—Pero en un avión cuya velocidad apenas llega a la mitad de la de los cazas más lentos de la RAF.
Gericke se alzó de hombros.
—Todo depende de cómo se piloten, no de la velocidad que alcancen.
—¿Quieres hacer un vuelo de prueba?
—Exacto.
—He estado pensando que sería una buena idea combinarlo con una práctica de lanzamiento. Quizá sea preferible hacerlo una noche en que esté baja la marea. Podemos realizarlo sobre la playa al norte del banco de arena. Los muchachos podrán probar así sus equipos británicos.
—¿Qué altura te parece conveniente?
Unos ciento veinte metros. Quiero que lleguen rápido abajo.
Desde esa altura tardarán unos quince segundos.
—Me alegro de que sean ellos quienes tengan que hacerlo y no yo. Sólo he debido lanzarme tres veces en toda mi carrera y desde más altura.
El viento rugía por la pista, arrastrando la lluvia. Gericke temblaba de frío.
—Qué lugar más horroroso.
—Sirve para lo que lo queremos.
—¿Y de qué se trata?
—Me lo preguntas por lo menos cinco veces al día. ¿No vas a renunciar nunca? —le dijo Steiner sonriendo.
—Me gustaría saber para qué estamos haciendo todo esto. Nada más.
—Quizá lo sepas algún día. Eso depende de Radl. Pero por el momento estamos aquí porque estamos aquí.
—¿Y Preston? —preguntó Gericke—. ¿Cuáles son sus razones?
¿Por qué hace lo que está haciendo?
—Por muchas causas —dijo Steiner—. En este caso ha conseguido un bonito uniforme, un buen estatus. Es alguien por primera vez en su vida, y eso significa mucho cuando nunca se ha sido nadie. En cuanto al resto… Bueno, está aquí por orden directa del mismo Himmler.
—¿Y tú? —preguntó Gericke—. ¿Por el bien del Reich? ¿La vida por el Führer?
—¿Quién puede saberlo? —sonrió Steiner—. La guerra es sólo un asunto de perspectiva. Después de todo, si hubiera sido mi padre el norteamericano y mi madre la alemana, estaría ahora al otro lado.
Me uní al regimiento de paracaidistas porque me pareció una buena idea en ese momento. Pero, por supuesto, te cansas bastante después de un tiempo.
—Yo vuelo porque prefiero volar en algo que en nada —dijo Gericke—. Y creo que a la mayoría de los muchachos de la RAF le debe pasar lo mismo allá al otro lado del mar. Pero tú… Realmente no lo entiendo. ¿Así que para ti es un juego, un juego y nada más?
Sacudió la cabeza.
—Antes lo sabía con certeza; ahora no —contestó Steiner,
cansado—. Mi padre era un soldado de la vieja escuela. Prusiano.
Lleno de sangre y de hierro. Pero también de honor.
—Y esta tarea que te han encomendado, este asunto inglés, sea lo que sea… ¿No te hace dudar?
—De ningún modo. Se trata de una aventura militar perfectamente adecuada, me puedes creer. Ni siquiera Churchill la podría descalificar, por lo menos en principio.
Gericke trató de sonreír y no pudo. Steiner le puso la mano en el hombro.
—Pero hay días en que podría llorar por todos nosotros.
Dio media vuelta y se marchó bajo la lluvia.
Radl estaba de pie, en el despacho del
Reichsführer,
mientras Himmler leía su informe.
—Excelente, señor —dijo por fin—. Verdaderamente muy bueno. Todo parece estar avanzando a ritmo más que satisfactorio.
¿Ha tenido noticias directas del irlandés?
—No, solamente me pongo en contacto con la señora Grey, como acordamos. Devlin tiene un excelente radioteléfono. Un aparato que capturamos a los ingleses. Le servirá para mantenerse en contacto con la lancha que les va a retirar. Ésa es toda la relación que tendrá Devlin con los sistemas de comunicación durante la operación.
—¿El almirante no sospecha nada? ¿No ha averiguado nada de lo que está sucediendo? ¿Está seguro?
—Completamente,
herr Reichsführer
. Todas las visitas a Francia y a Holanda las he podido hacer coincidir con asuntos de la Abwehr en París o Rotterdam. El
Reichsführer
sabe que el almirante siempre me ha concedido mucha libertad para dirigir mi sección.
—¿Y cuándo va de nuevo a Landsvoort?
—El próximo fin de semana. Afortunadamente el almirante viaja a Italia el 1 o el 2 de noviembre. Eso significa que me podré quedar en Landsvoort durante los últimos preparativos y los días de la operación misma.
—La visita del almirante a Italia no es ninguna coincidencia, se lo puedo asegurar —le dijo Himmler—. Se lo insinué al Führer en el momento exacto. A los cinco minutos creía que se le había ocurrido a él. Así que la cosa progresa, Radl. Dos semanas más y todo habrá terminado. Manténgame informado.
Tomó la pluma y volvió a su trabajo. Radl se pasó la lengua por los labios y dijo:
—Herr Reichsführer.
