Oberleutnant
, ¿y cuáles son exactamente tus planes? —dijo Steiner.
—Oscurecerá antes de una hora —dijo Ritter—. Creo que si conseguimos resistir hasta entonces, podremos retirarnos en grupos de dos o tres. Podemos ocultarnos en la oscuridad, en Hobs End. A esperar que llegue el barco de Koenig. Después de todo, ya no podemos acercarnos al viejo… —vaciló y agregó, casi con timidez—: Si actuamos así tendremos alguna posibilidad.
—La única —dijo Steiner—. Pero aquí no. Creo que es hora de reagruparnos. ¿Dónde están los demás?
Ritter hizo un rápido análisis de la situación general y Steiner movió la cabeza, pensativo, apenas terminó.
—Conseguí avisar a los del molino cuando veníamos hacia acá.
Ponte con Riedel en el teléfono y mantén el fuego. Tú irás a reunirte con Altmann y sus muchachos y yo trataré de llegar hasta Brandt.
Werner cubrió a Ritter mientras el
Oberleutnant
se precipitaba a través de la carretera y Steiner trataba de comunicarse con Brandt.
No lo consiguió. En el mismo momento que Neumann aparecía en la puerta de la oficina de Correos con Altmann, Dinter y Berg, hubo un intenso tiroteo en el molino.
Todos se agazaparon bajo el parapeto y Steiner dijo:
—No me puedo poner en contacto con Brandt. Quién sabe lo que está sucediendo. Quiero que corran todos hasta la iglesia. Si se mantienen pegados a las cercas, tendrán buena cobertura en casi todo el trayecto. Quedas al mando, Ritter.
—¿Y tú?
—Les mantendré ocupados con la Browning por un tiempo y después me uniré a ustedes.
—Pero, Kurt… —empezó Ritter.
—Ningún pero —le interrumpió Steiner—. Hoy es mi día para jugar al héroe. Ahora a sacar el máximo partido de la situación. Es una orden.
Ritter vaciló un solo segundo. Le hizo una seña a Altmann, se deslizaron junto al jeep y corrieron a través del puente; se agazaparon detrás del parapeto, y entonces Steiner se instaló en la Browning y empezó a disparar.
Al otro lado del puente había un tramo abierto de no más de ocho metros hasta alcanzar la seguridad de las cercas. Ritter puso una rodilla en tierra y dijo:
—No nos conviene salir uno por uno. El de la ametralladora, en cuanto haya pasado el primero, estará atento a los que vengan detrás. Saldremos todos juntos en cuanto dé la orden.
Un momento después salió al descubierto y corrió por el camino, zigzagueando. Se puso a cubierto. Altmann le pisaba los talones y los demás venían a la zaga. El ranger a cargo de la Browning al otro extremo era un cabo llamado Bleeker, que en mejores tiempos se dedicaba a la pesca en Cape Cod. En ese momento estaba prácticamente fuera de sí de dolor, con un trozo de cristal clavado justo bajo el ojo derecho. Odiaba a Shafto de todo corazón por haberle metido en aquel infierno; vio a los alemanes que cruzaban la carretera y giró la Browning demasiado tarde. Furioso y frustrado, descargó el arma contra la cerca.