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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (24 page)

BOOK: Ha llegado el águila
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—¿Qué te pasa, Ben? No entiendo nada. Has dejado que te pisotee un pequeño irlandés recién salido del fango. Le has tomado en cuenta como no te he visto considerar a nadie.

Garvald observaba a Devlin, que dobló hacia la calle principal y se alejó bajo la lluvia.

—Lleva entre manos algo importante, Reuben —dijo en voz baja—. Algo grande y jugoso.

—Pero ¿para qué necesita vehículos del ejército?

—Hay miles de posibilidades. Puede ser para cualquier cosa.

Recuerda el caso en Shropshire la semana pasada. Varios tipos vestidos de soldados entraron con un camión del ejército a un depósito nacional y salieron con treinta mil libras en whisky.

Imagínate lo que eso puede valer en el mercado negro.

—¿Y crees que puede ser algo semejante?

—Es posible —dijo Garvald—. Pero sea lo que sea, yo también estoy metido en ello, le guste o no. —Sacudió la cabeza, como quien está desconcertado—. ¿Y sabes una cosa, Reuben? Me amenazó, ¡a mí! Eso no lo podemos aceptar, ¿verdad que no, Reuben?

Aunque sólo era media tarde, la luz empezaba ya a oscurecer mientras Koenig acercaba su cañonera al bajo litoral. El cielo estaba lleno de nubes negras, hinchadas, que anunciaban tormenta a pesar de los matices rosados.

—Mala será la tormenta,
herr Leutenant
—dijo Muller, que estaba inclinado sobre los planos.

Koenig aguzó la vista mirando por la ventana.

—Faltan por lo menos quince minutos hasta que empiece. Ya estaremos lejos para entonces.

Los truenos se dejaban oír, ominosos, el cielo se oscurecía y la tripulación, que esperaba en cubierta la primera indicación del destino del barco, estaba extrañamente silenciosa.

—No les culpo. Qué lugar más desagradable, después de St. Helier —dijo Koenig.

Más allá de la línea de dunas la tierra era chata y desnuda, arrasada por el viento continuo. A lo lejos alcanzaba a ver la granja, los hangares y la pista, todo negro contra el pálido horizonte. El viento barría el agua y Koenig redujo la velocidad a medida que se acercaban al pequeño embarcadero.

—Haz tú la maniobra, Erich.

Muller tomó el timón. Koenig se puso un viejo impermeable de piloto y salió a cubierta. Se apoyó en la baranda y empezó a fumar.

Se sentía extrañamente deprimido. El viaje había sido bastante malo, pero sus problemas no habían hecho sino empezar, en cierto sentido.

La gente con la que iba a trabajar, por ejemplo. Eso era de importancia crucial. Había tenido ciertas experiencias desafortunadas en el pasado. Y en situaciones semejantes.

El cielo pareció abrirse de par en par y la lluvia empezó a caer en torrentes. Se acercaban lentamente al lugar donde habían de amarrarla cañonera. Un automóvil apareció por la huella abierta en las dunas. Muller hizo detener las máquinas y se inclinó por la ventana gritando órdenes. Mientras la tripulación luchaba por situar un cable y amarrar la lancha a la costa, el automóvil se acercó al mar y se detuvo. Steiner y Ritter Neumann bajaron de él y caminaron hacia el borde.

—Hola, Koenig, ¿así que lo conseguiste? —le gritó Steiner cariñosamente—. Bien venido a Landsvoort.

Koenig, a medio camino en la escalera, se sorprendió tanto que tropezó y casi cayó al agua.

—Usted, señor, pero… —Y entonces, cuando cayó en la cuenta de lo que significaba todo eso, empezó a reír—. Y yo que me estaba preocupando como loco pensando con quién iba a tener que trabajar.

Terminó de cruzar a tierra y estrechó calurosamente la mano de Steiner.

Eran las 4.30 de la tarde cuando Devlin atravesó el pueblo y continuó más allá de Studley Arms. Mientras cruzaba el puente escuchaba el órgano y veía las luces, muy suaves en las ventanas de la iglesia porque aún no estaba oscuro. Joanna Grey le había dicho que la misa de la tarde se celebraba más temprano, para evitar la obligación de apagar todas las luces. Recordó la observación de Molly Prior mientras subía por la colina y sonrió. Se detuvo junto a la iglesia. Ella estaba allí: el pony, amarrado a la cerca, esperaba pacientemente, comiendo de la bolsa que tenía sujeta del hocico.

Había dos automóviles, un camión y varias bicicletas.

Devlin abrió la puerta. El padre Vereker bajaba del altar con tres niños vestidos con casullas rojas y túnicas blancas. Uno de los niños llevaba un recipiente con agua bendita. Vereker rociaba con agua las cabezas de los fieles para purificarles de sus pecados.

«Asperges me»
, entonaba. Devlin se deslizó por la nave lateral hasta encontrar un banco libre.

No había más de diecisiete o dieciocho personas en la iglesia.