—Estoy muy ocupado, Radl —dijo Himmler y suspiró—. ¿Qué pasa?
—El general Steiner,
herr Reichsführer
. ¿Está bien?
—Por supuesto —le dijo Himmler con calma—. ¿Por qué me lo pregunta?
—El coronel Steiner —empezó a decir Radl y le dolía el estómago— está muy ansioso…
—No tiene por qué estarlo —contestó Himmler, muy serio—. Le di mi palabra, ¿no es cierto?
—Por supuesto —dijo Radl, retrocediendo hasta la puerta—.
Gracias de nuevo.
Se volvió y se marchó lo más rápido que pudo.
Himmler volvió la cabeza, suspiró, como exasperado, y volvió a escribir.
Devlin llegó a la iglesia cuando la misa casi había terminado.
Se deslizó por la nave de la derecha y se sentó en un banco. Molly estaba de rodillas junto a su madre, vestida exactamente igual que el domingo anterior. El vestido no tenía rastro alguno de los malos tratos a que lo había sometido Arthur Seymour. Éste también estaba en la iglesia, en la misma posición que solía ocupar, y vio a Devlin en seguida. No manifestó emoción alguna, pero se puso de pie y se deslizó por la nave lateral hacia la salida.
Devlin esperó mirando a Molly, toda inocencia, arrodillada a la luz de las velas. Pasó un momento y la muchacha abrió los ojos y los giró lentamente, como si hubiera advertido físicamente su presencia.
Abrió más los ojos, le miró fijamente, y bajó la vista otra vez.
Devlin se levantó poco antes del final del servicio religioso y salió rápidamente. Estaba sobre la moto cuando empezaron a salir los fieles. Caía una suave llovizna. Se subió el cuello del impermeable y se quedó sentado, a la espera. Por fin salió Molly caminando junto con su madre por el sendero. Le ignoraron completamente. Subieron a la carreta, la madre tomó las riendas y se marcharon.
—Ah, bueno —se dijo Devlin en voz baja—, ¿quién la puede culpar?
Puso en marcha la moto y en ese momento oyó que alguien le llamaba. Era Joanna Grey, que se le acercaba. Le dijo, en voz baja:
—Esta tarde ha estado en casa Vereker durante dos horas. Se quiere quejar de ti a sir Henry.
—No le culpo.
—¿No puedes hablar seriamente más de un minuto seguido?
—Demasiada tensión —respondió Devlin.
Ella no le pudo contestar porque en aquel momento se aproximaban los Willoughby.
—¿Cómo le va, Devlin? ¿Qué tal el trabajo?
—Muy bien, señor —dijo Devlin, exagerando su acento irlandés—. No sé cómo agradecerle la maravillosa oportunidad que me ha dado.
Era consciente de que Joanna Grey estaba detrás suyo, con los labios apretados. Pero sir Henry parecía sentirse a gusto.
—Ha sido una buena demostración, Devlin. Me han dado excelentes informes sobre usted. Excelentes. Siga trabajando bien.
Se volvió para hablarle a Joanna. Devlin aprovechó la ocasión y se marchó.
Estaba lloviendo con violencia cuando llegó a la granja, así que dejó la motocicleta en el primer establo, se puso botas y un impermeable de goma, sacó la escopeta y se marchó a los pantanos.
Las compuertas necesitaban cuidados con esa lluvia. Y trabajar en esas condiciones atmosféricas resultaba perfecto para quitarse cosas de la cabeza.
No le dio resultado. No podía apartar a Molly Prior de la cabeza. Una imagen le volvía continuamente: la niña arrodillándose el domingo anterior, inclinándose lentamente, con la falda treinta centímetros arriba sobre los muslos al descubierto. No se le marchaba.
«Santa María y todos los Santos —se dijo—. Si esto es lo que llaman amor, Liam, mi viejo, has tardado demasiado tiempo antes de averiguarlo.»
Mientras volvía por el sendero principal hacia la casa, llegó hasta él el olor de humo de madera verde. Había una luz en la ventana en la penumbra del atardecer, un pequeño rayo de luz que se filtraba por la pequeña rendija que quedaba entre las cortinas que no alcanzaban a cerrarse completamente. Abrió la puerta y sintió olor a comida. Dejó la escopeta en un rincón, colgó el impermeable para que se secara y entró en el salón.
Molly se apoyaba en el suelo con una de las rodillas y estaba poniendo leña en el fuego. Se volvió y le miró por encima del hombro, muy seria.
—Estarás empapado.
—Con media hora delante de ese fuego y un par de whiskies me sentiré perfectamente.
Fue al aparador, tomó la botella de Bushmills y un vaso.
—No lo tires al suelo —le dijo—. Trata de bebértelo esta vez.
—¿Así que ya lo sabes?
—No es mucho lo que no se sabe en un lugar como éste. Asado irlandés en marcha. ¿Te parece bien?
—Perfecto.
—En media hora estará listo. —Se fue a la fregadera y volvió con un plato de cristal—. ¿Qué ha pasado, Liam? ¿Por qué te escondes? Devlin se sentó en la vieja mecedora, con las piernas separadas cerca del fuego. Pronto empezó a salir vapor de sus pantalones. —Creí que era lo mejor.
