Berg perdió el arma, pero consiguió soltarse, ponerse de pie y retroceder. Seymour avanzó y a su paso barrió con todo lo que había encima del mostrador, rugiendo y gruñendo desde lo más profundo de la garganta. Toda suerte de potes y latas de conservas fue a dar en el suelo. Berg cogió la silla que la señora Turner usaba para descansar junto al mostrador. Seymour la apartó de un manotazo y la lanzó a través de la ventana. Berg sacó la bayoneta y Seymour se agazapó.
Preston volvió a intervenir entonces, desde atrás, con la M1 dispuesta. La levantó y golpeó a Seymour en el cráneo. Seymour lanzó un grito y giró sobre sí mismo.
—Condenado mono —le gritó Preston—, te tendremos que enseñar a comportarte.
Hundió la culata en el estómago de Seymour y el gigante se empezó a doblar; Preston le volvió a golpear, ahora en el cuello.
Seymour cayó definitivamente de espaldas y a su paso, tratando de sujetarse, derribó otra estantería, cuyo contenido se esparció por el suelo.
Steiner y Ritter Neumann entraron en ese instante, con las armas a punto. La habitación era un campo de batalla lleno de envases y latas de todas clases, azúcar, harina, todo en un terrible desorden. Harvey Preston le devolvió el rifle a Berg. Dinter se presentó en el umbral, tambaleándose, con un poco de sangre en la frente.
—Busque una cuerda —dijo Preston— y átele, o la próxima vez no tendrá tanta suerte.
El anciano Turner se asomó a la puerta. Los ojos se le llenaron de lágrimas al contemplar el desastre.
—¿Y quién va a pagar todo esto?
—Le puede mandar la cuenta a Winston Churchill, si tiene suerte — respondió Preston violentamente—. Le diré algo de su parte, si le parece. Que tome en cuenta su caso.
El viejo se dejó caer en una silla, un verdadero retrato de la desesperación.
—Muy bien, Preston —intervino Steiner—, no le necesito aquí.
Vaya a la iglesia y llévese a ese personaje. Sustituya a Brandt. Dígale que se presente al
Oberleutnant
Neumann.
—¿Y quién se encargará del conmutador de la centralita?
—Enviaré a Altmann. Habla bien inglés. Dinter y Berg pueden controlar esto hasta entonces.
—Seymour empezaba a moverse. Se puso de rodillas y descubrió que tenía las manos atadas a la espalda.
—Estamos cómodos, ¿verdad? —le dijo Preston, le dio una patada en el trasero y le obligó a ponerse de pie—. ¡Vamos, mono!, empiece a mover los pies.
En la iglesia, todos los habitantes del pueblo, sentados en los bancos tal como se les había indicado, esperaban que se cumpliera su destino y conversaban en voz baja. Las mujeres estaban horrorizadas. Vereker se paseaba entre ellas, tratando de consolarles.
El cabo Becker se mantenía de guardia junto a la escalinata, con un Sten en las manos. El soldado Jansen estaba junto a la puerta.
Ninguno de los dos hablaba inglés.
Después que se marchó Brandt, Harvey Preston encontró una cuerda en el campanario junto a la torre y le ató los tobillos a Seymour. Le puso de bruces y le arrastró a la capilla de la Virgen donde le dejó junto al cuerpo de Sturm. A Seymour le sangraba la cara debido al roce de la piel con las piedras mientras Preston le arrastraba. Muchos, especialmente las mujeres, suspiraron aterrorizados.
Preston no les hizo caso y asestó a Seymour una patada en los riñones.
—Te voy a dejar fiambre antes de marcharme —le dijo—, te lo prometo.
Vereker se adelantó y aferrándole por el brazo y de los hombros le obligó a volverse.
—Deje en paz a ese hombre.
—¿Hombre? —se rió Preston en la cara del sacerdote—. Pero si no es un hombre, apenas llega a ser una cosa.
Vereker se inclinó para tocar a Seymour y Preston le apartó de un golpe y sacó el revólver.
