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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (43 page)

Kane se dio cuenta de todo en ese instante. A Shafto todo esto le parecía una gracia concedida personalmente por los dioses. No sólo la salvación de su carrera, sino el comienzo definitivo de la misma. El hombre que salvaría a Churchill. Un hecho de armas que tendría un lugar en los libros de historia. Si el Pentágono no le concedía las estrellas de general después de esta operación, habría disturbios en las calles.

—Escúcheme, señor —le dijo Kane, tozudo—. Si lo que dice Pamela es cierto, es muy posible que esto sea un lío tremendo. Y con todo respeto debo sugerirle que el Departamento de Guerra no vería con buenos ojos que…

Shafto volvió a golpear el escritorio con los puños.

—¿Qué mosca le ha picado? ¿O esos muchachos de la Gestapo le han trabajado a usted también? —se volvió hacia la ventana, furioso, y casi inmediatamente giró una vez más sobre sus talones, sonriendo ahora como un escolar contrito—. Lo siento, Harry, ha sido un exabrupto. Tiene razón, por supuesto.

—De acuerdo, señor, ¿qué hacemos?

Shafto miró la hora.

—Las 4.15. El primer ministro debe de estar cerca. Sabemos por dónde viene. Creo que sería una buena idea que cogiera un jeep y se cruzara en su camino. Según la información que nos dio la joven, seguramente le alcanzará a este lado de Walsingham.

—De acuerdo, señor. Por lo menos le podemos ofrecer un ciento diez por ciento de seguridad aquí mismo.

—Exactamente —dijo Shafto, que se sentó y tomó el teléfono —.

Váyase ahora mismo y llévese a Garvey.

—Sí, mi coronel.

Kane abrió la puerta y oyó que Shafto decía:

—Comuníqueme con el oficial al mando del cuartel general de East Anglia. Quiero hablar con él en persona… Con nadie más.

Cuando se cerró la puerta, Shafto retiró el dedo índice de la horquilla del teléfono. Se oyó la voz de la telefonista:

—¿Decía algo, coronel?

—Sí, póngame con el capitán Mallory.

Mallory llegó treinta segundos después.

—¿Me necesita, coronel?

—A usted y cuarenta hombres listos para partir dentro de cinco minutos. En ocho jeeps. Llénelos y ármelos con equipo completo.

—Muy bien, señor —dijo Mallory; vaciló un segundo y se decidió a romper una de las normas más estrictas—: ¿Puedo saber cuál es la intención del coronel?

—Bueno, digamos que esta noche será comandante o habrá muerto.

Cuando salió Mallory, el corazón le latía agitadamente. Shafto fue al armario del rincón, sacó una botella de whisky y se llenó a medias un vaso. La lluvia golpeaba la ventana; se quedó un momento inmóvil, bebiendo su whisky, pensando. Dentro de veinticuatro horas seguramente sería el hombre más conocido de Estados Unidos.

Su día había llegado. Estaba absolutamente convencido.

Tres minutos después estaba afuera examinando los jeeps preparados para salir. Mallory, a bordo del primer vehículo, conversaba con el oficial más joven de la unidad, el alférez Chalmers.

Se pusieron firmes y Shafto se detuvo en el primer peldaño de la escalera.

Se estarán preguntando de qué se trata. Se lo voy a decir. A unos trece kilómetros de aquí hay un pueblo llamado Studley Constable. Lo verán muy claramente en los mapas. La mayoría de ustedes debe de saber que Winston Churchill ha estado visitando hoy una base de la RAF cerca de King’s Lynn. Lo que no saben es que pasará la noche en Studley Grange. Aquí es donde la cosa se empieza a poner interesante. En Studley Constable hay dieciséis hombres del batallón independiente de paracaidistas polacos que se están entrenando. Es muy difícil no reparar en ellos, con esas hermosas boinas rojas y esos uniformes de camuflaje —alguien se rió y Shafto hizo una pausa hasta que se restableció el silencio—. Ahora viene la novedad. Esos hombres son alemanes. Paracaidistas alemanes que han descendido aquí para secuestrar a Churchill. Les vamos a poner a todos ellos contra la pared —el silencio era total y el coronel movió la cabeza lentamente—. Sólo les puedo prometer una cosa. Si esto sale bien, mañana sus nombres resonarán desde California hasta Maine. Y ahora listos para partir.

