—Miró hacia el mar, a través de las rocas y la arena, hacia el cabo entre la niebla—. Hermoso. Me imagino que la idea de tener que dejar todo esto le debe romper el corazón.
—¿Dejarlo? ¿Qué está insinuando?
Le miró sorprendida.
—Pero usted no se puede quedar. No se podrá quedar después.
¿Supongo que se da cuenta?
Joanna miró en dirección al cabo. Como si fuera la última vez.
Cosa extraña. Nunca se le había ocurrido que tendría que marcharse.
Se estremeció mientras el viento lanzaba violentamente la lluvia contra el mar.
A las 7.40 de la noche Max Radl decidió que ya había trabajado bastante en su despacho de la Tirpitz Ufer. No se sentía bien desde que había vuelto de Bretaña y el doctor que le examinó se había horrorizado ante su estado de salud.
—Se va a matar si sigue trabajando a ese ritmo, señor —le había dicho con firmeza—. Creo que se lo puedo garantizar.
Radl había anotado la advertencia y se tomaba desde entonces las píldoras, tres tipos distintos de medicinas, que le permitirían seguir funcionando. Mientras pudiera mantenerse lejos de los médicos del ejército tenía aún posibilidades… Pero bastaría un examen más y le liquidarían. Le pondrían la ropa de civil antes de que se diera cuenta de lo que estaban haciendo.
Abrió un cajón, sacó uno de los frascos con las medicinas y se puso dos píldoras en la boca. Se suponía que eran para aliviar el dolor, pero Radl, para asegurarse, se Sirvió un trago de Courvoisier y así se las tragó. Hubo unos golpes en la puerta y entró Hofer. Su rostro, habitualmente inexpresivo reflejaba una gran excitación; le brillaban los ojos.
—¿Qué pasa, Karl, qué sucede? —preguntó Radl.
Hofer dejó un mensaje sobre el escritorio.
—Ya está allí, señor. Es de Starling…, de la señora Grey. Llegó a salvo. Está con ella.
Radl se quedó mirando el mensaje, como azorado.
—Dios mío, si es Devlin —susurró—. Lo conseguiste, muchacho. Resultó. —Se le produjo un alivio físico instantáneo. Sacó otro vaso del cajón del escritorio—. Karl, esto hay que celebrarlo.
Se puso de pie, lleno de alegría, consciente de que no se sentía así desde hacía varios años, desde esa increíble euforia que había experimentado cuando avanzaba al frente de sus hombres por la costa de Francia en el verano de 1940.
Alzó el vaso y le dijo a Hofer:
—Brindemos, Karl. Por Liam Devlin, y «arriba la República».
Cuando servía como oficial de enlace en la brigada Lincoln durante la guerra de España, Devlin se convenció de que la motocicleta era el mejor medio para mantener el contacto entre las dispersas unidades en ese montañoso territorio. Norfolk era muy distinto, pero gozaba de la misma sensación de libertad, de estar un poco fuera de la Tierra, mientras viajaba desde Studley Grange por los senderos del campo hacia el pueblo.
Esa misma mañana había conseguido el permiso de conducir y los demás documentos sin la menor dificultad. En todos los sitios donde fue, desde la comisaría de Holt hasta la delegación del Ministerio de Trabajo, su historia de ex soldado de infantería licenciado por heridas en combate le valió las simpatías generales.
Todos los funcionarios se preocuparon de abreviar los trámites. Era verdad eso de que todo el mundo quiere a los soldados en tiempo de guerra, y más todavía a los héroes heridos.
La motocicleta era de un modelo anterior a la guerra y no se hallaba en muy buen estado. Era una BSA de 350 cc. Pero cuando apretó el acelerador en la primera recta del camino y alcanzó los cien kilómetros por hora sin dificultades, comprobó que poseía la fuerza que necesitaba y desaceleró rápidamente. Si bien no había policías en el pueblo, Joanna Grey le había advertido que algunas veces patrullaban en motocicleta por la carretera.
