Ella se había vuelto a mirarle, se inclinó y el viejo impermeable se le abrió. Tenía los pechos llenos y firmes, y la blusa de algodón apenas se los podía contener.
—Oh, querida niña, tendrás un terrible problema con tu peso dentro de un par de años si no controlas lo que comes.
Ella parpadeó, bajó la vista e instintivamente se cerró el impermeable.
—Ah, bastardo —le dijo, arreglándoselas con cierta dificultad para decir esa palabra.
Y entonces Devlin se dio cuenta de que a la muchacha le temblaban los labios, y se inclinó para mirarla por debajo de la gorra.
Ella le dijo:
—¿Por qué te estás riendo de mí?
Devlin le quitó la gorra y la tiró lejos.
—¿Y qué otra cosa puedo hacer contigo, Molly Prior? —Levantó una mano, a la defensiva, y agregó— : No, no me contestes.
Molly se apoyó contra el árbol y metió las manos en los bolsillos.
—¿Cómo sabías mi nombre?
George Wilde me lo dijo en la taberna.
—Oh, ahora entiendo. ¿Y allí estaba Arthur Seymour?
—Exacto. Y me parece que te considera como su propiedad particular.
—Entonces se puede ir al infierno —dijo con súbita energía—.
No pertenezco a ningún hombre.
La miró sin moverse de donde estaba, con el cigarrillo colgando de la boca, y sonrió.
—Se te frunce la nariz, ¿no te lo ha dicho nadie? Y se te cae la boca cuando te enfadas.
Fue demasiado lejos, había tocado la secreta fuente de alguna herida. Ella se sonrojó y respondió con amargura:
—Oh, ya sé que soy fea, señor Devlin. Me he quedado sentada demasiado tiempo en los bailes de Holt sin que nadie me saque a bailar; conozco mi sitio. Ya sé que te serviría para algún sábado por la noche, porque los hombres son así: prefieren cualquier cosa antes que quedarse sin nada.
Empezó a levantarse. Devlin la sujetó por un tobillo y la obligó a sentarse de nuevo. La sujetó con fuerza. Molly se resistía.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—No te enfades. Todo el mundo lo sabe. Todo lo que pasa aquí se sabe.
—Tengo que darte una noticia —le dijo él, se apoyó en el codo y se inclinó a mirarla—. No sabes absolutamente nada de mí, porque si supieras algo ya sabrías que me gustan más las agradables tardes de otoño bajo los pinos que las noches de los sábados. Por otra parte, la arena tiene un modo horrible de meterse por donde no debiera.
Molly se quedó muy quieta. La besó suave en la boca y rápidamente se apartó.
—Y ahora saca la conclusión que quieras —siguió Devlin—, antes de que la pasión me enloquezca definitivamente.
Ella cogió la boina, se puso de pie de un salto y tomó las riendas del caballo. Se volvió a mirarle con cara seria. Pero montó, se acomodó en la silla y giró la cabalgadura para volver a mirarle; y ahora sonreía.
—Me dijeron que todos los irlandeses estaban locos. Ahora sí que lo creo. Iré a la misa del domingo por la tarde. ¿Y tú?
—¿Tú crees que voy a misa?
El caballo estaba quieto, se revolvía en semicírculo, pero ella le controlaba bien.
—Sí —le dijo, seria—. Creo que sí.
Soltó las riendas y partió al galope.
—Oh, Liam, eres un idiota —se dijo Devlin en voz baja mientras empujaba la motocicleta a lo largo de la duna, junto a los árboles, hacia el sendero—. ¿No vas a aprender nunca?
Se dirigió a la parte superior del dique, y avanzó con calma ahora hasta la granja. Encontró la llave donde la había dejado, bajo la piedra junto a la puerta, y entró. Dejó el arma a la entrada, y entró en la cocina. Se quitó el impermeable y se quedó parado. Sobre la mesa había un jarro de leche y una docena de hermosos huevos en un bol.