La actividad empezó instantáneamente. Los motores se pusieron en funcionamiento. Shafto bajó por la escalera y le dijo a Mallory:

—Asegúrese que miren bien los mapas durante el camino. No habrá tiempo para ninguna conferencia cuando lleguemos allá.

Mallory se marchó de prisa y Shafto le habló a Chalmers:

—Usted queda a cargo de Meltham House, muchacho, hasta que regrese Kane —le dio una palmada en los hombros y agregó—: No se desilusione. Vendrá con el señor Churchill. Ocúpese de que tenga todas las comodidades posibles.

Saltó al primer jeep de la fila e hizo una seña al conductor.

—Muy bien, hijo, partamos.

Avanzaron por el camino del jardín, los centinelas abrieron en seguida las puertas y el convoy comenzó a avanzar por la carretera.

Avanzaron doscientos metros y Shafto dio orden de detenerse junto a un poste de teléfonos.

—Deme esa Thompson —le dijo al sargento Hustler.

Hustler se la entregó. Shafto la preparó, apuntó y disparó una ráfaga a la parte superior del poste. Destrozó las conexiones y saltaron astillas de madera, quedaron las líneas cortadas y los cables se curvaron en el aire. Shafto devolvió el arma a Hustler.

—Así no hay peligro de que se curse ninguna llamada sin autorización —golpeó con la palma de la mano los costados del vehículo—. Muy bien, ahora vamos, vamos, ¡vamos!

Garvey conducía el jeep como un poseso, rugiendo a través de los caminos secundarios a una velocidad cuyo supuesto es que nadie debe venir en sentido contrario. Y casi llegan tarde. Garvey aceleraba por el último tramo del camino, que empalmaba con la carretera de Walsingham, cuando vio cruzar al pequeño convoy. Delante iban dos policías en motocicletas, en seguida venían dos Humber cerrados y detrás otros dos policías.

—¡Es él! —gritó Kane.

El jeep patinó al entrar a la carretera principal; Garvey iba con el acelerador a fondo. En pocos instantes iban a alcanzar el convoy.

Los dos policías de retaguardia miraron sobre los hombros apenas les sintieron detrás. Uno de ellos les indicó que volvieran atrás.

—Sargento —dijo Kane—, acelere y adelánteles, y si no tiene otro modo de detenerles le autorizo a embestir el primer coche.

—Mayor —sonrió Dexter Garvey—, le voy a decir algo. Si esto sale mal vamos a ir a parar al cementerio tan rápido que ni siquiera sabrá usted qué día es.

Giró a la derecha, pasó a los motoristas y se colocó paralelo al segundo Humber. Kane no podía ver quién era el hombre que iba en el asiento trasero porque las cortinas laterales estaban corridas para asegurar un mínimo de intimidad. El conductor, que vestía uniforme azul oscuro de chófer, miró de soslayo, alarmado, y su acompañante en el asiento delantero, un hombre de traje gris, sacó un revólver.

—Trate de adelantar al próximo —ordenó Kane y Garvey aceleró y se puso junto al primer coche, sin dejar de tocar el claxon.

Allí viajaban cuatro hombres, dos con uniforme del ejército.

Los dos coroneles, uno de ellos con las insignias del estado mayor.

El otro se volvió, alarmado, y Kane se encontró casi cara a cara con sir Henry Willoughby. Se reconocieron instantáneamente. Kane le gritó a Garvey:

—Está bien. Adelanta y frena. Creo que se detendrán.