—Limítese a hacer lo que le ordenan.
Una de las mujeres dio un grito. Se produjo un silencio tenso, terrible, cuando Preston amartilló el arma. El tiempo quedó en suspenso. Vereker se persignó y Preston se rió con fuerza y bajó el revólver.
—Esto le habría hecho demasiado bien.
—¿Qué clase de hombre es usted? —le preguntó Vereker—.
¿Qué le impulsa a actuar de este modo?
—¿Qué clase de hombre? —dijo Preston—. Muy sencillo. Una raza especial. La mejor raza de hombres que ha luchado nunca sobrela faz de la Tierra. Pertenezco a las Waffen SS, en la cual tengo el honor de ostentar el rango de
Untersturmführer
.
Se acercó al coro, se volvió al llegar a la escalinata, se abrió la guerrera de paracaidista y se la quitó. Así quedó a la vista el uniforme alemán, las insignias del cuello con los tres leopardos, el águila en el brazo izquierdo, el escudo británico debajo y la insignia negra y plata de su unidad.
Laker Armsby, sentado junto a George Wilde, afirmó:
—Miren, tiene el escudo de Inglaterra en la manga.
Vereker se adelantó, con el ceño fruncido, y Preston le enseñó el brazo.
—Sí, tiene razón. Pero lea lo que dice.
—Cuerpo Británico Libre —dijo Vereker en voz alta y alzó la vista, endurecido—. ¿Cuerpo Británico Libre?
—Sí, loco condenado. ¿No se da cuenta? ¿Ninguno se da cuenta? Soy inglés como todos ustedes, sólo que estoy en el bando verdadero. El único que importa.
Susan Turner empezó a llorar. George Wilde se levantó del banco, caminó en forma lenta y deliberada por la nave central y se detuvo mirando fijamente a Preston.
—Los alemanes deben de ser condenadamente duros, porque sólo le pueden haber encontrado a usted bajo una piedra.
Preston le disparó a quemarropa. Wilde cayó de espaldas contra los escalones, con la cara cubierta de sangre. Fue el pandemónium. Las mujeres empezaron a gritar histéricamente.
Preston volvió a disparar, ahora al aire.
—¡Que nadie se mueva!
Se produjo el silencio sepulcral que provocó el pánico absoluto.
Vereker se arrodilló y examinó a Wilde, que gemía y movía la cabezade de lado a lado. Betty Wilde corrió, seguida de su hijo, y se arrodilló junto a su marido.
—No es nada serio, Betty, ha tenido mucha suerte —dijo Vereker—. Mire, la bala sólo le ha roto la mejilla.
En ese instante se abrió con violencia la puerta al otro extremo dela iglesia y entró velozmente Ritter Neumann con su Browning empuñada. Corrió hasta el centro de la nave y se detuvo.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
—Pregúnteselo a su camarada de las SS —le dijo Vereker.
Ritter miró a Preston e inmediatamente puso una rodilla en tierra y examinó a Wilde.
—No le toque, condenado cerdo alemán —exclamó Betty. Ritter le entregó una venda que tenía en el bolsillo de la camisa y le dijo:
—Véndelo con esto; no es nada importante. —Se puso de pie y le dijo a Vereker—: Somos paracaidistas, padre, y estamos orgullosos de serlo. Este caballero, por lo demás…
Se volvió, en un gesto despreocupado, hacia un lado, y golpeó con violencia la cara de Preston con el cañón de la Browning. El inglés dio un grito y cayó al suelo.
Volvió a abrirse la puerta y entró corriendo Joanna Grey.
—
Herr Oberleutnant
—gritó en alemán—. ¿Dónde está el coronel Steiner? Tengo que hablar con él.
Su cara y manos estaban completamente sucias. Neumann se le acercó.
—No está aquí. Se fue a ver a Devlin. ¿Por qué?
—¿Joanna? —dijo Vereker.
Su voz ocultaba una pregunta, más que eso, una especie de miedo, como si temiera escuchar con claridad lo que ya se imaginaba. Joanna le ignoró y siguió hablando con Ritter.
