—¿Ha oído hablar de un tal Garvald, señor?
—¿Te refieres a Ben Garvald? —preguntó Rogan, después de pensar un momento—. Malas noticias durante muchos años. El mayor villano del norte.
—Ha muerto esta mañana. Gangrena a consecuencia de un balazo. Se le intervino demasiado tarde.
Rogan encendió un fósforo.
—Mucha gente va a exclamar que ésta es la mejor noticia del año. Pero ¿qué tiene que ver con nosotros?
—Fue un irlandés el que le disparó en la rodilla derecha.
—Eso sí que es interesante —dijo Rogan, que se quedó mirando fijamente a su ayudante—. Es el modo oficial de castigar que tiene el IRA cuando alguien trata de traicionarles. ¿Cómo se llama el irlandés?
Dejó escapar una maldición. El fósforo que tenía en la mano izquierda le había quemado los dedos.
—Murphy, señor.
—Podría ser. ¿Hay más?
—Posiblemente sí —continuó Grant—. Garvald tenía un hermano y se ha quedado tan afectado con su muerte que está cantan como un pájaro. Lo único que desea es ver a Murphy contra la pared.
—Tendremos que averiguar primero si podemos obligarle.
¿Cuál es el motivo de todo esto?
Grant se lo contó con cierto detalle y, al terminar, Rogan había fruncido el ceño.
—¿Un camión del ejército, un jeep, pintura de camuflaje? ¿Que querrá hacer con esas cosas?
—Quizás intentan asaltar una base militar, señor, con el fin obtener armas.
Rogan se puso de pie y avanzó hasta la ventana.
—No, eso no me lo trago, a menos que descubramos pruebas suficientes. No están lo bastante activos para eso, de momento. No son capaces para ese tipo de operaciones, creo que usted lo sabe también. Aquí y en Irlanda le hemos roto el espinazo al IRA. Y De Valera ha internado a la mayoría en Currgah. No tendría sentido una operación de este tipo. ¿Y qué cree el hermano de Garvald?
Sacudió la cabeza y volvió al escritorio.
—Parece creer que Murphy está organizando un asalto a algún depósito de abastecimientos de las fuerzas armadas o algo semejante. Sabe de qué se trata, supongo. Penetran vestidos de soldados en camiones del ejército.
—Y vuelven a salir cargados con cincuenta mil libras en whisky y cigarrillos. Ya lo han hecho otras veces.
—Así que Murphy es otro de esos ladrones. ¿Es eso lo que piensas?
—Lo aceptaría si no fuera por la bala en la rótula. Eso pertene al IRA. No, algo me dice que no estamos ante un caso tan simple Fergus. Creo que estamos en la pista de algo importante.
—De acuerdo, señor, ¿y cómo debemos actuar?
Rogan se acercó a la ventana, pensando en ello. Hacía un día típicamente otoñal. La neblina del Támesis se difuminaba sobre los techos, gotas de agua caían de los sicomoros.
—Hay una cosa clara. Esto no es algo de lo que puedan encargarse solos los de Birmingham. Lo tomarás personalmente bajo tu control. Pide un vehículo y trasládate allí hoy mismo. Llévate las fichas, las fotografías, todo. Todo lo relativo a cualquier miembro del IRA que aún no esté en la cárcel. Quizás ese Garvald nos pueda ayudar.
—¿Y si no resulta, señor?
—Entonces empezaremos con las preguntas. Los canales habituales. La sección especial de Dublín nos ayudará todo lo que pueda. Odian más que nunca al IRA desde que el año pasado les mataron al sargento O’Brien. Siempre te sientes peor cuando te tocan a uno de los tuyos.
—Muy bien, señor —dijo Grant—, empiezo ahora mismo.
A las ocho de la noche el general Karl Steiner terminó de comer lo que le habían servido en su habitación del segundo piso de la Prinz Albrechtstrasse. Pierna de pollo, patatas fritas tal como a él le gustaban, ensalada y media botella de Riesling muy fría. Increíble.
Y un café para terminar.
Las cosas habían cambiado, sin duda, desde esa última noche terrible en que sucumbió y se desmayó después del tratamiento eléctrico. A la mañana siguiente se había despertado entre sábanas limpias de un lecho muy cómodo. Ni la menor señal de ese bastardo Rossmanni ni de sus esbirros de la Gestapo. Sólo un
Obersturmbannführer
, llamado Zeidler, un tipo muy decente aunque fuera de las SS, un verdadero caballero.
Se había disculpado mil veces. Habían cometido un terrible error. Les habían enviado falsas informaciones con alguna intención malévola. El
Reichsführer
en persona había ordenado la más completa investigación. Los responsables serían apresados y castigados. Lamentaba que el general tuviera que seguir retenido todavía, pero sería cuestión de unos pocos días. Estaba seguro de que el general comprendería la situación.
Y Steiner la comprendía perfectamente. Contra él sólo tenían suposiciones, nada concreto. Y él no había dicho absolutamente nada, a pesar de todas las torturas de Rossman. Así que todo debía parecer una equivocación de quién sabe quién. Se ocupaban tanto de él porque le querían liberar en buenas condiciones. Las huellas y cicatrices habían desaparecido casi por completo. Tenía buen aspecto si no se prestaba demasiada atención a sus ojeras. Incluso le habían dado un uniforme nuevo.
