Curioso, ya que está con el IRA.
—Eso será para ti el condenado irlandés —le dijo Rogan, que se volvió y se señaló la sien con un dedo—. Podrido desde que nació.
Tiene un tío sacerdote, un grado universitario, ¿y qué es? El ejecutor más frío, el asesino más preciso que ha tenido el movimiento desde Collins y su Escuadrón de la Muerte.
—Muy bien, señor —asintió Grant—, ¿qué debemos hacer?
—En primer lugar ponte en contacto con nuestra gente en Dublín. Averigua si tienen algo.
—¿Y después?
—Si ha entrado legalmente en el país, se tiene que haber registrado en la policía local, sea donde fuere. Registro de extranjeros y una fotografía.
—Que luego se envía al cuartel general de la fuerza del caso.
—Exacto —dijo Rogan y dio una patada al escritorio—. Ya hace dos años que llevo solicitando que centralicen todo eso. Pero nadie quiere hacerlo, ya que son más de setecientos mil los irlandeses que andan por estas latitudes.
—Eso significa enviar fotografías a todas las ciudades y fuerzas rurales del país y pedir que alguien se ocupe en cada lugar de revisar los registros. Llevará tiempo.
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? ¿Publicarlo en el diario?
¿Preguntar si alguien ha visto a este hombre? Quiero averiguar en qué está metido, Fergus, hay que capturarlo, no quiero que huya.
—Por supuesto, señor.
—Entonces en marcha. Prioridad absoluta. Sitúalo en los archivos de Seguridad Nacional. Eso hará que la gente se mueva rápido.
Grant se marchó y Rogan cogió el archivo con las fichas Devlin, se reclinó en la silla y empezó a leerlas.
Todos los aviones estaban detenidos en tierra. La neblina era tan espesa en el aeropuerto de París que Radl, al entrar en la pista, no se podía ver ni las manos. Volvió adentro y llamó al oficial guardia.
—¿Qué piensa usted?
—Lo siento, señor, pero el último parte meteorológico indica que no será posible despegar hasta mañana por la mañana. Y para ser sincero con usted, le diré que puede haber más demora todavía.
Parece que esta niebla va a durar varios días. En todo caso, obligará a los ingleses a permanecer en casa.
Radl se decidió y cogió su maleta.
—Es absolutamente esencial que esté en Rotterdam antes de mañana por la tarde. ¿Dónde están los vehículos?
Diez minutos más tarde exhibía las órdenes del Fiihrer a un capitán de transportes y veinte minutos después salía por la entrada principal del aeropuerto de Orly en un gran Citroën negro.
En ese mismo momento, en el salón de la casa de Joanna Grey, en Studley Constable, ésta jugaba a las cartas con sir Henry Willoughby y el padre Vereker. Sir Henry había bebido mucho más de la cuenta, lo que no le sentaba nada bien, pero estaba de excelente humor.
—Veamos, tengo un matrimonio real, son cuarenta puntos, y también esta secuencia…
—¿Cuánto es eso? —preguntó Vereker.
—Doscientos cincuenta —dijo Joanna Grey—. Y doscientos noventa con el matrimonio.
—Espere un momento —dijo Vereker. Puso el diez junto con la reina.
—Pero si ya se lo expliqué —le dijo Joanna—. El diez viene antes de la reina en el
bezique
.
Philip Vereker movió la cabeza, disgustado.
—No es justo. Nunca seré capaz de entender este condenado juego.
Sir Henry se rió, encantado.
—Es un juego de caballeros, muchacho. El aristócrata de las cartas. —Se puso de pie de un salto, golpeó la silla al hacerlo y la dejó en su sitio—. ¿Te importa si me levanto, Joanna?
—Por supuesto que no, cariño —dijo, amablemente.
—Parece usted muy satisfecho consigo mismo —comentó Vereker.
Sir Henry, que se calentaba la espalda junto al fuego, sonrió.
—Lo estoy, Philip, lo estoy, y por una buena razón.
Y se lo dijo todo, o trató de decirlo, sin poder contenerse más.
—No veo por qué no se lo iba a decir. Por lo demás lo va a saber muy pronto.
«Oh, Dios, viejo loco», pensó Joanna Grey, y estaba realmente alarmada.
—¿Crees que debes decirlo, Henry?
—¿Y por qué no? Si no puedo confiar en ti y en Philip, ¿en quién voy a confiar? El hecho es, padre, que el primer ministro viene a quedarse en casa este fin de semana.
—Cielos, sabía que iba a hablar en Kings Lynn —dijo Vereker, que se había quedado atónito—. Pero, francamente, señor, no sabía que usted conociera al señor Churchill.
—No le conozco —respondió sir Henry—. Pero sucede que quería pasar un fin de semana tranquilo y pintar un poco antes de regresar a la ciudad. Y, naturalmente, había oído hablar de los jardines de Studley. ¿Quién no? Aparecieron en el anuario de la Armada. Me llamaron de Downing Street preguntando si se podía quedar y les contesté que con el mayor gusto.
—Naturalmente —dijo Vereker.
