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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (46 page)

BOOK: Ha llegado el águila
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Al otro lado, Berg tropezó y Dinter se volvió para ayudarle.

—Dame la mano, bastardo —dijo— y salgamos juntos, como siempre.

Berg se puso de pie y murió con su amigo, mientras las balas barrían la parte superior de la cerca. El impacto les lanzó a través del pastizal en una postrera danza frenética. Werner se volvió con un grito; Altmann le cogió del hombro y le empujó detrás de Ritter.

Brandt y Meyer, desde la entrada del altillo sobre la rueda del molino, contemplaron lo que sucedía abajo en el pastizal.

—Está claro —dijo Meyer—, tal como van las cosas yo diría que aquí nos quedaremos para siempre.

Brandt observaba a Ritter, Altmann y Briegel zigzagueando a la carrera entre la cerca y la pared de la iglesia, que saltaron accediendo al patio interior.

—Lo consiguieron —comentó—. Nunca dejaremos de ver maravillas.

Se acercó a Meyer, que estaba apoyado contra una caja en el centro del suelo. Le habían herido en el estómago. Tenía abierta la camisa y se le veía un agujero oscuro, con hinchados labios de color púrpura, justo debajo del ombligo.

—Mira esto —dijo, con el rostro sudoroso—. Por lo menos no pierdo nada de sangre. Mi madre siempre me decía que tengo la suerte del Diablo.

—Lo mismo digo yo —afirmó Brandt, que le alcanzó un cigarrillo; pero antes de que pudiera encendérselo, estalló el fuego afuera, con violencia.

Shafto, al abrigo del muro del jardín de delante de la casa de Joanna Grey, escuchaba, asombrado, la gravedad de las noticias que uno de los supervivientes de la sección de Hustler le acababa de comunicar. La catástrofe parecía completa. En poco más de media hora había perdido por lo menos veintidós hombres entre muertos y heridos. Más de la mitad de los que estaban bajo su mando. Las consecuencias eran demasiado serias para ponerse a pensar en ellas.

—¿Qué piensa hacer ahora, coronel? —le preguntó Krukowski, agazapado a su lado.

—¿Qué quiere decir con eso de qué pienso hacer yo? —preguntó Shafto—. Siempre soy yo el que paga las consecuencias al final. Si uno deja las cosas en manos de terceros, de gente sin ninguna noción del deber ni de la disciplina, mire lo que sucede.

Se apretó contra el muro y miró por encima. En ese mismo momento Joanna Grey se asomó por detrás de la cortina de su dormitorio. Se retiró en seguida pero ya era demasiado tarde. Shafto rugió desde el fondo de la garganta.

—Dios mío, Krukowski, esa condenada puta, esa asquerosa agente alemana está en su casa.

Señaló la ventana con la mano y se puso de pie.

—No veo a nadie, señor —dijo Krukowski.

—¡Muy pronto la verás, muchacho! —gritó Shafto y extrajo el Colt de empuñadura de nácar—. ¡Adelante! —volvió a gritar y corrió por el jardín hacia la puerta principal.

Joanna Grey cerró la puerta secreta y subió rápidamente la escalera que conducía a su refugio del altillo. Se sentó y empezó a transmitir por la radio a Landsvoort. Oía los ruidos en la planta baja.

Se abrían y se cerraban puertas violentamente, se movían muebles, se golpeaban las paredes. Shafto estaba allanando la casa. Estaba muy cerca, dentro de su despacho. Le oyó gritar, furibundo, junto a la escalera.

—Tiene que estar por aquí en algún sitio.

—Eh, coronel, este perro estaba encerrado en la despensa —se oyó una voz—. Va corriendo hacia donde usted como un rayo.

Joanna Grey cogió la Luger y la amartilló; continuó emitiendo sin desmayo, sin vacilaciones. Abajo, Shafto se apartó para dejar pasar al perro. Siguió al animal dentro del despacho y se fijó que empezaba a rascar con las patas en una esquina.