—¿Por qué?
—Tenía mis razones.
—¿Y qué pasó hoy?
—Un domingo. Condenados domingos. Tú sabes cómo son.
—Cuidado con lo que dices.
Molly atravesó la habitación secándose las manos en el delantal y se quedó mirando el vapor que surgía de los pantalones de Devlin.
—Te vas a morir si no te los cambias. Por lo menos cogerás reumatismo.
—No vale la pena. Me acostaré pronto. Estoy agotado.
Ella se adelantó, vacilante, y le tocó el pelo. Devlin le tomó la mano y se la besó.
—Te amo, ¿lo sabías?
Fue como si a Molly se le hubiera encendido una lámpara interiormente. Resplandeció, pareció expandirse y adquirir una dimensión completamente distinta.
—Bueno, gracias a Dios. Por lo menos significa que me puedo acostar con la conciencia tranquila.
—No soy bueno para ti, mi niña. No hay nada por delante.
Ningún futuro, te lo advierto. Debiera haber un cartel sobre este dormitorio. «Dejad toda esperanza los que entráis»
[4]
.
—Ya lo veremos —le dijo Molly—. Ahora traeré el asado. Y se fue a la cocina.
Más tarde, mientras estaba acostado en la vieja cama de bronce, rodeándola con un brazo, contemplando las sombras semovientes del fuego en el techo, Devlin se sentía más contento, más en paz consigo mismo que nunca en muchos años.
Había una pequeña radio en la mesa junto a la cama. Molly la encendió y apretó el vientre contra el muslo de Devlin; suspiró, con los ojos cerrados.
—Oh, ha sido maravilloso. ¿Lo podremos hacer de nuevo?
—¿Ni siquiera me vas a dejar tiempo para recuperar el aliento?
Ella sonrió y le pasó la mano por el vientre.
—El pobre viejo. Oigámoslo.
Un disco estaba sonando en la radio.
Cuando ese hombre muera y se vaya…
algún día las noticias dirán
que Satán con sus pequeños bigotes
está dormido bajo su tumba.
—Me alegraré cuando suceda —dijo Molly, casi dormida.
—¿Qué?
—Satán con sus pequeños bigotes dormido bajo la tumba.
Hitler. Entonces terminará todo, ¿verdad? ¿Y qué será de nosotros, Liam, cuando termine la guerra?
Se le apretó más todavía.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó Devlin.
Seguía allí, de espaldas, mirando el fuego. La respiración de Molly fue haciéndose más regular; finalmente se quedó dormida.
Cuando termine la guerra. ¿Qué guerra? Llevaba, de un modo u otro, más de doce años en las barricadas. ¿Cómo le podía decir eso a Molly? Era una granja pequeña y hermosa, y necesitaban un hombre.
Dios, qué lástima todo. La abrazó con fuerza y cariño. El viento se quejaba sobre la vieja casa, golpeaba las ventanas.
En Berlín, en la Prinz Albrechtstrasse, Himmler continuaba sentado en su escritorio, trabajando metódicamente sobre docenas de informes y estadísticas, especialmente aquellas que se referían a las acciones de exterminio que, en las tierras ocupadas de Europa oriental y de Rusia, liquidaban judíos, gitanos, deficientes mentales y todos aquellos que Hitler y su
Reichsführer
consideraban inadecuados para el plan que tenían destinado a la Gran Europa.
Golpearon suavemente la puerta y entró Karl Rossman.
Himmler alzó la vista.
—¿Cómo van las cosas?
—Lo siento,
herr Reichsführer
, no cederá y ya lo hemos intentado todo. Empiezo a pensar que verdaderamente es inocente, después de todo.
—No es posible —dijo Himmler y esgrimió una hoja de papel—.
Acabo de recibir este documento a primera hora de la tarde. Es la confesión que ha firmado un sargento de artillería que fue su ayudante dos años. Durante ese tiempo se dedicó a trabajos perjudiciales para la seguridad del Estado por órdenes directas del general Karl Steiner.
—Así pues, ¿qué hago ahora,
herr Reichsführer
?
—Pero sigo prefiriendo una confesión firmada por el general Steiner. Eso dejaría todo mucho más claro —contestó Himmler y frunció el ceño levemente—. Utilicemos un poco más de psicología.
Que le vea un médico de las SS, que le den de comer. Conoce el sistema. Todo ha sido un error lamentable de alguien. Sentimos mucho tener que mantenerle detenido todavía, pero sólo falta aclarar un par de cosas.
—¿Y entonces?
—Después de diez días tratándole así, puede intentarlo de nuevo. Súbitamente. Sin previo aviso. El
shock
quizás acabe venciendo su resistencia.
—Se hará como usted dice,
herr Reichsführer
.
A las cuatro de la tarde del jueves 28 de octubre, Joanna Grey entró con su coche al patio de la granja de Hobs End y encontró a Devlin trabajando en la motocicleta.