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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (44 page)

BOOK: Ha llegado el águila
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—¡Dímelo, maldita sea! —le dijo y la sacudió con violencia.

—Creo que ya deberían estar allí. Si el viento soplara en esta dirección seguramente podrías oír los tiros. Así que no puedes hacer nada, excepto escapar ahora que aún estás a tiempo.

La soltó y le dijo con amargura:

—Seguramente sería lo más sensato, pero no soy exactamente sensato.

Se puso la gorra y las gafas, el impermeable y se apretó el cinturón. Se acercó a la chimenea y buscó algo debajo de unos papeles de periódico que había detrás de la leña apilada. Allí tenía un par de granadas que Ritter Neumann le había dado. Se las guardó en los bolsillos del impermeable, guardó el Máuser en otro bolsillo, alargó la correa de su Sten y se lo colgó al cuello de modo que le quedara casi a la altura de la cintura para poder disparar con una sola mano si era preciso.

—¿Adónde vas? —le preguntó Molly.

—Al Valle de la Muerte, Molly, mi amor, donde cabalgan los seiscientos y todos esos desechos británicos. —Se sirvió un vaso de Bushmills y advirtió la expresión de asombro de la joven—. ¿Creías que me iba a escapar por los montes y dejar a Steiner en la estacada? —sacudió la cabeza—. Por Dios, niña, y yo que creía que me conocías un poco.

—No puedes subir allí —le dijo ella, y había verdadero pánico en su voz—. Liam, no tienes la menor posibilidad.

Le cogió el brazo.

—Oh, tengo que ir, muñeca mía —le dijo y la besó en la boca y la empujó con fuerza a un lado; al llegar a la puerta agregó—: Por si vale la pena, te dejé una carta. No es mucho, me parece, pero si te interesa está sobre la repisa de la chimenea.

Se cerró la puerta y ella se quedó inmóvil, helada. Oyó el rugido del motor y la máquina que se alejaba como si perteneciera a otro mundo. Encontró la carta y la abrió febrilmente. Decía:

Molly, mi único amor verdadero:

Como dijo una vez un gran hombre, el mar me ha cambiado por completo y nunca nada volverá a ser igual. Vine a Norfolk a efectuar un trabajo y no a enamorarme por primera y verdadera vez en la vida de una fea campesina que debió ver mejor las cosas. En este momento ya debes saber lo peor de lo peor de mí; pero te ruego que no pienses en ello. Tener que dejarte es para mí castigo suficiente.

Que quede todo en este punto. Como dicen en Irlanda, hemos conocido los dos días.

LIAM

Los ojos se le llenaron de lágrimas y las palabras se le borraron.

Guardó la carta en el bolsillo y salió, al patio, vacilante. El caballo continuaba amarrado en la argolla donde lo había dejado. Lo desató rápidamente, montó de un salto y le obligó a lanzarse inmediatamente al galope golpeándole el cuello con los puños. Al terminar el dique atravesó la carretera, saltó la cerca del lado contrario y galopó directamente hacia el pueblo por el camino más corto, a través de los campos.

Otto Brandt estaba sentado en el parapeto del puente.

Encendió un cigarrillo como si no tuviera nada en qué ocuparse.

—¿Qué hacemos entonces? ¿Vamos a buscarle?

—¿Adónde? —dijo Ritter y miró la hora—. Las cinco menos veinte. A las seis y media, o antes, estará oscuro. Si conseguimos aguantar hasta entonces nos podremos retirar en grupos de dos o tres y llegar a Hobs End. Quizá alguno logre llegar al barco.

—A lo mejor el coronel tiene otros proyectos —comentó el sargento Altmann.

—Exacto —asintió Brandt—, pero él no está aquí. Así que, de momento, tengo la impresión de que debemos prepararnos para un pequeño combate.

—Lo cual plantea un problema importante —dijo Ritter—.

Hemos de luchar como soldados alemanes. Eso quedó claro desde el principio. Creo que ha llegado el momento de quitarnos estos disfraces.

Se quitó la boina roja y la chaqueta de paracaidista inglés, dejando al descubierto su
Fliegerbluse.
Sacó de un bolsillo una gorra de la Luftwaffe, una
Schiff
y se la colocó en el ángulo adecuado.

—De acuerdo —le dijo a Brandt y a Altmann—. Hagan todos lo mismo en seguida.

Joanna Grey había presenciado toda la escena desde la ventana del dormitorio y la visión del uniforme de Ritter la hizo estremecer.

Observó que Altmann se dirigía a la oficina de Correos. Poco después salió el señor Turner. Cruzó el puente y empezó a subir hacia la iglesia.

Ritter se hallaba en un terrible dilema. En circunstancias normales habría ordenado una inmediata retirada. Pero, como le había dicho a Brandt, ¿adónde? Tenía doce hombres, incluyéndose él mismo, para controlar el pueblo y los prisioneros de la iglesia. Una situación imposible. Pero también lo había sido el canal Alberto y Eban Emael. Eso habría dicho Steiner. En ese instante se le ocurrió —y no era la primera vez— que había llegado a depender enormemente de Steiner después de tantos años juntos en campaña.