El café era verdaderamente muy bueno. Empezaba a servirse otra taza cuando sintió el ruido de la llave en la cerradura y la puerta se abrió tras él. Un silencio extraño. El aire parecía vibrar detrás de su cabeza.
Se volvió, lentamente, y encontró a Rossman de pie en el umbral. Llevaba la gorra de campaña y el abrigo de cuero sobre los hombros, un cigarrillo le colgaba de un extremo de la boca. Dos hombres de la Gestapo, con uniforme completo, le flanqueaban.
—Hola,
herr General
—dijo Rossman—. ¿Creía que le habíamos olvidado?
Algo se le quebró a Steiner en las entrañas. Todo le pareció entonces horriblemente claro.
—¡Bastardo! —le gritó y le tiró a la cara la taza de café.
—Muy desagradable —dijo Rossman—. No debía haber hecho eso.
Uno de los hombres de la Gestapo se movió con rapidez y le golpeó en el vientre con la punta de su bastón. Steiner cayó al suelo con un grito de agonía. Otro golpe en la sien le dejó completamente inconsciente.
—A la celda —dijo Rossman y salió.
Los hombres de la Gestapo le cogieron de los tobillos y salieron arrastrando al general cabeza abajo. Marcaban el paso con una precisión militar que no se alteró ni cuando bajaron la escalera.
Max Radl golpeó la puerta del despacho del
Reichsführer
y entró. Himmler estaba sentado junto al fuego, bebiendo café. Dejó la taza y se acercó al escritorio.
—Esperaba que ya estuviera en camino —le dijo a Radl.
—Salgo esta noche para París. Como debe saber,
herr
Reichsführer, el almirante Canaris no se ha ido a Italia hasta hoy por la mañana.
—Desgraciadamente. Sin embargo, usted tendrá tiempo sobrado de todos modos. —Se quitó los lentes y los empezó a limpiar meticulosamente como era su costumbre—. Leí el informe que le entregó Rossman esta mañana. ¿Qué hay de esos rangers norteamericanos que han aparecido en la zona? Explíqueme.
Desplegó el plano en el escritorio y Radl le señaló con el dedo el emplazamiento de Meltham House.
—Verá usted,
herr Reichsführer
, Meltham House queda a tres kilómetros al norte, por la costa, de Studley Constable. A unos diecinueve o veinte de Hobs End. La señora Grey no cree que haya algún problema en esa dirección. Por lo menos eso es lo que ha comunicado en el último mensaje.
—Su irlandés parece a la altura de las circunstancias —comentó Himmler—, y el resto será cuestión de Steiner.
—No creo que nos falle.
—Sí, me olvidaba —dijo secamente Himmler—. En realidad se juega algo muy personal en esta operación.
—¿Quizá me podría informar algo más sobre la situación del general Steiner?
—Ayer por la tarde le vi por última vez —contestó Himmler adecuándose estrictamente a la verdad—, aunque debo confesar que él no me vio a mí. En ese momento estaba comiendo patatas salteadas, verdura fresca y un bistec bastante grande. Si esos hombres se dieran cuenta del efecto que provoca tanta carne en el sistema circulatorio… ¿Come carne usted, señor?
—Creo que sí.
—Y se fuma sesenta o setenta de esos cigarrillos rusos tan malos y además bebe. ¿Cuánto coñac está bebiendo ahora? —Sacudió la cabeza mientras ordenaba sus papeles en una bandeja—. Ah, pero en su caso no creo que eso tenga mucha importancia.
«¿Hay algo que este cerdo no sepa?», se preguntó Radl.
—No,
herr Reichsführer
.
—¿A qué hora partirán el viernes?
—Poco antes de medianoche. Una hora de vuelo si el tiempo es bueno.
Himmler alzó la vista inmediatamente, con la mirada fría.
—Coronel Radl, permítame que le deje una cosa perfectamente en claro. Steiner y sus hombres partirán tal como está planeado, haga buen tiempo o no. Esto no es algo que se pueda postergar para la noche siguiente. Estas oportunidades sólo se presentan una vez en la vida. Habrá una línea continuamente disponible con este cuartel general. Desde la mañana del viernes se comunicarán conmigo cada hora y continuarán haciéndolo hasta que finalice la operación.
—Como usted diga,
herr Reichsführer
.
Radl se dirigió a la puerta y Himmler le dijo:
—Una cosa más. El Führer no está informado de esta operación. Lo he hecho así por varias razones. Estamos en un momento difícil. El destino de Alemania descansa sobre sus hombros, Radl. Me gustaría que esto fuera, ¿cómo podría llamarlo?, ¿una sorpresa?
Radl pensó un instante que Himmler se había vuelto loco. Pero enseguida advirtió que hablaba en serio.
—Es esencial que no le desilusionemos —continuó Himmler—.
Todos estamos en manos de Steiner, de momento. Hágaselo notar, por favor.