—Y ahora deben guardar el secreto —comentó sir Henry—. La población sólo debe enterarse cuando ya se haya marchado. Me insistieron mucho en ello. Razones de seguridad, ¿comprende? Todas las precauciones son siempre pocas.
Estaba ebrio y pronunciaba mal.
—Supongo que gozará de una gran protección —dijo Vereker.
—En absoluto —afirmó sir Henry—. Quiere la mayor discreción posible. Vendrá con tres o cuatro personas. He dispuesto que un compañía de mi Home Guard proteja el perímetro de Grange mientras esté dentro. Pero no saben el motivo. Creen que se trata de ejercicio.
—¿Y es así, de verdad?
—Sí, iré a Kings Lynn el sábado a recibirle. Volveremos en coche —Eructó y dejó el vaso—. ¿Me perdonan? No me siento bien.
—Por supuesto —dijo Joanna.
Se acercó a la puerta, se volvió y se cruzó la boca con el dedo —Callarse la boca.
—Habrá que dar vuelta a la página —comentó Vereker apenas salió sir Henry.
—Es un irresponsable —dijo Joanna—. No debía decir nada, y sin embargo me lo contó a mí con las mismas palabras otro día en que había bebido más de la cuenta. Por supuesto, no pienso decir nada al respecto.
—Naturalmente —corroboró Vereker—, tiene usted toda la razón. Mejor será que le lleve a casa. No está en condiciones de conducir el automóvil.
—¡No faltaría más! —protestó Joanna, y le cogió del brazo, acompañándole a la puerta—. Usted tendría que ir andando hasta el presbiterio y sacar su coche. No hace falta. Le llevaré yo misma.
Le ayudó a ponerse el abrigo.
—¿Está segura de que puede hacerlo?
—Por supuesto —le dijo y le besó en la mejilla—. Espero que Pamela venga el sábado a casa.
Se marchó. Joanna se quedó en la puerta escuchando el sonido decreciente de los pasos y el bastón. Todo estaba tranquilo y silencioso, casi tan silencioso cómo las desiertas llanuras de Sudáfrica de sus tiempos infantiles. Cosa extraña, hacía años que no lo recordaba.
Volvió adentro y cerró la puerta. Sir Henry apareció caminan sin ningún aplomo en dirección a la silla que se hallaba junto al fuego.
—Tengo que irme, muchacha.
—Tonterías —dijo Joanna—. Siempre hay tiempo para otro trago. —Le sirvió dos dedos de whisky y se sentó en el brazo del sillón. Le acarició suavemente el cuello—. Me encantará conocer al primer ministro, Henry. Creo que me gustará más que cualquier otra cosa.
—¿De verdad? —le preguntó y la miró embobado.
Joanna sonrió y le besó suavemente en la frente.
—Bueno, más que casi todo.
Himmler bajó la escalera de la Prinz Albrechtstrasse. Las celdas estaban silenciosas. Rossman le esperaba abajo. Tenía la camisa remangada hasta los codos y estaba muy pálido.
—¿Y bien? —preguntó Himmler.
—Ha muerto,
herr Reichsführer
.
La noticia desagradó a Himmler, que no dejó de demostrarlo.
—Me parece una extraordinaria negligencia de su parte, Rossman. Le advertí que tuviera cuidado.
—Con todo respeto,
herr Reichsführer
, le tengo que informar que su corazón no resistió más. El doctor Prager se lo puede confirmar. Le mandaré venir de inmediato. Todavía está aquí.
Abrió la puerta más próxima. Los dos ayudantes de la Gestapo se hicieron a un lado. Aún llevaban guantes de goma y delantales. Un hombre pequeño, nervioso, que vestía traje de tweed, estaba inclinado sobre el cuerpo yacente en un camastro de hierro. Estaba auscultándole el pecho con un estetoscopio.
Se volvió apenas vio entrar a Himmler y le hizo el saludo nazi.
—
Herr Reichsführer
!
Himmler se quedó mirando un momento a Steiner. El general estaba desnudo hasta la cintura y descalzo. Tenía los ojos semiabiertos y las pupilas fijas, en la eternidad.
—¿Y bien? —preguntó Himmler.
—El corazón,
herr Reichsführer
. Sin ninguna duda.
Himmler se quitó las gafas y se restregó los ojos con suavidad.
Le había dolido la cabeza toda la tarde y el dolor no se le iba.
—Muy bien, Rossman —dijo—. Era culpable de traición contra el Estado, de conjura contra el mismo Führer. Como usted sabe, el Führer ha establecido una sentencia oficial para este tipo de delitos.
El general Steiner no podrá librarse de ella, aunque esté muerto.
—Por supuesto,
herr Reichsführer
.
—Ocúpese de que se cumpla la sentencia. No me puedo quedar aquí. Me han llamado de Rastenburg; pero haga fotografías y acabe con el cuerpo del modo habitual.
Todos entrechocaron los talones, hicieron el saludo nazi y se marcharon.
—¿Dónde le arrestaron? —exclamó Rogan, asombrado.