—Virgen María —dijo en voz baja—. ¿Te vas a preocupar de esto también?
Tocó suavemente el bol con la punta de los dedos, pero cuando se volvió para dejar el impermeable ya se le había endurecido el rostro.
Un viento frío circulaba por Birmingham y lanzaba la lluvia contra las ventanas de cristal del apartamento de Ben Garvald, sobre el garaje de Saltley. Su aspecto era imponente con la bata de seda y la cicatriz en la garganta y el pelo rizado y negro muy bien peinado; la nariz quebrada le daba matices de grandeza interrumpida. Pero si se le examinaba de más cerca el resultado era menos halagador: el rostro carnoso y arrogante mostraba claramente las señales de una vida disipada.
Pero esa mañana se enfrentaba a algo más, una considerable complicación y molestia. A las 11.30 de la noche anterior, la policía de Birmingham había allanado uno de sus negocios, un pequeño club de juego situado en una calle muy respetable de Aston. Garvald no corría ningún riesgo de acabar en la cárcel. Para eso tenía un hombre de paja, y le pagaba bien. Ya se haría cargo del problema. Le dolían mucho más las tres mil quinientas libras que la policía le había confiscado en las mesas de juego.
Se abrió la puerta de la cocina y entró una joven de 17 o 18 años. Llevaba un camisón rosa, tenía el pelo teñido de rubio y en desorden, la cara desarreglada y los ojos hinchados por el llanto.
—¿Le puedo ayudar en algo, señor Garvald? —se ofreció en voz baja.
—¿Ayudar en algo? Ya es bastante. Esto sí que es curioso. Estás todo el rato llorando y ahora me vienes a preguntar si quiero algo más cuando todavía no me has dado nada.
Habló casi sin volverse, pues su vista seguía los movimientos de un hombre en motocicleta que acababa de entrar al patio posterior y estaba aparcando la moto junto a un camión.
—Lo siento, señor Garvald —le dijo la niña, que no había sido capaz de satisfacer ninguna de las extrañas exigencias que le había solicitado Garvald la noche anterior.
El hombre de la moto había atravesado el patio y desaparecido.
Garvald se volvió y dijo a la joven:
—Vete, ponte la ropa y márchate.
La niña estaba espantada, temblaba de miedo y le miraba fijamente, como hipnotizada. Una sensación deliciosa de poder, casi sexual por su intensidad, invadió al hombre. La tomó del pelo y se lo retorció con crueldad.
—Y aprende a hacer lo que te dicen. ¿Entiendes?
La muchacha se marchó, y por la otra puerta entró Reuben Garvald, el hermano menor de Ben. Era pequeño, de aspecto enfermizo, con un hombro más alto que el otro, pero mantenía en continuo movimiento los ojos negros sin perder nada de vista en ningún momento.
Siguió con la vista a la muchacha, que ya entraba al dormitorio.
—Ojalá no la hubieras traído, Ben. Era una verdadera vaca sucia. Así se puede coger cualquier cosa.
—Para eso inventaron la penicilina. ¿Y qué quieres ahora?
—Hay un tipo que quiere verte. Acaba de llegar en motocicleta.
—Ya lo sé. ¿Qué quiere?
—No me lo ha dicho. Parece un irlandés con bastante dinero —le dijo Reuben, y le mostró un billete de cinco libras partido por la mitad—. Me ha dicho que te entregara esto. Que te daría la otra mitad si hablabas con él.
Garvald se rió, espontáneamente, y arrebató el billete de la mano de su hermano.
—Me gusta. Sí, así me gustan las cosas. —Se acercó a la ventana para examinar el billete a la luz—. Parece auténtico. Seguramente tiene más. Hagámosle pasar, Reuben.
Reuben salió y Garvald fue a un armario, de muy buen humor.
Se sirvió un vaso de whisky. Quizá la mañana no resultara un completo fracaso después de todo. Incluso podía llegar a ser muy interesante. Cogió el vaso y se acomodó en una mecedora junto a la ventana.