Garvey aceleró y adelantó a los dos policías que encabezaban el convoy. Un claxon sonó tres veces detrás de ellos. Era una señal convenida con antelación, sin duda. Kane miró hacia atrás y vio que los vehículos se apartaban situándose en la cuneta. Garvey frenó y Kane bajó de un salto y corrió hacia atrás.

Los policías ya le tenían encañonado con sus Sten antes de que hubiera avanzado tres metros y el hombre del traje gris, posiblemente el guardaespaldas del primer ministro, saltó del segundo coche revólver en mano.

El coronel del estado mayor bajó del primer coche, y detrás suyo sir Henry Willoughby.

—Mayor Kane —dijo sir Henry, espantado—, ¿qué demonios está usted haciendo aquí?

—Me llamo Corcoran —intervino el coronel—, jefe de Inteligencia del cuartel general de East Anglia. ¿Tendría usted la bondad de explicarse, señor?

—El primer ministro no debe ir a Studley Constable —dijo Kane—. Un comando de paracaidistas alemanes ha ocupado el pueblo y…

—Bueno, bueno —le interrumpió sir Henry—, nunca he oído tontería más grande…

Corcoran le hizo callar.

—¿Podría probar de algún modo sus afirmaciones, mayor?

—Por Dios Todopoderoso —le gritó Kane—. Están aquí para apoderarse de Churchill, tal como Skorzeny secuestró a Mussolini, ¿no lo entiende? ¿Qué tengo que hacer para convencerles? ¿Nadie me va a escuchar?

—Yo le escucharé, joven. Me puede contar a mí la historia —dijo una voz detrás de Corcoran, una voz que Kane conocía perfectamente.

Harry Kane se volvió lentamente, se inclinó junto a la ventanilla posterior del Humber y se encontró cara a cara con el gran hombre.

Steiner encontró cerrada la puerta de la casa de Hobs End. Se fue al establo, pero allí tampoco había señal alguna del irlandés.

—Allí viene, señor —gritó Briegel.

Devlin avanzaba en la moto por la estrecha red de diques. Entró al patio, dejó en su soporte la motocicleta y se quitó las gafas.

—Veo que hay un poco de público, coronel.

Steiner le cogió del brazo y se fue con él hacia la pared de la casa. Allí le explicó, sucintamente, lo que había ocurrido.

—Bueno —le dijo cuando hubo terminado—. ¿Qué le parece?

—¿Está usted seguro de que su madre no era irlandesa?

—Mi abuela lo era.

—Me debí dar cuenta antes. Quizá podamos salir del paso —sonrió—. Pero tengo clara una cosa. Me dolerán las uñas esta noche.

—Nos mantendremos en contacto —dijo Steiner y subió al jeep.

Desde el bosque del cerro al otro lado de la carretera, Molly observaba a Devlin, de pie junto a su caballo. Vio cómo el irlandés sacaba la llave y abría la puerta de la casa. Pensaba enfrentarle, llena de la desesperada esperanza de haberse, incluso hasta ese momento, equivocado. Pero apenas vio a Steiner y a los dos hombres del jeep supo la verdad definitiva.

Shafto ordenó que la columna se detuviera a un kilómetro de Studley Constable.

—No hay tiempo para bromas desde este momento. Hay que golpearles con fuerza antes de que puedan darse cuenta de lo que sucede. Capitán Mallory, tome tres jeeps y quince hombres y cruce el pueblo en dirección este por los caminos secundarios que aparecen en el mapa. Gire en círculo hasta quedar en la carretera a Studley Grange, al norte del molino. Sargento Hustler, apenas lleguemos a los límites del pueblo usted se bajará con doce hombres y avanzará por ese sendero hundido que hay en el bosque Hawks y que conduce a la iglesia. El resto de los hombres se queda conmigo. Avanzaremos por la carretera desde la casa de esa tal Grey.

