—No, no he tenido el placer.
—El hermano de la señorita Vereker era capellán de la primera brigada de paracaidistas —dijo Kane—. Saltó con ellos en Oudna, Túnez, el año pasado. ¿Recuerda eso, coronel?
—Por supuesto que sí —dijo Shafto—. Fue algo infernal. Su hermano debe de ser todo un hombre para haber sobrevivido a eso, jovencita.
—Le concedieron la Cruz Militar —dijo ella—. Estoy muy orgullosa de él.
—Y así debe ser. Tendré mucho gusto en asistir a su pequeña velada mañana por la noche y en conocer a su hermano. Tome las medidas pertinentes, Harry. Pero tendrán que excusarme. Tengo mucho trabajo.
Volvió a saludar alzando la fusta, y se marchó.
—¿Le ha impresionado? —le preguntó Kane en el viaje de regreso en jeep por el camino de la costa.
—No estoy segura. Es más bien un personaje relumbrante, me parece.
—Así es, en efecto. Es lo que en el argot se llama un soldado de pelea. La clase de personaje que va delante de sus hombres al ataque en las trincheras de Flandes armado de un palo. Como decía ese general francés en Balaklava
[5]
: magnífico, pero eso no es la guerra.
—¿No usa la cabeza, para decirlo de una vez?
—Bueno, tiene fallos enormes desde el punto de vista del ejército. No acepta órdenes de cualquiera. El luchador Bobby Shafto es el orgullo de la infantería. Consiguió salir de Bataan el año pasado cuando los japoneses arrasaron la isla. El único problema fue que dejó atrás un regimiento completo. Lo cual no cayó demasiado bien en el Pentágono. Nadie le quería, así que le embarcaron a Londres a trabajar en el estado mayor de las fuerzas aliadas.
—¿Y eso no le gustó nada?
—Naturalmente que no. Pero pensó que el cargo le serviría como un peldaño para otras glorias. Descubrió que los británicos tenían unas pequeñas fuerzas especiales que cruzan de noche el canal y juegan a los
boy scouts
. Y decidió entonces que el ejército norteamericano debía poseer algo análogo. Desgraciadamente, cierto imbécil del estado mayor debió de considerar que eso era una buena idea.
—¿Y usted no?
Pareció eludir la pregunta.
—Durante los últimos nueve meses los hombres de la 21 han atravesado el canal por lo menos catorce veces.
—Pero si resulta increíble.
—Y las hazañas incluyen la destrucción de una fábrica vacía en Normandía y varios desembarcos en islas francesas deshabitadas.
—Al parecer no está usted muy de acuerdo con todo eso.
—Pero sucede lo contrario con la opinión pública norteamericana. Hace unos tres meses andaba en Londres un periodista falto de material para sus crónicas. Supo que Shafto había capturado la tripulación de un pequeño barco de cabotaje en la costa de Bélgica. Eran seis hombres. Sucedió que eran alemanes. El conjunto resultaba bastante bien, especialmente las fotografías de la lancha de desembarco que entraba a Dover a la luz gris del amanecer con Shafto y sus muchachos con los cascos colgando y los prisioneros con un aspecto adecuadamente amedrentado. Directo al estudio 10 de la MGM. Y la gente se lo creyó todo. Los comandos de Shafto.
Life, Colliers, Saturday Evening Post
. Lo había conseguido. Era alguien. Héroe popular. Dos cruces por servicios distinguidos, la Estrella de plata con hojas de roble. Todo, menos la medalla de Honor del Congreso; y acabará consiguiéndola aunque tenga que matarnos a todos en el empeño.
—¿Y por qué se incorporó a esta unidad, mayor Kane? —preguntó ella, tensa.
—Para quedarme pegado a un escritorio —le dijo—. Creo que eso lo resume todo. Y he tratado de hacer todo lo posible para que me licencien.
—¿Así que no ha participado en ninguna de las expediciones de las que me ha hablado?
—No.
—Entonces le sugiero que piense dos veces antes de mencionar con tanta frivolidad las acciones de un hombre valiente, sobre todo si cuenta siempre con la ventaja de estar sentado detrás de escritorio.
Se salió de la carretera y estacionó el vehículo a un costado. Se volvió, a mirarla, y le sonrió cariñosamente.
—Eh, me gusta eso. ¿Le importa si lo anoto para usarlo en la gran novela que, como buen periodista, siempre estoy a punto de escribir?
—Váyase al diablo, Harry Kane.
Alzó la mano, como para golpearle, y Kane sacó un paquete de cigarrillos Camel y le ofreció uno.
—Fume antes un cigarrillo. Suaviza los nervios.
Lo aceptó, le dejó que se lo encendiera y aspiró hondo, con la vista clavada en los pantanos y las dunas y en el mar situado más allá.
—Lo siento, he reaccionado con demasiada violencia, pero esta guerra se ha convertido para mí en algo muy personal.
—¿Su hermano?