Bajó por la empinada colina. Pasó junto al viejo molino cuya rueda parecía definitivamente inmóvil y disminuyó la marcha para ver pasar a una joven que llevaba tres cubos de leche en una carreta tirada por un pony. Llevaba una boina azul y un impermeable muy viejo, de los de la Primera Guerra Mundial, que le quedaba ostensiblemente grande. Tenía cara angulosa, ojos muy grandes, una boca demasiado ancha; sus guantes estaban rotos y le asomaban tres dedos.
—Buenos días, preciosa —le saludó cariñosamente, mientras esperaba para que pudiera cruzar el sendero hacia el puente—. Que Dios bendiga el buen trabajo.
Los ojos de la muchacha se abrieron todavía más, como asombrados, y también levemente la boca. Pareció perder el habla y dejó escapar un extraño sonido con la lengua, destinado, al parecer, a apurar al pony y hacerle trotar para que subiera al puente y avanzara más allá de la iglesia.
—Una adorable campesina fea —se dijo en voz baja—, pero que me hizo mirarla no una sino dos veces. —Sonrió—. Oh, no, Liam, mi viejo amor. Eso no. Ahora no.
Aceleró la motocicleta hacia Studley Arms y en ese instante vio a un hombre de pie junto a una ventana, que le miraba furioso. Era un individuo de enormes proporciones, de unos 30 años, y con una encrespada barba negra. Llevaba gorra de tweed y un viejo abrigo de marinero.
«¿Y qué demonios te he hecho a ti, muchacho?», se dijo Devlin.
La mirada del hombre se movió en dirección a la joven y a la carreta, que ya estaba llegando a la cima de la colina situada detrás de la iglesia, y retrocedió a mirarle a él una vez más. Era suficiente. Devlin dejó la BSA junto a la puerta, se soltó del cuello la funda con la escopeta, tomó el arma, se la puso bajo el brazo y entró.
No había barra. Era una gran habitación de aspecto bastante cómodo y techo bajo, varios asientos de alto respaldo y un par de mesas de madera. Varios leños ardían alegremente en la chimenea.
Había tres personas solamente. Un hombre sentado junto al fuego y que tocaba una armónica, el de la barba negra junto a la ventana,y un hombre bajo y ancho en mangas de camisa, que parecía tener menos de 30 años.
—Que Dios les bendiga a todos —se anunció Devlin, con su mejor acento de rústico irlandés.
Dejó el arma con su funda sobre la mesa y el hombre en mangas de camisa le sonrió y alargó la mano.
—Soy George Wilde, el encargado de esto, y usted debe de ser el nuevo guarda de Sir Henry, que trabajará en los pantanos. Ya le conocemos de oídas.
—¿Ya me conocen? —preguntó Devlin.
—Usted sabe cómo son estas cosas en el campo.
—¿Lo sabe de verdad? —dijo en tono algo violento el hombre de la barba.
—Oh, yo también procedo de una granja —dijo Devlin.
Wilde pareció confundirse, pero de todos modos hizo un esfuerzo y les presentó.
—Arthur Seymour, y el viejo chivo del fuego es Laker Armsby.
Devlin supo más tarde que Laker estaba cerca de los cincuenta, pero parecía mucho mayor. Iba increíblemente andrajoso, con la gorra de tweed rota, el abrigo amarrado con una cuerda, y sus pantalones y zapatos estaban llenos de barro.
—¿Me acompañan con un trago, caballeros? —propuso Devlin.
—Nunca me negaré a eso —respondió Laker Armsby—. Un poco de cerveza negra me vendría muy bien.
Seymour vació su bolsa y la dejó sobre la mesa.
—Me pago lo mío. —Tomó la escopeta y la pesó en la mano—.
El señor se está preocupando verdaderamente de usted, ¿verdad?