Trató de comunicarse con él por radio.

—¿Me escuchas, Aguila Uno? —dijo en inglés—. Habla Águila Dos.

No hubo respuesta. Le pasó el micrófono a Hagl, que descansaba al abrigo de la pared del puente y tenía encañonada su Bren a través de un tubo de drenaje, lo que le abría ante él un excelente campo de tiro. A su lado había un montón de revistas muy bien ordenadas. Él también se había quitado la boina roja y la chaqueta y llevaba la
Schiff
y la
Fliegerbluse
, pero conservaba los pantalones del equipo inglés de camuflaje.

—¿No hay suerte,
herr Oberleutnant?
—le dijo, y en el mismo momento se puso en tensión—. Creo que se acerca un jeep.

—Sí, pero viene justamente en la dirección contraria —le dijo Ritter, sombrío.

Se situó sobre la pared junto a Hagl, se volvió y vio al jeep que doblaba la esquina de la casa de Joanna Grey. En la antena de la radio enarbolaba un pañuelo blanco. Llevaba un solo ocupante, el que iba al volante. Ritter avanzó y le esperó, con las manos en las caderas.

Shafto no se había molestado en ponerse un casco de metal y todavía llevaba su gorra. Sacó un habano de uno de los bolsillos de la camisa y se lo llevó a los labios sólo para aumentar el efecto. Lo encendió con toda calma y después bajó del jeep y avanzó. Se detuvo a uno o dos metros de Ritter y se quedó allí, con las piernas separadas, mirándole detenidamente.

—Coronel —le saludó formalmente Ritter, que se fijó en su grado.

Shafto devolvió el saludo. Reparó en las dos Cruces de Hierro, en la cinta de la campaña de Rusia, la condecoración de los heridos en combate, la concedida por servicios distinguidos en combates terrestres, la insignia de los paracaidistas y el grado. Comprendió que ese joven de rostro amable y relajado era un endurecido veterano.

—¿Así que se acabó el disfraz,
herr Oberleutnant
? ¿Dónde está Steiner? Dígale que el coronel Robert E. Shafto, al mando de la brigada número 21 de las fuerzas especiales, quiere hablar con él.

—Yo estoy al mando aquí, señor. Tiene que tratar usted conmigo.

Shafto advirtió el cañón de la Bren, que aparecía a través del tubo de desagüe del parapeto del puente; examinó en seguida la oficina de Correos y el primer piso de Studley Arms, donde había dos ventanas abiertas. Ritter le dijo, amablemente:

—¿Tiene que examinar algo más, coronel, o ya lo ha visto todo?

—¿Qué le ha sucedido a Steiner? ¿Se ha escapado y le ha dejado al mando?

Ritter no le respondió y Shafto siguió hablando:

—De acuerdo, hijo, sé cuántos hombres tiene a su mando, y si me veo obligado a dar la orden de ataque a los míos ustedes no durarían ni diez minutos. ¿Por qué no somos prácticos y arroja usted la toalla?

—Lo siento —dijo Ritter—, pero vine tan deprisa que olvidé poner una en el maletín.

—Le doy diez minutos, nada más, y después atacaremos —dijo Shafto y tiró ceniza del cigarro al suelo.

—Y yo le doy dos minutos, coronel —dijo Ritter—, para que se marche corriendo al infierno antes de que mis hombres abran fuego.

Se oyó el sonido metálico de las armas que se amartillaban.

Shafto alzó la vista hacia las ventanas y dijo sombríamente:

—De acuerdo, hijo, usted lo ha querido.

Dejó caer el cigarro, lo aplastó lentamente en el suelo, volvió al jeep y se sentó al volante. Mientras retrocedía tomó el micrófono de la radio de campaña.

—Habla Azúcar Uno. Cuento veinte segundos. Diecinueve, dieciocho, diecisiete…

Pasó frente a la casa de Joanna Grey cuando iba en la cuenta de doce y desapareció de la vista a los diez.

Joanna le observó alejarse desde la ventana, se volvió y se marchó al estudio. Abrió la puerta secreta de su cubil en el altillo, la cerró tras de sí y dio la vuelta a la llave. Subió, se sentó junto a la radio, sacó la Luger de un cajón y la dejó sobre la mesa al alcance de la mano. Cosa extraña, ahora que todo era ya inminente y definitivo, no sentía ningún miedo. Buscó la botella de escocés y se sirvió un trago, mientras afuera comenzaba el fuego.

El primer jeep de la sección de Shafto entró rugiendo al camino recto. Llevaba cuatro hombres delante y otros dos en la parte trasera, a cargo de la Browning. En el momento en que cruzaban frente a la granja contigua a la de Joanna Grey, Dinter y Berg se pusieron de pie a un tiempo. Dinter sostuvo el cañón de una Bren sobre el hombro y Berg disparó. Una sola descarga bastó para derribar a los dos hombres encargados de la Browning. El jeep saltó la cuneta del camino y se volcó hasta quedar finalmente descansando en el arroyo.