Se abrió la puerta y Reuben hizo pasar a Devlin a la habitación.
Estaba empapado, con el impermeable saturado de agua. Se quitó la gorra de tweed y la estrujó sobre un bol de porcelana china lleno de frutas.
—¿Nos ocupamos en seguida del asunto?
—De acuerdo —dijo Garvald—. Ya sé que todos sus condenados compatriotas están liquidados. No necesitan mucha ayuda a estas alturas. ¿Cómo se llama?
—Murphy, señor Garvald —contestó Devlin—. Como…
—No se preocupe, eso también lo creo —le interrumpió Garvald—. Quítese ese impermeable, por Cristo. Me va a echar a perder la alfombra. Es una auténtica Axminster. Cuesta una fortuna, si es que se consigue.
Devlin se quitó el impermeable, y se lo pasó a Reuben, quien, a disgusto, lo cogió y lo dejó sobre una silla cerca de la ventana.
—De acuerdo, mi amor —dijo Garvald—. Tengo poco tiempo, así que vamos al grano.
Devlin se secó las manos en la chaqueta y sacó un paquete de cigarrillos.
—Me han dicho que está metido en el negocio de los transportes —dijo—. Entre otras cosas.
—¿Quién se lo ha dicho?
—Lo supe por ahí.
—¿Y?
—Necesito un camión. Un Bedford de tres toneladas. Del ejército.
—¿Eso es todo?
Garvald sonreía, pero mantenía los ojos alerta.
—No. También necesito un jeep, un compresor para pintar al aerosol y diez kilos de pintura verde y caqui. Y quiero que los dos vehículos tengan matrícula oficial.
Garvald se rió con fuerza.
—Qué piensa hacer, ¿abrir un segundo frente por su cuenta?
Devlin sacó un sobre grande de uno de los bolsillos interiores de la chaqueta y se lo pasó a Garvald.
Aquí hay quinientas libras en billetes, sólo para que comprenda que no está perdiendo el tiempo.
Garvald hizo un gesto a su hermano para que cogiera el sobre, lo abriera y comprobara el contenido.
—Es así, Ben. Todo está en billetes nuevos de cinco libras.
Tomó el dinero y se lo pasó a su hermano. Garvald lo dejó en la mesilla de café a su lado. Se reclinó en su asiento.
—De acuerdo, sigamos. ¿Para quién trabaja?
—Para mí —dijo Devlin.
Garvald no le creyó y se lo puso de manifiesto, pero no insistió.
—Debe de ser algo bien preparado para tomarse tantas molestias. Quizá le haga falta un poco de ayuda.
—Le he pedido lo que necesito, señor Garvald —dijo Devlin—.
Un camión Bedford de tres toneladas, un jeep, un compresor, y diez kilos de pintura. Si usted no me puede ayudar, buscaré en otra parte.
—¿Quién demonios se cree que es? —intervino Reuben, furioso—. Entrar aquí es una cosa. Pero salir no siempre es tan fácil.
Devlin tenía el rostro muy pálido y cuando se volvió para mirar a Reuben parecía que su mirada estuviera clavada en algún punto distante, frío, remoto.
—¿Ésta es la situación en este momento?
Se adelantó, alargó la mano hacia los billetes, con la mano izquierda en el gatillo de la Walther que tenía en el bolsillo. Garvald puso la mano con violencia sobre el dinero.
—Esto le costará una cifra simpática y redonda —dijo en voz muy suave—. Digamos que unas dos mil libras.
Sostuvo la mirada de Devlin, en actitud de desafío. Se produjo una larga pausa y Devlin dijo, finalmente:
—Apuesto a que alguna vez tuvo los mejores recursos para conseguir estas cosas.
—Todavía los tengo, muchacho —dijo Garvald con la mano empuñada— y son los mejores en todo este negocio.