Esto y la moto. Me pregunto cómo ha conseguido todo esto, un recién llegado como usted, cuando entre nosotros hay quienes han trabajado muchos años esta tierra y nos tenemos que contentar con mucho menos.
—Estoy seguro de eso, y sólo puedo atribuirlo a mi buen aspecto —afirmó Devlin.
La locura se manifestó en los ojos de Seymour, el Diablo miró por ahí, caliente y rabioso. Cogió a Devlin por las solapas y lo atrajo hacia sí.
—No se ría de mí, hombrecito. No se le ocurra hacerlo o le pisaré como si fuera un escarabajo.
Wilde le cogió del brazo.
—Vamos, Arthur, está bien.
Pero Seymour le apartó con violencia.
—Ande con ojo por aquí, manténgase en su sitio y así podremos seguir viéndonos. ¿Me entiende?
—Por supuesto, y le ruego que me perdone si le he ofendido —dijo Devlin, sonriendo ansiosamente.
—Eso está mejor. Mucho mejor. Pero recuerde bien una cosa para el futuro. Cuando yo entre aquí, usted se marcha.
Seymour le soltó y le palmeó la cara.
Salió, dejó la puerta temblando, y Laker Armsby tartamudeó, nervioso.
—Es un bastardo malo, este Arthur.
George Wilde desapareció por la habitación trasera y regresó en seguida con una botella de whisky y varios vasos.
No resulta fácil conseguir esto en estos días, señor Devlin, pero reconozco que usted se ha ganado un trago.
—Liam —dijo Devlin—. Llámeme Liam. —Aceptó el whisky—.
¿Siempre se comporta igual?
—Desde que le conozco.
—Allí afuera había una joven en una carreta, cuando llegué.
¿Tiene algún interés en ella?
—Lo está intentando —se rió Laker Armsby—. Pero ella no quiere ni verlo.
—Es Molly Prior —dijo Wilde—. Ella y su madre tienen una granja a unos kilómetros de Hobs End. La trabajan ellas mismas desde que murió su padre, el año pasado. Laker las ayuda algunas horas cuando no tiene trabajo en la iglesia. Seymour también les ayuda. Hace los trabajos más pesados.
—Y se cree el dueño del lugar, supongo. ¿Por qué no está en el ejército?
—Ése es otro punto delicado. No le aceptaron porque tiene un oído malo.
—Lo cual debe de suponer un gran insulto a su tremenda humanidad —comentó Devlin.
Wilde intervino, con cierta timidez, como si considerara que hacía falta dar algunas explicaciones.
—Me liquidaron en Narvik, en abril de 1940. Servía en la artillería. Perdí parte de la rodilla derecha. La guerra fue corta para mí. ¿A usted le hirieron en Francia?
—Exactamente —dijo Devlin, con voz tranquila—. Cerca de Arras. Me evacuaron en un remolcador desde Dunkerque y no me enteré de nada.
—¿Y pasó más de un año en el hospital, según me dijo la señora Grey?
—Una gran mujer. Le estoy muy agradecido. Su marido conoció hace muchos años a mis padres. Si no fuera por ella, no tendría este trabajo.
—Es una señora —afirmó Wilde—. Una verdadera señora. No hay nadie a quien estimen más en toda esta zona.
—Pues a mí me hirieron por primera vez en el Somme, en 1916.
Con la guardia galesa —intervino Laker Armsby.
—Oh, no —exclamó Devlin y sacó un chelín del bolsillo, lo dejó sobre la mesa y le guiñó el ojo a Wilde—. Dele otro trago, pero tengo que irme. Tengo trabajo.
Devlin llegó hasta la carretera de la costa, cortó por el primer sendero que encontró y enfiló hacia el norte de Hobs End, en dirección a los pinos. Era un día otoñal, desapacible, frío, pero bastante limpio; nubes blancas se perseguían por un cielo azul.