El próximo jeep patinó velozmente. Su conductor intentó apartarlo, pero estuvo a punto, después de atravesar el césped, de quedar junto al otro. Consiguió girar en redondo, sin embargo. Berg giró también el cañón de la Bren y no dejó de disparar. Liquidó a uno de los sirvientes de la ametralladora Browning, que cayó del vehículo, ya éste le destrozó el parabrisas antes de que alcanzara a doblar la esquina y huir.

En el sitio de Stalingrado, Dinter y Berg habían aprendido que la esencia del éxito en tales situaciones consiste en dar en el blanco y huir de inmediato a otro sitio. Salieron en seguida a través de una puerta de hierro de la pared y retrocedieron a la oficina de Correos, utilizando, para cubrirse, las paredes traseras de las casas.

Shafto, que había presenciado la derrota desde una eminencia del bosque, apretó los dientes, furibundo. Sólo en ese instante comprendió que Ritter le había dejado ver exactamente lo que quería que viera.

—Ese pequeño bastardo me está poniendo en aprietos —dijo en voz baja.

El jeep que acababa de recibir los impactos se detuvo a un costado de la carretera, frente al tercer vehículo. Su conductor tenía una profunda herida en la cara. El sargento Thomas le estaba vendando. Shafto les gritó, desde arriba:

—Por Cristo, sargento, ¿a qué está jugando? Hay una ametralladora detrás del jardín de la segunda casa. Tome tres hombres y vaya a apoderarse de ella en seguida.

Krukowski, que estaba a la espera detrás de él con el teléfono, hizo una mueca. «Hace cinco minutos —pensó— éramos trece. Ahora somos nueve. ¿A qué demonios se cree que está jugando?»

Desde el otro extremo del pueblo se oyó fuego graneado. Shafto miró a través de los prismáticos de campaña. Pero sólo alcanzó a ver un trozo de carretera que doblaba más allá del puente y el techo del molino, que quedaba entre las dos últimas casas a la vista. Chasqueó los dedos para que Krukowski le pasara el teléfono.

—¿Mallory, me escucha?

—Afirmativo, coronel —respondió de inmediato Mallory.

—¿Qué demonios está ocurriendo allá arriba? Le estaba esperando con buenas noticias.

—Tienen un buen punto de apoyo en el primer piso de un molino. Disponen de un excelente campo de tiro. Nos destrozaron el primer jeep, que quedó bloqueando la carretera. Ya he perdido cuatro hombres.

—Pierda unos pocos más entonces —le aulló Shafto en el teléfono—, pero entre allí, Mallory, quémeles vivos. A cualquier precio.

El fuego era muy intenso en aquellos momentos. Shafto trató de hablar con la otra sección.

—¿Está bien, Hustler?

—Coronel, Hustler al habla —contestó una voz desfallecida.

—Espero verle sobre esa colina de la iglesia de un momento a otro.

—Ha sido muy duro, coronel. Atravesamos el campo, como usted nos dijo, y caímos en una trampa. Pero nos estamos acercando a la parte sur del bosque en este momento.

—Bueno, ábrase paso de una vez, por Cristo.

Le devolvió el teléfono a Krukowski.

—¡Por Cristo Jesús! —dijo amargamente—. En realidad no se puede confiar en nadie; cuando llega el momento definitivo de hacer el trabajo para el cual nos han preparado, resulta que tengo que hacerlo todo personalmente.

Bajó la cuneta del camino en el mismo momento en que el sargento Thomas y tres hombres regresaban.

—Nada que informar, coronel.

—¿Qué es eso de nada que informar?

—No había nadie, señor, sólo eso —le dijo y le pasó un puñado de cartuchos.

Shafto le golpeó en la mano violentamente y desparramó los cartuchos por el suelo.

—De acuerdo, quiero que los dos jeeps ataquen juntos con dos hombres en cada Browning. Que destruyan ese puente. Quiero que hagan uso de toda la potencia de fuego de que disponen; allí no debe volver a crecer la hierba.

—Pero, coronel… —empezó a decir Thomas.

—Y usted tome cuatro hombres y ábrase paso por detrás de las casas. Ataque la oficina de Correos por retaguardia, desde el puente.

Krukowski se queda conmigo —golpeó violentamente sobre el motor del jeep—. ¡Adelante!

Otto Brandt tenía al cabo Walther, a Meyer y a Riedel en el molino. El sitio era perfecto desde un punto de vista defensivo: las viejas paredes de piedra tenían cerca de un metro de espesor y las puertas de encina de la planta baja eran muy fuertes. Las ventanas del primer piso dominaban un gran campo de fuego y allí había instalado Brandt una ametralladora Bren.

Abajo estaba ardiendo un jeep que bloqueaba la carretera.

Adentro aún había un hombre, y otros dos despatarrados en la cuneta. Brandt había liquidado el jeep personalmente. Al principio no dio señal alguna de vida, y dejó que Mallory y sus hombres avanzaran a buena velocidad. Sólo en el último instante les lanzó un par de granadas desde la puerta del altillo. El efecto había sido catastrófico. Los norteamericanos, después, hicieron fuego graneado protegidos por las verjas de piedra de las casas y desde cierta distancia; pero las descargas no hacían más que rasguños en las gruesas paredes de piedra.

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