Entre ellas Sir Henry y una mujer que seguramente sería su esposa, así como una joven de pelo negro de poco más de veinte años con el uniforme de las auxiliares femeninas de la fuerza aérea, Pamela Vereker sin duda. Estaba George Wilde con su esposa. Les acompañaba Laker Armsby, muy limpio, de tieso cuello blanco y un traje negro muy viejo.

Molly Prior estaba al otro lado de la nave central, con su madre, una mujer de aspecto agradable, de edad mediana y rostro bondadoso. Molly llevaba un sombrero de paja adornado con flores artificiales, inclinado sobre los ojos, y un vestido de algodón floreado abotonado desde el cuello a la falda; le quedaba apretado y la falda evidentemente corta.

«Apostaría a que lleva ese vestido hace tres años por lo menos», se dijo Devlin. Ella se volvió de súbito y le vio. No le sonrió, se limitó a mirarle durante un segundo y apartó la vista.

Vereker, con la gastada casulla, había vuelto al altar y juntaba las manos para empezar la misa. «Yo, pecador, confieso a Dios Todopoderoso, y a ustedes, mis hermanos, que he pecado, por mi culpa.»

Se golpeó el pecho, y Devlin, que advirtió que Molly Prior le miraba de reojo por el borde inclinado del sombrero, le acompañó en la oración, y pidió a la Virgen María, a los ángeles, a los santos y a todos los presentes que intercedieran por él ante Dios nuestro Señor.

Cuando se arrodillaba parecía descender lentamente y se le levantaba la falda quizás unos treinta centímetros. Devlin tenía que controlar la risa que le producía lo evidente y exagerado del movimiento. Pero muy pronto dejó de hacerlo pues notó los ojos de loco de Arthur Seymour, que le miraba furibundo desde la sombra de un pilar de la nave opuesta.

Terminó el servicio religioso. Devlin se aseguró de salir primero. Estaba montado en la motocicleta y listo para partir cuando la oyó que le llamaba.

—Señor Devlin, espere un minuto.

Se volvió. Molly corría hacia él, con un paraguas sobre la cabeza, y su madre un poco más atrás.

—No se dé tanta prisa —le dijo Molly—. ¿Tiene vergüenza?

—Estoy extremadamente contento de haber venido —respondió Devlin.

La poca luz no le permitió notar si se había sonrojado o no. En todo caso llegó su madre en ese instante.

—Ésta es mamá —dijo Molly—. El señor Devlin.

—Lo sé todo de usted —dijo la señora Prior—. Estamos a su disposición para lo que usted quiera. No es fácil que un hombre se las arregle solo.

—Hemos pensado que le gustaría venir a casa a tomar el té con nosotras —le dijo Molly.

Devlin ya estaba viendo a Arthur Seymour, de pie en el pórtico de la iglesia, mirándoles furioso.

—Se lo agradezco mucho, pero, si debo ser franco, no me siento bien.

La señora Prior adelantó una mano y le tocó.

—Que Dios nos bendiga, muchacho, pero si usted está empapado… Váyase a casa y dése un baño caliente ahora mismo. Se va a matar si no lo hace.

—Mamá tiene razón —le dijo Molly con energía—. Así que váyase y haga lo que le dicen.

Devlin apretó el acelerador.

—Que Dios me proteja de este monstruoso regimiento de mujeres —dijo y se marchó.

El baño resultó imposible. Habría tardado demasiado en calentar el recipiente de cobre. Pero solucionó en parte el problema.

Encendió un fuego enorme en la gran chimenea de piedra, quemando para ello varios troncos casi enteros; se desnudó, se restregó con la toalla y se volvió a vestir con una camisa azul marino de franela y pantalón oscuros de lana.

Tenía hambre, pero estaba muy cansado como para hacerse algo de comer. Así que tomó un vaso, la botella de Bushmills que le había dado Garvald y uno de sus libros y se sentó en la vieja silla junto al fuego; se puso a leer con los pies encima de las llamas. Una hora más tarde sintió que un viento frío le azotaba brevemente el cuello. No había oído el ruido de la puerta, pero se dio cuenta de que Molly había entrado.

—¿Qué te trae por aquí? —le dijo sin volverse a mirarla.

—Muy inteligente. Creí que me dirías algo más amable después de que he caminado casi dos kilómetros por el campo empapado y en la oscuridad para traerte algo de comer.

Se acercó al fuego. Vestía el mismo viejo impermeable, botas Wellington, y un pañuelo en la cabeza. Llevaba un canasto en la mano.

—Un pastel de carne y patatas. ¿Has comido algo?

—No sigas hablando. Ponlo en el horno y date prisa.

Dejó el canasto en el suelo, se quitó las botas y se soltó el impermeable. Llevaba un vestido floreado. Se quitó el pañuelo y se sacudió el pelo.

—Así está mejor. ¿Qué estás leyendo?

—Poesía —le dijo y le pasó el libro—. Escrita por un ciego irlandés, Raftery, que vivió hace mucho tiempo.

Miró una página a la luz del fuego.

—Pero no entiendo nada —dijo—. Está escrita en otra lengua.