—No sé lo que está ocurriendo aquí, pero hace unos cuarenta y cinco minutos Pamela Vereker llegó a mi casa y lo sabía todo.
Quería mi coche para ir a Meltham House a buscar a los rangers.
—¿Qué sucedió?
—Traté de detenerla y acabé encerrada en una habitación. Hace cinco minutos que conseguí salir. ¿Qué vamos a hacer?
Vereker la cogió del brazo y la obligó a mirarle.
—¿Así que usted es uno de ellos?
—Sí —respondió Joanna, impaciente—. Y ahora, ¿quiere dejarme en paz? Tengo mucho que hacer.
Se volvió hacia Ritter.
—Pero ¿por qué? —dijo Vereker—. No lo comprendo. Usted es inglesa…
Joanna volvió a mirarle cara a cara.
—¿Inglesa? —gritó—. ¡Boer, condenado! ¡Boer! ¿Cómo voy yo a ser inglesa? Me insulta usted con ese nombre.
Todos los que la miraban estaban verdaderamente horrorizados. Todos advirtieron claramente el sufrimiento infinito de Vereker.
—Oh, Dios mío —suspiró el sacerdote.
Ritter la tomó del brazo.
—Regrese inmediatamente a su casa. Póngase en contacto por radio con Landsvoort. Informe a Radl de la situación y mantenga abierto el canal.
Ella asintió y salió velozmente. Ritter se quedó inmóvil, por primera vez en toda su carrera militar, sin saber qué hacer. «¿Qué demonios vamos a hacer ahora?», pensó. Pero él no tenía respuesta.
No la podía haber sin Steiner.
—Usted y Jansen se quedan aquí —le dijo al cabo Becker y se marchó.
La iglesia quedó silenciosa. Vereker caminó por la nave central.
Se sentía terriblemente mal. Subió los peldaños del altar y se volvió a mirar a los presentes.
—En ocasiones como ésta sólo nos queda rezar —dijo—. Y suele ayudar bastante. Arrodíllense por favor.
Se persignó, juntó las manos y empezó a orar en voz alta con una voz firme y muy tranquila.
Harry Kane estaba supervisando un ejercicio práctico de tácticas de combate en el bosque situado detrás de Meltham House cuando le llegó una urgente orden de Shafto para que regresara a la casa con todo el grupo. Kane encargó a su sargento, un tejano de nombre Hustler, de Forth Worth, que le siguiera con sus hombres, y se puso en marcha inmediatamente.
Llegó junto con varias secciones que se estaban entrenando en distintos puntos. Se oía el rugido de los motores de todos los vehículos estacionados en la parte trasera del edificio. Se presentaron varios jeeps en el camino de grava frente a la casa y se alinearon de uno en fondo.
Los soldados empezaron a revisar sus armas y equipo. Un oficial, el capitán Mallory, saltó del primer vehículo.
—¿Qué pasa aquí, por Cristo? —preguntó Kane.
—No tengo la menor idea —dijo Mallory—. Me dieron las órdenes y las estoy cumpliendo. Quiere verte urgentemente —sonrió—; quizá se trate del segundo frente.
Kane subió la escalera a grandes zancadas. La antesala era un frenesí de actividad. El sargento Garvey se paseaba de un lado a otro fumando nerviosamente. Su rostro se iluminó cuando vio a Kane.
—¿Qué demonios es lo que pasa? —preguntó Kane—. ¿Tenemos órdenes de trasladarnos?
—No me lo pregunte a mí, comandante. Todo lo que sé es que su joven amiga llegó hace unos quince minutos con una herida muy aparatosa y desde ese momento todo ha cambiado completamente.
Kane abrió la puerta y entró. Shafto, con pantalones de montar y botas, estaba junto a su escritorio. Le daba la espalda. Kane le hizo volverse y advirtió entonces que en la mano tenía el Colt de empuñadura de nácar. Era extraordinario el cambio que se advertía en él, a simple vista. Parecía estar a punto de estallar por sobrecarga de electricidad, le brillaban los ojos, como si tuviera fiebre, estaba pálido de excitación.