—Lo haré,
herr Reichsführer
.
Radl tuvo que reprimir un desenfrenado deseo de reírse.
Himmler levantó el brazo derecho. Era un saludo bastante negligente.
—¡Heil Hitler!
Radl, en lo que más tarde le juró a su esposa había sido el más atrevido de su vida, le saludó militarmente, se volvió hacia la puerta y salió lo más rápido que pudo.
Cuando entró en su despacho de la Tirpitz Ufer se encontró a Hofer preparándole una maleta. Radl sacó su Courvoisier y se sirvió un vaso lleno.
—¿Se siente bien, señor? —preguntó ansiosamente Hofer.
—¿Sabe lo que nuestro querido
Reichsführer
acaba de decirme Karl? El Führer ignora hasta dónde hemos llegado con este proyecto.
Le quiere dar una sorpresa. ¿No le parece encantador?
—Señor, por Dios.
Radl alzó el vaso.
—Por nuestros camaradas, Karl, por los trescientos mil que murieron en la campaña de Rusia, por los trescientos de nuestro regimiento también muertos, no estoy seguro para qué. Y si lo averigua dígamelo. —Hofer le miraba fijamente, y Radl le sonrió—.
De a acuerdo, Karl, seré bueno. ¿Ha comprobado la hora del vuelo a Paris?
—A las 10.30, desde Templehof. Pedí un vehículo para las 9.30.
Tiene mucho tiempo todavía.
—¿Y el otro viaje a Amsterdam?
—Mañana por la mañana, cuando se pueda. Seguramente sobre las once horas.
—Parece bastante justo. Bastará un poco de mal tiempo y no podré despegar hacia Landsvoort hasta el jueves por la mañana. ¿Y las previsiones meteorológicas?
—Negativas. Se acerca un frente frío desde Rusia.
—Siempre esos frentes fríos —dijo Radl, sin expresión. Luego abrió un cajón y sacó un sobre sellado—. Esto es para mi esposa.
Asegúrese de que lo reciba. Siento que no pueda venir conmigo, pero deberá quedarse a cargo del despacho, ¿comprendido?
Hofer miró la larga carta. Se le notaba el temor en los ojos.
—Señor, no creerá que…
—Mi querido Karl —respondió Radl—. No creo nada. Sólo me preparo para cualquier eventualidad desagradable. Si la operación sale mal, me parece que todos los que han tenido relación con ella serán considerados, ¿cómo decirlo?, personas no gratas en la Corte.
Si esto sucede debe usted negar todo conocimiento del asunto. Todo lo que he hecho lo he hecho solo.
—Señor, por favor —dijo Hofer, con la voz alterada y lágrimas en los ojos.
Radl tomó otro vaso, lo llenó y se lo pasó a Hofer.
—Brindemos. Pero ¿por qué brindamos?
—Dios lo sabrá, señor.
—Se lo diré. Por la vida, por el amor, la amistad y la esperanza.
—Sonrió tristemente—. Se me acaba de ocurrir que el
Reichsführer
no debe saber ni lo más mínimo de ninguna de estas cosas. Ah, bueno…
Echó atrás la cabeza y vació el vaso de un solo trago.
Como la mayoría de los oficiales de mayor graduación de Scotland Yard, Jack Rogan tenía un pequeño lecho de campaña en su despacho. Le servía en todas las ocasiones en que los bombardeos dificultaban el regreso a casa. Cuando volvió de la reunión semanal de coordinación con el comisionado asistente de la Sección de Actividades Especiales, se encontró a Grant durmiendo allí.
Rogan asomó la cabeza por la puerta y le pidió al ordenanza que le trajera té. Le dio una patada amistosa a Grant y se acercó a la ventana mientras llenaba la pipa. La niebla era más espesa que nunca. Una verdadera particularidad de Londres, como había dicho Dickens con exactitud.
Grant se levantó y se ajustó la corbata. Tenía el traje arrugado y le hacía falta un afeitado.
Un viaje endemoniado. La niebla era muy densa.
Grant abrió su maletín, sacó un archivo y le dejó una ficha a Rogan en el escritorio. En ella había una fotografía de Liam Devlin.
Cosa extraña, se veía en ella mucho mayor de lo que era. Debajo había varios nombres escritos a máquina.
—Éste es Murphy, señor.
Rogan silbó suavemente.
—¿Es él? ¿Estás seguro?
—Reuben Garvald lo ha asegurado.
—Pero esto no tiene sentido —dijo Rogan—. Lo último que supe de él fue que estaba en España, luchando por la República. Y que estaba cumpliendo una pena de cadena perpetua en un campo de concentración.
—Evidentemente, las cosas han cambiado, señor.
Rogan se puso de pie de un salto y se acercó a la ventana. Se quedó allí un momento, con las manos en los bolsillos.
—Es uno de los pocos cabecillas del movimiento a quien nunca he conocido. Siempre fue el hombre misterioso. Y usa tantos nombres falsos…
—Estudió en el Trinity College, cosa poco habitual en un católico —dijo Grant—. Se graduó con brillantez en literatura inglesa.