Shafto examinó el panel de madera y encontró casi de inmediato la pequeña cerradura.

—¡Aquí está, Krukowski! —dijo en un tono salvaje, como de maníaco—. ¡Ya la tengo!

Disparó tres balas en la cerradura. Saltó la madera y se desintegró la cerradura; la puerta se abrió sola con los impactos; Krukowski entró inmediatamente con su M1 preparada.

—Calma, señor.

—¡Vete a la mierda! —dijo Shafto, y empezó a subir la escalera con el colt empuñado mientras
Patch
, el perro, se precipitaba delante—. ¡Sal de ahí, puta!

Joanna Grey le disparó entre los ojos apenas su cabeza emergió a nivel del suelo. Cayó de espaldas por la escalera hasta abajo, al despacho. Krukowski apoyó el cañón de su M1 en una esquina y disparó quince ráfagas tan seguidas que parecieron una sola descarga continua. Aulló el perro y luego se oyó el golpe sordo de un cuerpo al caer. Después, silencio.

Devlin llegó frente a la iglesia en el momento que Ritter, Altmann y Werner Briegel corrían entre las tumbas hacia la entrada.

Se dirigieron hacia él mientras Devlin frenaba el vehículo y se detenía junto al pórtico del cementerio.

—Esto es un infierno —le dijo Ritter—. Y el coronel todavía está allá abajo junto al puente.

Devlin dirigió la vista hacia el pueblo y vio a Steiner, que continuaba disparando la Browning desde detrás del jeep volcado.

Ritter le agarró del brazo y le señaló algo.

—¡Dios mío, mire allí!

Devlin se volvió. Más allá de la curva del camino, cerca de la casa de Joanna Grey, avanzaban un
scout
blanco y tres jeeps. Puso en marcha otra vez el motor y sonrió.

—Si no parto en seguida me lo pensaré y no haré nada.

Se lanzó en línea recta colina abajo, patinó a la entrada de la hondonada, se apartó decididamente del sendero y empezó a cruzar el pastizal en dirección a la parte baja del puente, junto a la rampa.

A cada segundo parecía que iba a caer definitivamente con cada salto que la máquina daba sobre los surcos y la hierba. Ritter le miraba desde el pórtico del cementerio, maravillado de que pudiera conservar el equilibrio sobre la motocicleta.

Pero el
Oberleutnant
tuvo que lanzarse de bruces súbitamente; una bala astilló la viga situada sobre su cabeza. Se dejó caer al abrigo de la pared, junto a Altmann y Werner, y respondieron al fuego.

Los supervivientes de la sección de Hustler, finalmente reagrupados, habían llegado al límite del bosque frente a la iglesia.

Devlin cruzó por el puente de peatones y siguió el sendero que, en el otro lado, se internaba en el bosque. Estaba seguro de que había hombres en la carretera. Sacó una de las granadas que llevaba dentro del abrigo y le soltó el seguro con los dientes. Emergió entre los árboles; había un jeep al borde mismo de los árboles; los hombres se volvieron, alarmados.

Arrojó la granada hacia atrás y sacó la otra. Tenía otro grupo de rangers detrás de la cerca a su izquierda; lanzó la segunda granada en el momento que estallaba la primera. Continuó avanzando a gran velocidad, pasó frente al molino, dobló y frenó detrás del puente donde Steiner aún permanecía agachado tras la ametralladora.

Steiner no le dijo nada. Simplemente se puso de pie, sujetando la Browning con ambas manos. La vació en una larga descarga tan insistente que obligó al cabo Bleeker a tirarse al suelo y cubrirse detrás del muro del jardín. En ese mismo momento, Steiner arrojó al suelo la Browning y saltó sobre la motocicleta. Devlin aceleró a fondo, atravesó el puente como un bólido y subió en línea recta la colina. El
scout
blanco dobló la curva de la esquina de la casa de Joanna Grey. Harry Kane se puso de pie y les observó subir.

—¿Y qué demonios es eso? —preguntó Garvey.