—No sólo eso. Mi trabajo. Ayer por la tarde estaba trabajando y capté a un piloto por la radio. Estaba malherido, combatiendo sobre el mar del Norte. Se le había incendiado el Hurricane y quedó atrapado en la cabina. No dejó de gritar hasta que finalmente se estrelló en el mar.
—El día había empezado de manera muy agradable —comentó Kane—, pero ha cambiado totalmente.
Volvió a empuñar el volante y ella puso las manos sobre las suyas, impulsivamente.
—Lo siento, lo siento de verdad.
—No tiene importancia.
Pamela cambió de expresión, se quedó desconcertada. Le levantó la mano.
—¿Qué le pasa en los dedos? Los tiene torcidos. Y las uñas…
Oh, Dios, Harry, ¿qué le pasó en las uñas?
—¿Oh, eso? Alguien me las debió arrancar.
Le miró horrorizada.
—¿Fueron… fueron los alemanes, Harry? —susurró.
Kane puso en marcha el motor.
—No. Eran franceses, pero luchaban con el otro bando, por supuesto. Uno de los descubrimientos más descorazonadores, o por lo menos así me lo parece, es que cuesta muchísimo organizar el mundo.
Sonrió forzadamente y puso en movimiento el vehículo.
Al atardecer del mismo día, en la habitación privada que ocupaba en la enfermería de Aston, Ben Garvald empeoró sensiblemente. A las seis de la tarde perdió el conocimiento. Nadie lo advirtió durante una hora. Eran ya las ocho cuando se presentó el doctor Das, respondiendo a la urgente llamada de una enfermera, y más de las diez cuando llegó Reuben y se enteró de cuál era la situación.
Había regresado a Fogarty, por instrucciones de Ben, con una carroza y un ataúd que consiguió en una funeraria que formaba de los negocios de otro de los hermanos Garvald. El infortunado de Jackson acababa de ser incinerado en el crematorio en el cual ambos hermanos también tenían intereses comerciales y donde habían depositado ya más de un cadáver comprometedor.
Ben tenía la cara bañada en sudor y gemía moviéndose de una otro. Había un olor tenue y desagradable, a carne podrida. Reuben alcanzó a ver la rodilla cuando Das le retiró la ropa. Se apartó. El miedo le subió hasta la boca, como bilis.
—¿Ben? —dijo.
Garvald abrió los ojos. Pareció no reconocer a su hermano al principio. Después sonrió.
—¿Has hecho lo que te dije, Reuben? ¿Te has librado de él?
—Es pura ceniza, Ben. —Garvald cerró los ojos y Reuben se volvió hacia Das—. ¿Está muy mal?
—Muy mal. Es muy posible que empiece a gangrenarse. Se lo advertí.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Reuben—. Sabía que tenía que llevarle. al hospital.
Ben Garvald abrió los ojos y miró, furioso y febril. Cogió hermano por la muñeca.
—Nada de hospital, ¿me has oído? ¿Qué quieres hacer? ¿Dar la gran oportunidad a esos policías que la han estado buscando durante tantos años?
Cayó de espaldas y cerró los ojos otra vez.
—Hay una posibilidad —dijo Das—. Esa droga que llaman penicilina. ¿La ha oído nombrar?
—Claro que sí, doctor. Dicen que lo cura todo. Cuesta una fortuna en el mercado negro.
—Y tiene resultados casi milagrosos en casos como éste. puede conseguir un poco? Ahora, ¿esta noche?
—Si la encuentro en Birmingham la tendrá dentro de una hora.
Pero si se muere, morirán juntos, se lo prometo.
Salió violentamente y la puerta quedó balanceándose durante un rato.
En ese mismo instante, en Landsvoort, el Dakota despegó de la pista y se internó en el mar. Gericke no perdió el tiempo.
Sencillamente, subió hasta unos trescientos metros, giró a estribor y regresó hacia la costa. Steiner y sus hombres estaban preparados.
Todos vestían el equipo completo de los paracaidistas ingleses y llevaban armas y el equipo en maletas colgantes al estilo británico.
—¿Listos? —dijo Steiner.
Todos se pusieron de pie y engancharon sus cuerdas en la cuerda central. Cada hombre revisaba la situación del que tenía enfrente. Steiner observaba atentamente a Harvey Preston, que era el último de la fila. El inglés estaba temblando. Steiner lo advirtió perfectamente mientras le aseguraba el paracaídas.
—Faltan quince segundos —le dijo—. No le queda mucho tiempo, ¿comprendido? Y hágalo bien. Ahora depende solamente de usted. si piensa romperse una pierna, que sea ahora, y no en Norfolk.
Todos se rieron. Se dirigió al principio de la fila, donde Ritter Neumann estaba revisando sus cuerdas. Steiner hizo deslizar la puerta apenas vio brillar la luz roja encima de su cabeza; al instante se hizo presente el rugir del viento.
Gericke, en la cabina, disminuyó la velocidad y descendió. Se había retirado la marea y las playas húmedas, solitarias y pálidas se extendían hasta el infinito a la luz de la luna. Bohmler, a su lado, seguía concentrado en el altímetro.
—¡Ahora! —gritó Gericke.