Todavía no eran las cinco de la tarde, pero ya estaba bastante oscuro y las cortinas estaban cerradas para evitar que la luz se viera desde fuera.
—Fue en junio del año pasado. En una granja cerca del lago Caragh, en Kerry. Antes hubo un pequeño combate: mató a dos policías y quedó herido. Escapó del hospital al día siguiente y se nos perdió de vista.
—Por Dios, y se llaman policías —dijo Rogan, desesperado.
—Lo cierto, señor, es que la unidad de Asuntos Especiales de Dublín no tuvo arte ni parte en eso. Le identificaron mucho después, por las huellas en el revólver. El arresto lo efectuó una patrulla de la guardia rural, que estaba investigando un robo. Por otra parte, señor, la gente de Dublín me dijo que habían pedido informes a la cancillería española, ya que nuestro amigo parece que estuvo preso en España. Fueron muy reticentes. Usted sabe a qué extremo pueden llegar cuando se les pide una cosa así. Pero al fin admitieron que se les había escapado de un campo de concentración de Granada en el otoño de 1940. La información que tienen es que se marchó a Lisboa y desde allí viajó a Estados Unidos.
—Y ahora ha regresado —dijo Rogan—. Pero ¿para qué? Ésta es la cuestión. ¿No tienes ninguna noticia de las secciones provinciales todavía?
—Han llegado siete informes, señor. Todos negativos.
—De acuerdo. De momento no podemos hacer nada más.
Excepto esperar. Ponte en contacto conmigo en cuanto se produzca alguna novedad. De día o de noche. No importa dónde esté yo.
—Muy bien, señor.
Exactamente a las 11.15 horas de la mañana del viernes, en Meltham House, Harry Kane, que estaba controlando las evoluciones de una compañía que se preparaba para una maniobra de asalto, recibió una orden urgente: debía presentarse inmediatamente ante Shafto. Llegó a la antecámara del puesto de mando y encontró a todo el mundo en tensión. Los empleados parecían espantados y el sargento Garvey se paseaba de un lado a otro fumando nerviosamente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kane.
—No sé, mayor. Lo único que sé es que comenzó a tirarlo todo hace unos quince minutos, cuando recibió un despacho urgente del cuartel general. Y echó fuera del despacho al joven Jones. De una patada.
Kane golpeó en la puerta y entró. Shafto estaba de pie junto a la ventana, con la fusta en una mano y un vaso en la otra. Se volvió, furioso, y cambió de expresión.
—Ah, es usted, Harry.
—¿De qué se trata, señor?
—Muy sencillo. Esos bastardos del estado mayor que han tratado todo el tiempo de desplazarme, parece que finalmente lo han conseguido. Deberé entregar el mando a Sam Williams la próxima semana, en cuanto terminemos estos ejercicios.
—¿Y usted, señor?
—Debo regresar al país. Me han nombrado jefe de instrucción en Fort Benning.
Le dio una feroz patada a una papelera que atravesó volando la habitación.
—¿Y no hay nada que pueda hacer usted para arreglar esto, señor?
Shafto le dirigió una mirada de loco.
—¿Hacer algo? —Cogió la orden escrita y se la puso en la cara a Kane—. ¿No ve esta firma? Eisenhower en persona. ¿Y sabe una cosa, Kane? Nunca ha entrado en acción. Ese hombre no ha combatido ni siquiera una vez en toda su carrera.
Arrugó el papel, lo convirtió en una pelotita y lo tiró.
Devlin estaba en la cama escribiendo en su cuadernillo de notas personales. Afuera llovía con fuerza, y la niebla colgaba sobre los pantanos, llenándolo todo de humedad. Se abrió la puerta y entró Molly. Llevaba puesto el impermeable de Devlin y le traía una bandeja que dejó en la mesilla junto a la cama.
—Aquí me tiene, amo y señor. Té y tostadas, dos huevos, pan y emparedados de queso, tal como me dijo.
Devlin dejó de escribir y miró la bandeja.
—Si sigues comportándote así es posible que te contrate permanentemente.
Se quitó el impermeable. Debajo llevaba sólo el sujetador y las bragas. Cogió el suéter que había dejado a los pies de la cama y se lo puso.
—Tengo que irme. Le dije a mamá que llegaría a la hora de comer.
Devlin se sirvió una taza de té y Molly cogió el cuadernillo.
—¿Qué es esto? ¿Poesía? —le preguntó y lo abrió.
—Un asunto que se discute en algunos sitios —sonrió Devlin.
—¿Tuya?
Estaba verdaderamente maravillada. Lo abrió en la página en que Devlin había estado escribiendo esa mañana.
«No hay conocimiento cierto de mi paso; he caminado bajo los bosques en la oscuridad.» Es hermoso, muy hermoso, Liam.
—Lo sé —respondió Devlin—. Como dices siempre, soy un muchacho verdaderamente encantador.
—Sólo sé una cosa, que te comería —le dijo y se lanzó sobre él, se le puso encima y le besó con fuerza— ¿Sabes qué día es? El 5 noviembre, pero no podremos hacer fogatas por culpa del podrido de Hitler.
—¡Qué pena! —rió Devlin.