Subió al puente y se encontró a Koenig inclinado sobre un plano. Al timón iba un marinero de barba negra que llevaba encima un gastado chaquetón muy ceñido en el que tenía prendidas las insignias de su rango. Le colgaba un cigarro de los labios, algo que tampoco pareció a Radl muy digno de la marina.
Koenig le saludó de un modo bastante correcto.
—Ah, ¿qué tal, señor? ¿Todo en orden?
—Espero que sí. ¿Qué distancia hay que recorrer?
Radl se inclinó sobre el plano.
—Unos ciento treinta kilómetros.
—¿Llegaremos a tiempo?
Koenig miró la hora.
—Creo que llegaremos a St. Helier poco antes de las diez, señor.
Siempre que no tengamos problemas con la Royal Navy. Radl miró por la ventana.
—¿Siempre se visten como pescadores en el barco, teniente?
Creía que estas lanchas eran el orgullo de la marina.
—Pero ésta no es de ese tipo, señor. Sólo está clasificada como tal —dijo Koenig, que le miró sonriente.
—¿Entonces qué diablo es? —preguntó Radl, alarmado.
—En realidad no estamos muy seguros, ¿eh, Muller? —El oficial sonrió y Koenig continuó—: Es una lancha torpedera, como usted podrá ver, señor. Construida en Gran Bretaña por encargo del Gobierno turco, pero que se quedó en Inglaterra.
—¿Y cómo es esa historia?
Encalló en un banco de arena cerca de Morlaix, en Bretaña. Su capitán no la pudo sacar, así que le instaló una carga de demolición y la abandonó.
—¿Y?
—No estalló la bomba, y antes de que pudiera volver a bordo a rectificar el error, apareció una cañonera y le tomó prisionero a él y a la tripulación.
—Pobre diablo —dijo Radl—. Casi lo siento.
—Pero todavía falta lo mejor, señor. El último mensaje del capitán fue que estaba abandonando el barco y lo iba a volar; el Almirantazgo británico supuso, naturalmente, que lo había hecho.
—¿Y esto les ha permitido recorrer libremente las islas en un barco que sigue teniendo el aspecto de uno de la Royal Navy? Ahora comprendo.
—Exacto. Hace un momento estaba usted mirando la bodega y le tiene que haber llamado la atención que tengamos la enseña británicalista para desplegarla.
—¿Y eso les ha salvado en alguna oportunidad?
—Muchas veces. Izamos la bandera de la Navy, hacemos el saludo de cortesía y continuamos. Ningún problema.
Radl notaba otra vez el frío dedo de la excitación moviéndosele por dentro.
—Hábleme de la embarcación —pidió—. ¿Cuál es su máxima velocidad?
—Originalmente era de veinticinco nudos, pero la marina se las arregló, en Brest, para aumentarla hasta treinta. Es menor que la de una lancha de desembarco o que una cañonera alemana, pero no está mal. Tiene treinta y ocho metros de largo y posee como armamento un cañón de seis pulgadas, uno de dos, dos ametralladoras punto cinco, y dos cañones antiaéreos de veinte milímetros.
—Está muy bien —le interrumpió Radl—. ¿Y su autonomía?
—Mil seiscientos kilómetros a veintiún nudos. Pero con los silenciadores quema mucho más combustible.
—¿Y todo eso?
Radl señaló la multitud de cables y antenas.
—Algunos son para la navegación. Los demás son para comunicaciones. Tenemos un aparato de microondas que permite comunicarse en dos direcciones, entre el barco y un agente en tierra.
Es lo mejor que hemos tenido. Es muy útil para entrar en contacto con agentes en tierra antes de un desembarco. Estoy cansado de alabarlo a las autoridades navales de Jersey. A nadie le interesa. No me extraña que…
Se interrumpió justo a tiempo. Radl le miró y le dijo, con tranquilidad:
—¿Y qué alcance tiene ese admirable juguete?
—Hasta veinticinco kilómetros en un día claro. Por razones de seguridad sólo he informado que alcanza a la mitad. Pero a esa distancia permite escuchar mejor que por un teléfono.
Radl se quedó inmóvil un rato, reflexionando, y finalmente se despidió de modo abrupto.
—Gracias, Koenig —dijo y salió.
Encontró a Devlin en la cabina de Koenig, de espaldas, con los ojos cerrados, y las manos apoyadas en la botella de Bushmills. Radl frunció el ceño. Empezaba a molestarse e incluso a alarmarse, pero advirtió que ni siquiera había abierto la botella.
—Estoy bien, coronel querido —le dijo Devlin sin abrir los ojos—. El diablo aún no me ha pescado.
—¿Trajo mi portadocumentos?
Devlin se incorporó para sacarlo de abajo.
—Lo protejo con mi vida.
—Bien —dijo Radl y se acercó a la puerta—. Tienen un aparato de radio que me gustaría que examinara antes de que lleguemos.
—¿Una radio?
—Oh, no importa —le contestó Radl—. Se lo explicaré después.
Volvió a subir al puente y se encontró a Koenig sentado junto a los planos en una silla giratoria, bebiendo café de un recipiente de estaño. Muller continuaba al timón.
Koenig se levantó, sorprendido. Radl le dijo:
—¿Cómo se llama el oficial que está al mando de las fuerzas navales de Jersey?