—Acción rápida, mayor, eso es lo que hace falta.
Se inclinó para coger el cinturón y la cartuchera.
—¿Qué pasa, señor? —dijo Kane—. ¿Dónde está la señorita Vereker?
—En mi dormitorio. Ha tomado un sedante y está más tranquila.
—Pero ¿qué ha sucedido?
—Le dispararon en la sien —dijo Shafto y se puso rápidamente el cinturón, ajustándose la cartuchera en las caderas—. Y quien apretó el gatillo fue esa amiga de su hermano, la señora Grey.
Pregúnteselo usted mismo. No le puedo conceder más de tres minutos.
Kane abrió la puerta del dormitorio. Shafto entró detrás de él.
Habían bajado parcialmente las cortinas; Pamela estaba en el lecho, con las sábanas hasta las mejillas. Parecía muy pálida y enferma y tenía la cabeza vendada. La venda estaba ligeramente manchada de sangre.
Kane se acercó y ella abrió los ojos y le miró fijamente.
—¿Harry?
—Ya ha pasado todo —le dijo, y se sentó al borde de la cama.
—No, escúchame —respondió ella, y se incorporó, se agarró de su brazo y habló con una voz distante—. El señor Churchill saldrá de King’s Lynn a las 3.30 con sir Henry Willoughby. Van a Studley Grange. Viajarán por el camino de Walsingham. Le tienes que detener.
—¿Y por qué?
Porque el coronel Steiner y sus hombres lo harán si tú no te adelantas. Le están esperando en el pueblo en este momento. Han encerrado a todo el mundo en la iglesia.
—¿Steiner?
—El hombre que dice llamarse coronel Carter. Y sus hombres, Harry. No son polacos. Son paracaidistas alemanes.
—Pero Pamela —dijo Kane—. Conocí a Carter. Es tan inglés como tú.
—No, su madre era norteamericana y él se educó en Londres.
¿No te das cuenta? Eso lo explica todo —hablaba con exasperación—.
Les oí hablar en la iglesia, a Steiner y a mi hermano. Estaba escondida junto con Molly Prior. Huimos y nos separamos. Yo me fui a casa de Joanna, pero no sabía que estaba en connivencia con ellos.
Me disparó y…, y conseguí encerrarla en el sótano —frunció el ceño, trataba de seguir, y con gran esfuerzo continuó—, y después cogí el coche y vine aquí.
Se relajó de súbito y de modo total. Como si se hubiera mantenido a fuerza de voluntad y ahora ya no le importara nada. Se dejó caer sobre la almohada y cerró los ojos. Kane le dijo:
—Pero ¿cómo saliste de la iglesia, Pamela?
Abrió los ojos y lo miró desconcertada, sin comprender al principio.
—¿La iglesia? Oh…, como siempre —su voz ya era un suspiro— y me fui donde Joanna y ella me disparó —cerró los ojos otra vez—.
Estoy tan cansada, Harry.
Kane se puso de pie y Shafto salió con él de la habitación. Se arregló la gorra en el espejo.
—Bueno, ¿qué le parece? Esa mujer, la Grey, para empezar.
Debe de ser la mayor puta de todos los tiempos.
—¿A quién se lo debemos comunicar? Al Departamento de Guerra y al cuartel general de East Anglia, para empezar…
—¿Tiene idea del tiempo que pasaría pegado al teléfono mientras esos bastardos calienta-sillones del estado mayor deciden lo que conviene hacer? —le interrumpió Shafto—. ¿Está claro lo que pienso? —golpeó con el puño sobre la mesa—. No, por Dios. Voy a aplastarles la nariz a esos alemanotes yo mismo, aquí y ahora, y tengo los hombres necesarios. ¡Acción inmediata! —se rió con fuerza—. El lema de Churchill. Me parece bastante apropiado.