Apretó el acelerador y la moto rugió por el sendero. Era un riesgo infernal, pues bastaba un leve error para precipitarle al pantano. Era una estupidez en realidad, pero sentía deseos de hacerlo, y la sensación de libertad le entusiasmaba.
Disminuyó la velocidad, frenó para pasar a otro sendero, abriéndose paso entre la verdadera red de diques que le iba acercando a la costa. En ese momento surgió súbitamente un caballo y un jinete desde los juncos a unos cuarenta metros a su derecha.
Subieron a la cimadel dique. Era la joven que acababa de ver en el pueblo con el pony y la carreta, Molly Prior. Devlin continuó avanzando despacio y ella se inclinó sobre el cuello del animal, urgiéndole a galopar; tomó velocidad y se situó en paralelo a la motocicleta.
Devlin respondió instantáneamente, aceleró y comenzó a avanzar a gran velocidad; el salto esparció violentamente el fango del pantano. La joven tenía la ventaja de correr sobre una pista recta, que iba directamente hacia los pinos; Devlin, en cambio, debía abrirse camino por una verdadera red de senderos entrecruzados que le obligaban a cambiar de ruta continuamente.
Ella ya estaba muy cerca de los pinos y, mientras Devlin saltaba de un sendero estrecho a otro más ancho que le llevaría directamente a destino, hizo saltar el caballo al pantano y atravesó así por el agua,el fango, las cañas y los juncos hacia la meta. El animal respondió bien y un momento después saltó fuera y desapareció entre los pinos.
Devlin salió a gran velocidad del sendero sobre el dique, chocó con el borde de la primera duna, voló por el aire breve trecho y aterrizó de costado sobre arena muy suave, que le permitió deslizarse apoyando la rodilla en el suelo, describiendo así una amplia curva.
Molly Prior estaba sentada al pie de un pino mirando al mar, con la cara apoyada en las rodillas. Vestía exactamente como cuando Devlin la viera por primera vez, a excepción de la boina; se la había quitado y dejaba a la vista el pelo corto, rizado, color castaño. El caballo pastaba en la hierba que crecía aquí y allá en la arena.
Devlin colocó la motocicleta sobre el soporte y se tendió al lado de la joven.
—Un día muy agradable, gracias a Dios.
—¿Qué le ha traído por aquí? —dijo ella, tranquilamente.
Devlin se había quitado la gorra para enjugarse el sudor de la frente. La miró, sorprendido.
—¿Qué me ha traído por aquí? Mira, pequeña…
Y entonces ella sonrió. Más aún, echó atrás la cabeza y rió.
Devlin también.
—Por Dios, y te voy a conocer hasta el día del Juicio, seguro.
—¿Y qué significa eso?
Hablaba con el acento fuerte y preciso de Norfolk, que a Devlin aún le resultaba una novedad.
—Oh, es un dicho de mi país —dijo.
Luego buscó el paquete de tabaco y se llevó un cigarrillo a la boca—. ¿Usas estas cosas?
—No.
—Muy bien. Te impediría crecer y todavía tienes por delante los años mejores.
—Tengo diecisiete, quiero que lo sepas. Cumplo dieciocho en febrero.
Devlin encendió el cigarrillo y se recostó apoyando la cabeza en las manos; se dejó la gorra sobre la cara.
—¿Qué día?
—El veintidós.
—Ah, ¿un pececillo entonces? Piscis. Nos podemos llevar bien.
Yo soy Escorpión. Nunca se te ocurra casarte con un Virgo, por cierto. No hay posibilidades de que se entienda con un Piscis. Arthur, por ejemplo, seguro que es Virgo. A mí me preocuparía eso, si estuviera en tu lugar, claro.
—¿Arthur? ¿Te refieres a Arthur Seymour? ¿Estás loco?
—No, creo que el loco es él —dijo Devlin y continuó—: Pura, limpia, virtuosa y no muy caliente, lo cual es una verdadera lástima.