—Así quedarán atrapados entre dos fuegos —comentó Mallory.

—Como en el infierno. Cuando todo el mundo ocupe sus posiciones y dé la señal por radio, avanzaremos y acabaremos con ellos rápidamente.

Se produjo un momento de silencio. El sargento Hustler habló finalmente.

—Con todo mi respeto, coronel, ¿no sería conveniente hacer primero un reconocimiento? —trató de sonreír—. Porque he oído que esos paracaidistas alemanes no son ninguna broma.

—Hustler —le dijo fríamente Shafto—, si me vuelve a discutir alguna vez una orden le voy a degradar tan rápido que ni se acordará de su nombre —se le retorció un músculo en la mejilla izquierda mientras paseaba la mirada por todos sus hombres—. ¿Nadie tiene agallas aquí?

—Por supuesto, coronel —dijo Mallory— y todos le seguiremos.

Ojalá sea así —dijo Shafto—. Porque pienso partir ahora mismo yo solo con una bandera blanca.

—¿Les quiere proponer que se rindan, señor?

—Qué rendición ni que ocho cuartos, capitán. Mientras converso con ellos el resto de ustedes tomará las posiciones que indiqué y tendrán exactamente diez minutos para hacerlo desde el momento en que pise ese pantano. Así que dense prisa.

Devlin tenía hambre. Se calentó un poco de sopa, se hizo un huevo frito y un sándwich con dos rebanadas de pan del que le había hecho Molly. Estaba comiendo en la silla junto al fuego cuando sintió una brisa de aire fresco que le golpeaba la mejilla izquierda. La puerta se había abierto y cuando levantó la vista se encontró con Molly.

—¿Así que ya has venido? —le dijo, cariñosamente—. Estaba comiendo un poco antes de ir a buscarte —alzó el sándwich—.

¿Sabías que estas cosas las inventó nada menos que un conde encadenado?

—¡Bastardo! ¡Cerdo sucio! ¡Te has servido de mí!

Se lanzó sobre él y le clavó las uñas en la cara. Devlin la agarró por las muñecas y trató de controlarla.

—¿Qué pasa? —le preguntó, aunque lo sabía perfectamente.

—Lo sé todo. No se llama Carter. Es Steiner, y él y sus hombres, esos malditos alemanes, han venido a apoderarse de Churchill. ¿Y cómo te llamas tú? Apuesto a que no te llamas Devlin.

La empujó a un lado, y fue en busca del Bushmills y un vaso.

—No, Molly, no me llamo Devlin. Tú no formabas parte de todo esto, mi amor. Pero apareciste…

—¡Maldito traidor!

—Molly, soy irlandés —le dijo, casi exasperado—, es decir que soy tan distinto a ti como un alemán de un francés. Soy un extranjero aquí. No somos iguales porque hablemos el mismo inglés con acento distinto. ¿Cuándo lo vas a entender?

En los ojos de Molly se empezaba a dibujar la incertidumbre, pero insistió.

—¡Traidor!

Devlin palideció y se tensó, sus ojos adquirieron un azul más intenso, le tembló la barbilla.

—No soy un traidor, Molly. Soy un soldado del Ejército Republicano Irlandés. Combato por una causa que estimo tanto como tú la tuya.

Ella necesitaba herirle, dañarle, y tenía las armas necesarias.

—Bueno, de poco te servirá a ti y a tu amigo Steiner. Ya debe de estar listo o muy pronto lo estará. Y tú serás el próximo.

—¿De qué estás hablando?

—Pamela Vereker estaba conmigo en la iglesia cuando él y sus hombres dejaron allí a su hermano y a George Wilde. Oímos lo bastante como para que ella partiera corriendo a Meltham House a traerá esos rangers.

—¿Cuándo fue eso? —le dijo Devlin y la aferró de un brazo.

—¡Vete al infierno!

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