La luz verde brilló sobre la cabeza de Steiner y éste dio una palmada en la espalda a Ritter. El joven teniente saltó al vacío seguido de toda la fila, muy rápido, con Brandt al final. Preston se quedó allí arriba, con la boca abierta, con la vista fija en la noche exterior.
—¡Salte! —le gritó Steiner y le agarró del hombro.
Preston se apartó y se sujetó de un asa de acero. Sacudió la cabeza y movió la boca.
—¡No puedo! —consiguió decir finalmente—. ¡No puedo!
Steiner le golpeó con el dorso de la mano en la cara, le agarró del brazo derecho y le empujó hacia la puerta abierta. Preston quedó allí casi colgando hacia afuera, aferrado a los bordes de la puerta con ambas manos. Steiner le dio una patada en el trasero y le precipitó al vacío. En seguida se soltó de la cuerda central y se dejó caer detrás de él.
Cuando se salta desde poco más de ciento cincuenta metros de altura, no hay mucho tiempo para asustarse. Preston se sintió saltando, advirtió el súbito descenso, el golpe del aire en el paracaídas que se abría. Y ya estaba balanceándose bajo el paraguas oscuro.
Era fantástico. La pálida luna en el horizonte, las arenas llanas, húmedas, la lechosa línea de la costa. Alcanzaba a ver la lancha cañonera amarrada al pequeño muelle junto a la arena, la veía con toda claridad, y a los hombres que les observaban, y a los otros que estaban ya sobre la playa, una fila de paracaídas desinflándose mientras los iban plegando. Miró hacia arriba y distinguió a Steiner arriba y ala izquierda. Le pareció que iba muy deprisa.
La maleta de abastecimientos, que colgaba siete metros más abajo al extremo de una cuerda atada a su cintura, golpeó la arena, produjo un ruido neto y sordo y le advirtió que debía prepararse.
Cayó con fuerza, con demasiada fuerza, o así le pareció, rodó unos cuantos metros y milagrosamente se encontró casi en seguida de pie, mientras el paracaídas se abría como una pálida flor a la luz de la luna.
Se movió con rapidez para desinflarlo tal como le habían enseñado y, de pronto, se interrumpió con las manos y las rodillas en la na, en una sensación de alegría total, de poder personal que le embargaba por entero, y que era totalmente nueva para él.
—¡Lo conseguí! —gritó con fuerza—. Se lo demostré a esos bastardos. ¡Lo conseguí!
Ben Garvald yacía inmóvil en el lecho de la enfermería de Aston. Reuben esperaba, a los pies de la cama, que el doctor Das terminara de auscultarle el corazón con el estetoscopio.
—¿Cómo está? —preguntó Reuben.
—Todavía vive, pero está muy mal.
Reuben tomó una decisión y actuó en consecuencia. Aferró a
Das por los hombros y le empujó hasta la puerta.
—Consiga una ambulancia inmediatamente. Le llevaré al Hospital.
—Pero eso significa habérselas con la policía, señor Garvald —indicó Das.
—¿Y usted cree que me importa? —le dijo Reuben, con la voz alterada—. Le quiero vivo. ¿Me comprende? Es mi hermano. ¡De prisa!
Abrió la puerta y empujó afuera a Das. Sus ojos estaban llenos lágrimas cuando regresó junto al lecho.
—Te prometo una cosa, Ben —le dijo con la voz quebrada—.
Mataré a ese pequeño irlandés aunque sea lo último que haga en este mundo.
Jack Rogan tenía 45 años. Llevaba casi un cuarto de siglo trabajando de policía, tiempo suficiente para que a muchos de sus vecinos les pareciera insoportable. Pero ésa es la suerte del policía y no se podía esperar otra cosa, como solía decirle a su esposa.
El martes 2 de noviembre entró a su despacho a las 9.30. En realidad no tenía por qué estar en Scotland Yard a esa hora ni ese día. Había pasado una larga noche interrogando, en Muswell Hill, a los miembros de un club irlandés y tenía derecho a descansar en cama algunas horas; pero antes debía terminar con algún papeleo.
Acababa de sentarse en su escritorio cuando golpearon a la puerta y entró el detective inspector Fergus Grant, su ayudante.
Grant era hijo menor de un coronel retirado del ejército de la India.
Se había formado en el Winchester y el Hendon Police College. Uno de los de la nueva generación, que se suponía debía de revolucionar el gremio. A pesar de lo cual él y Rogan se llevaban muy bien. Rogan alzó una mano, a la defensiva.
—Fergus, lo único que quiero es firmar unas cuantas cartas, tomarme una taza de té y marcharme a casa a dormir. Esta noche ha sido un infierno.
—Lo sé, señor —respondió Grant—, pero acabamos de recibir un informe insólito de la policía de Birmingham. Y creo que le va a interesar.
—¿Te refieres a mí en particular o al departamento irlandés?
—A ambos.
—Muy bien —dijo Rogan, que retiró la silla y empezó a llenarse la pipa con tabaco que sacó de una vieja petaca de cuero—. No estoy con ánimos para seguir leyendo, así que cuéntame.