—De acuerdo —dijo Devlin—. Me bastará con que me consiga doscientos litros de gasolina del ejército y estaremos de acuerdo.
Garvald le alargó la mano.
—Hecho. Un brindis por el negocio. ¿Qué prefiere?
—Irlandés, si tiene. Y si es Bushmills mucho mejor.
—Tengo de todo, muchacho. Cualquier cosa. —Hizo un gesto con los dedos—. Reuben, ¿hay un poco de Bushmills para nuestro amigo?
Reuben vacilaba, con el rostro alterado, molesto; Garvald insistió con voz baja, amenazante:
—El Bushmills, Reuben.
Su hermano abrió el mueble y quedaron a la vista varias docenas de botellas.
—Se trata usted muy bien —comentó Devlin.
Es la única manera —dijo Garvald y tomó un cigarro puro de una caja que tenía sobre la mesilla—. ¿Quiere que se lo entreguemos todo en Birmingham o en otra parte?
—Lo preferiría cerca de Peterborough, en la A-1 —dijo Devlin.
—Es un condenado exigente, ¿verdad? —dijo Reuben y le pasó un vaso.
—No, está muy bien —interrumpió Garvald—. ¿Conoce Norman Cross? Queda sobre la A-1, a unos ocho kilómetros de Peterborough.
A cuatro kilómetros de la carretera hay un garaje, el Fogarty. Está cerrado.
—Lo encontraré.
—¿Cuándo quiere que se lo entreguemos?
El jueves 28 y el viernes 29. La primera noche me llevaré el camión, el compresor y la pintura. La segunda retiraré el jeep.
Garvald frunció el ceño.
—¿Me va a decir que lo piensa hacer todo usted solo?
—Exacto.
—
Okey
. ¿Qué hora le parece mejor?
—Cuando haya anochecido. A las nueve o nueve y media.
—¿Y el dinero?
—Se puede guardar esas quinientas a cuenta. Setecientas cincuenta cuando me haga cargo del camión y otras tantas a la entrega del jeep. Y recuerde que necesito licencias para los dos.
—Eso es bastante fácil —dijo Garvald—. Pero habrá que llenar los formularios con los detalles de misión y destino.
—Yo mismo me ocuparé de eso cuando los tenga en mi poder.
Garvald asintió lentamente, en silencio, pensando.
—Me parece que todo está claro.
Okey
. ¿Otro trago?
—No, gracias. Tengo que hacer otras gestiones.
Se puso el impermeable empapado y se lo abotonó rápidamente. Garvald se levantó, se acercó al aparador y volvió con la botella de Bushmills que acababa de abrir.
Bebamos de todos modos. Hágalo por mí. Como demostración de que no hay mala fe.
—Nada más lejos de mi pensamiento —dijo Devlin—. Pero gracias de todas maneras. Y aprovecharé para darle algo.
Sacó la otra mitad del billete de cinco libras.
—Es suyo, me parece.
Garvald lo tomó y sonrió.
—Es tan sinvergüenza como el diablo, ¿se lo habían dicho, Murphy?
—Sí.
—Bien. Nos veremos en Norman Cross el 28. Muéstrale el camino, Reuben. Y cuida tus modales.
Reuben se fue a la puerta, sombrío, la abrió y salió. Devlin le siguió, pero se volvió en el momento en que Garvald se sentaba de nuevo.
—Otra cosa, señor Garvald.
—¿Qué pasa?
—Mantengo mi palabra.
—Me alegro de saberlo.
—Espero que usted también.
Ya no sonreía. Mantuvo largo rato la mirada de Garvald. Sus ojos eran graves, fríos. Salió.
Garvald se puso de pie, lentamente se acercó al aparador y se sirvió otro whisky; después se fue a la ventana y miró abajo, al patio, donde Devlin estaba poniendo en marcha la moto. Se abrió la puerta y entró Reuben, de vuelta. Estaba completamente furioso.