—En irlandés. La lengua de los reyes.

Tomó el libro y empezó a leer.

Anois, teacht an Earraigh,

beidh an la dul chun sineadh,

is tar eis feile Bride,

ardochaidh me mo sheol…

Ahora en primavera los días se alargan

y en la fiesta de Bridget volveré a navegar;

como está decidida mi jornada, pisaré con más fuerza

hasta que una vez más llegue a las llanuras de Mayo…

Es hermoso —dijo ella—. Realmente hermoso.

Se dejó caer en la alfombra de lana junto a él, se apoyó en la silla, y le tocó el brazo con la mano.

—¿Eres tú de allí, de Mayo?

—No —le dijo, y apenas podía controlar la voz—. De más al norte, pero Raftery tiene razón.

—Liam —dijo—. ¿Eso también es irlandés?

—Sí, señora.

—¿Qué significa?

—William.

—Creo que me gusta más Liam —dijo y frunció el ceño—.

William es un nombre poco original.

Devlin apretó el libro con la mano izquierda y le acarició el pelo, en el cuello, con la derecha.

—Jesús, José y María, ayúdame.

—¿Y qué significa eso? —le preguntó ella, toda inocencia.

—Significa, querida niña, que si no sacas ese pastel del horno y lo pones en un plato, no soy responsable de mis actos.

Se rió de súbito, se rió profundamente, inclinándose hacia adelante un momento, con la cabeza sobre las rodillas.

—Oh, me gustas mucho —le dijo—. ¿Lo sabías? Me gustó usted, señor Devlin, desde la primera vez que le vi, sentado en la moto, fuera de la taberna.

Devlin gruñó, cerró los ojos, y ella se levantó, se arregló la falda sobre las caderas y sacó el pastel del horno.

Cuando la acompañó a casa a través del campo, había cesado de llover, las nubes se habían marchado y el cielo brillaba con multitud de estrellas. Corría un viento frío que golpeaba los árboles mientras avanzaban por los senderos. Les caían las hojas encima.

Devlin llevaba la escopeta al hombro y Molly caminaba colgada de su brazo.

No habían conversado mucho después de la comida. Le había pedido que le leyera más poesía, apoyándose en él, con una rodilla levantada. Había resultado infinitamente peor de lo que Devlin se había imaginado. Su presencia distorsionaba todos los planes.

Disponía de tres semanas, nada más, tenía demasiado que hacer en esos días y no podía distraerse con nada.

Llegaron a la verja de la granja y se detuvieron junto a la puerta.

—Estaba pensando en que si el miércoles por la tarde no tienes nada que hacer, nos podrías ayudar en la granja y en el establo.

Necesitamos mover unas máquinas para las provisiones de invierno.

Nos resulta un poco pesado a mí y a mi madre. Y después te puedes quedar a cenar con nosotras.

Habría sido ridículo negarse.

—¿Por qué no? —dijo.

Ella alzó una mano, se la pasó por el cuello, le bajó la cara y le besó con una fuerza, apasionamiento y perentoriedad que resultaban increíblemente conmovedoras. Se había puesto un perfume infinitamente suave, quizás el único que pudo conseguir. Lo recordaría durante el resto de su vida.

Se apoyó contra él y Devlin le dijo al oído:

—Tienes diecisiete años y yo soy un viejo de treinta y cinco. ¿No lo has pensado?

La muchacha alzó la vista, sin ver.

—Oh, eres adorable —le dijo—. Adorable.

Una frase tonta, trivial, que en otras circunstancias le habría hecho reír. Pero ahora no. Ahora nunca. La volvió a besar, con suavidad, la boca.

—¡Vete!

Se marchó sin hacer el menor intento de protestar. Al cruzar el patio despertó a las gallinas. En algún sitio, al otro lado de la casa, ladró un perro, se cerró una puerta. Devlin se volvió y echó a andar.

Empezó a llover de nuevo cuando avanzaba por el último pastizal antes de llegar a la carretera principal. Cruzó el sendero del dique que tenía el viejo cartel de madera
Hobs End Farm
, que nadie se había tomado nunca la molestia de quitar. Devlin avanzaba con la cabeza inclinada contra la lluvia. De súbito sintió un estrépito en los cañaverales a su derecha y un hombre saltó al sendero.

A pesar de la lluvia no había muchas nubes y la luna le permitió ver a Arthur Seymour agazapado enfrente de él.

—Se lo dije, se lo advertí, pero no me ha hecho caso. Y ahora lo va a tener que aprender de otro modo.

Devlin se quitó del hombro la escopeta en un segundo. No estaba cargada, pero era igual. Movió el cerrojo, que hizo un clic muy preciso, y colocó el arma bajo la barbilla a Seymour.

—Y ahora tenga cuidado —le dijo—. Porque tengo licencia para matar gusanos y alimañas. El permiso me lo dio el señor Willough personalmente. Y usted está en las tierras del señor en este momento.

Seymour saltó hacia atrás.

—Te agarraré verás. Y a esa puta cochina. Acabaré con los dos.

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