El cabo Bleeker se dejó caer de su jeep y avanzó tambaleándose, con la cara llena de sangre.

—¿Hay un médico por aquí, señor? Creo que he perdido el ojo derecho. No veo nada.

Alguien se bajó a sostenerle; Harry Kane contempló los daños y las ruinas del pueblo.

—Ese bastardo demente, estúpido —susurró.

Krukowski salió por la puerta principal y saludó.

—¿Dónde está el coronel? —preguntó Kane.

—Muerto, señor, allí en la casa. La señora… le mató.

—¿Dónde está ella? —dijo Kane y se bajó de un salto.

—Yo…, yo la maté, mayor —dijo Krukowski, que tenía los ojos llenos de lágrimas.

Kane no supo qué decirle. Le dio una palmada en los hombros y subió por el sendero hacia la casa.

En la cima de la colina, Ritter y sus dos camaradas seguían disparando desde detrás del muro contra los rangers del bosque, cuando Devlin y Steiner llegaron de regreso. El irlandés cambió de marcha, puso un pie en tierra y dejó patinar la motocicleta hasta girar en el punto exacto. Pasó bajo la entrada del cementerio y continuó por el sendero hasta el pórtico de la iglesia. Ritter, Altmann y Werner se retiraron paso a paso, utilizando las lápidas para cubrirse, y finalmente se pusieron a salvo bajo el pórtico sin más daños.

El cabo Becker había abierto la puerta; entraron todos y Becker la cerró y echó los cerrojos. El estruendo en el exterior adquirió mayor violencia. Los refugiados se juntaron, tensos, ansiosos.

PhilipVereker saltó del altar y se enfrentó a Devlin, pálido de ira.

—¡Otro condenado traidor!

—Ah, bueno —sonrió Devlin—. ¡Qué agradable encontrarse de nuevo con los amigos!

En el molino todo estaba silencioso.

—Esto no me gusta nada —comentó Walther.

—Nunca te ha gustado nada —le dijo Brandt y frunció el ceño—.

Pero ¿qué es eso?

Se oía el sonido de un vehículo que se aproximaba. Brandt trató de asomarse por la entrada del altillo que permitía observar la carretera y de inmediato quedó bajo fuego enemigo. Retrocedió.

—¿Cómo está Meyer?

—Creo que ha muerto.

Brandt sacó un cigarrillo mientras aumentaba el ruido del vehículo.

—Piensa un poco —dijo—. El canal Alberto, Creta, Stalingrado, y ¿dónde va a terminar el camino? En Studley Constable.

Encendió el cigarrillo.

El
scout
iba por lo menos a sesenta kilómetros por hora cuando el sargento Garvey viró a la izquierda y lo estrelló contra las puertas del molino. Kane, de pie en la parte trasera, junto a una ametralladora antiaérea Browning, ya estaba disparando hacia arriba contra el suelo de madera. Las enormes descargas de calibre 50 redujeron el techo apedazos con toda facilidad. Oyó los gritos de agonía, pero continuó disparando, moviendo el arma de un lado a otro; sólo dejó de disparar cuando el techo era una colección de enormes agujeros.

Una mano ensangrentada colgaba por uno de ellos. Todo estaba muy silencioso. Garvey cogió la Thompson de uno de sus hombres, bajó del jeep y subió por los escalones de madera del rincón. Volvió abajar en seguida.

—Todo terminado, mayor.

Harry Kane estaba muy pálido, pero completamente controlado. —Muy bien —dijo—. Ahora, a la iglesia.

Molly llegó a Garrowby Heath a tiempo para ver un jeep que subía la colina con un pañuelo blanco enarbolado en la antena de la radio. Atravesó la entrada del cementerio cuando Kane y Garvey se bajaron. Mientras avanzaban por el cementerio de la iglesia, Kane le dijo al sargento en voz baja:

—Use los ojos, sargento. Asegúrese de poder reconocer este lugar si tiene que volver a verlo.

—Descuide, mayor.

Se abrió la puerta de la iglesia y salió Steiner; Devlin se quedó apoyado en la pared de atrás, fumando un cigarrillo. Harry Kane saludó formalmente.

—Nos hemos conocido antes, coronel.

Antes de que Steiner pudiera contestar, Philip Vereker empujó a Becker y se adelantó.

—Kane, ¿dónde está Pamela? ¿Está bien?

—Está bien, padre —le dijo Kane—. La dejé en Meltham House.

Vereker se volvió a Steiner, alterado, muy pálido. Los ojos le brillaban con la sensación del triunfo.

—Le he desbaratado sus planes, Steiner. De no haber sido por ella es muy posible que usted hubiera logrado su objetivo.

—Es curioso cómo cambian las cosas según el punto de vista —le dijo Steiner, tranquilamente—. Tenía la impresión de que habíamos fracasado porque un hombre llamado Sturm se sacrificó para salvar la vida a dos niños —no esperó respuesta y se dirigió a Kane—: ¿En qué le puedo ayudar?

—Me parece obvio. Ríndase. No tiene sentido continuar con este baño de sangre. Han muerto los hombres que dejó atrás, en el molino. También la señora Grey.

Vereker le cogió del brazo.

—¿Ha muerto la señora Grey? ¿Cómo?

Mató al coronel Shafto cuando éste trató de detenerla y luego falleció en el intercambio de disparos que siguió. —Vereker se apartó, con un aspecto de absoluta desolación y Kane le dijo a Steiner—: Ahora está completamente solo. El primer ministro está a salvo en Meltham House, custodiado como nunca lo ha estado antes ni lo estará en el futuro. Todo ha terminado.

Steiner pensó en Brandt, en Walther, en Meyer, en Gerhard Klugl, Dinter y Berg, y asintió, con el rostro muy pálido.

—¿En condiciones honorables?

—¡Sin condiciones! —gritó Vereker como quien grita al cielo—.

Estos llegaron aquí con uniforme británico, ¿se lo tengo que recordar, mayor?

—Pero no luchamos con esos uniformes— le interrumpió

Steiner—. Luchamos como soldados alemanes, con uniformes alemanes. Como
Fallschirmjaeger
. Lo otro ha sido un ardid de guerra legítimo.

—Y una violación flagrante de la convención de Ginebra —respondió Vereker—. Que no sólo prohíbe expresamente el uso del uniforme del enemigo en tiempo de guerra, sino que prescribe la pena de muerte para los infractores.

Steiner advirtió la mirada desconsolada de Kane y sonrió amablemente.

—No se preocupe, mayor, no es culpa suya. Son las reglas del juego y punto. —Se volvió a Vereker.— Bien, padre, no cabe duda de que su Dios es un Dios de venganza. Al parecer está usted pensando en bailar sobre mi tumba.

—¡Maldito sea, Steiner!

Vereker se inclinó hacia adelante blandiendo el bastón para golpearle, pero se enredó en la sotana, perdió el equilibrio en la escalinata y cayó, golpeándose la cabeza contra el borde de una de las lápidas.

Garvey apoyó una rodilla en tierra y se inclinó para examinarle.

—Está fuera de combate —dijo y alzó la vista—. Pero alguien tendrá que examinarle, sin embargo. Hemos traído a un buen médico.

—Lléveselo en seguida —dijo Steiner—, llévenselos a todos.

Garvey miró de soslayo a Kane, recogió a Vereker y se lo llevó al jeep.

—¿Va a dejar salir a los rehenes? —preguntó Kane.

Es lo mejor, ya que parece inminente una nueva ruptura de las hostilidades —dijo Steiner, que parecía divertirse un tanto—. ¿Se imaginaba, de verdad, que teníamos de rehenes a todos los habitantes de este pueblo o que pensábamos salir a luchar con las mujeres como escudo? ¿Cree de verdad que somos los hunos? Siento defraudarle —se volvió y ordenó—: Déjeles salir, Becker, a todos.

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