—Capitán Hans Ulbricht.
—Bien. ¿Podríamos llegar a St. Helier más rápido, media hora antes de lo previsto?
Koenig miró, dudoso, a Muller.
—No estoy seguro, señor. Podemos intentarlo. ¿Es fundamental?
—Completamente. Necesito ver a Ulbricht para conseguir que le trasladen.
Koenig le miró asombrado.
—¿Que me trasladen, señor? ¿A qué comando?
—Quedará a mis órdenes. —Radl sacó el sobre con la carta del Führer—. Lea esto.
Le dio la espalda, impaciente, y encendió un cigarrillo. Cuando volvió a mirar al teniente, éste tenía los ojos redondos de asombro.
—¡Dios mío! —susurró.
—No creo que Él tenga nada que ver en este asunto. —Le quitó la carta, la guardó en el sobre y señaló a Muller—. ¿Podemos confiar en ese oso?
—Hasta la muerte, señor.
—Bien —dijo Radl—. Por un par de días se quedará en Jersey, hasta que terminemos de ordenar esto. Después irá bordeando la costa hasta Boulogne y allí quedará a la espera de mis instrucciones.
¿Hay algún problema para llegar allí?
Koenig negó con la cabeza.
—Ninguno, que yo sepa. Será un viaje bastante fácil para una embarcación como ésta. ¿Y después, señor?
—Oh, hacia algún lugar de la costa holandesa, cerca de Den Helder. Todavía no he encontrado un lugar apropiado. ¿Conoce usted un sitio que vaya bien?
Muller se aclaró la garganta e intervino en la conversación.
—Le pido excusas, señor, pero conozco esa costa como la palma de mi mano. Fui primer piloto de un pesquero de Rotterdam.
—Excelente. Excelente.
Se marchó hacia proa, se instaló junto al cañón de seis pulgadas y comenzó a fumar un cigarrillo.
—Esto marcha —se dijo en voz baja—, esto marcha.
Y sentía vacío el estómago con la excitación.
El miércoles 6 de octubre, poco después del mediodía, Joanna Grey recibió un gran sobre depositado dentro de un ejemplar del
Times
que le dejaron en un banco preciso de Green Park, Londres.
Obra de su habitual contacto de la embajada de España.
Una vez en posesión del contenido, se fue directamente a King’s Cross y tomó el primer rápido al norte. En Peterborough cambió a un tren local que se dirigía a King’s Lynn, donde había dejado el coche gracias a la gasolina que había ahorrado del cupón que le entregaban para sus deberes como miembro del Servicio de Voluntarias.
Llegó al patio de Park Cottage a las seis de la tarde. Estaba exhausta. Entró directamente a la cocina.
Patch
le recibió alegremente, siguiéndola al salón. Allí se preparó un whisky doble.
Gracias a sir Henry Willoughby tenía suficiente abastecimiento.
Subió la escalera hasta el pequeño despacho situado junto al dormitorio.
Los paneles de madera ocultaban la puerta que se hallaba en una esquina, no porque ella la hubiera diseñado así, sino porque así había sido siempre; era un truco habitual en la época de la construcción de la casa. Cogió una llave de una cadena que llevaba sujeta al cuello y abrió la puerta. Apareció una corta escalera que conducía a un agujero en el techo. Allí tenía la emisora de radio. Se sentó ante una vieja mesa de trabajo, abrió un cajón, apartó una Luger cargada y buscó un lápiz. Sacó el libro de claves y empezó a descifrar los mensajes que le habían entregado en Green Park.
Una hora más tarde se apoyó en el respaldo de la silla, con la cara roja de excitación.
—¡Dios mío! —se dijo a sí misma en afrikander—. Lo van a hacer, lo quieren hacer.
Respiró hondo, se levantó y bajó.
Patch
la esperaba pacientemente junto a la puerta y la siguió al salón. Joanna tomó el teléfono y llamó a Studley Grange. Le atendió sir Henry Willoughby personalmente.
—Henry, soy Joanna Grey.
La voz del hombre adquirió inmediatamente un tono cálido.
—Hola, cariño. Espero que no me dirás que no vienes a jugar al bridge. ¿Verdad que no te has olvidado? ¿A las ocho y media?
Se había olvidado, pero no importaba.
—Por supuesto que no, Henry. Pero es que debo pedirte un pequeño favor y te quería hablar en privado al respecto.
La voz se le hizo más profunda.
—Dispara, muchacha. Lo que quieras.
—Bueno. Unos amigos irlandeses de mi antiguo marido me han pedido que trate de ayudar a su sobrino. Me lo mandan para acá. Va allegar en los próximos días.
—¿Y qué hace, exactamente?
—Se llama Devlin, Liam Devlin. Lo malo, Henry, es que el muchacho ha sido herido, malherido, mientras servía en Francia con el ejército británico. Le han licenciado, al menos por un año. Está dispuesto a trabajar a pesar de eso; pero tiene que trabajar al aire libre.
—¿Y tú has pensado que yo podría contratarle? —preguntó amablemente, contento, sir Henry—. No hay ningún problema, muchacha. Ya sabes lo difícil que es conseguir trabajadores en estos tiempos.
—No podrá hacer mucho al principio. Había pensado en el trabajo de guarda en Hobs End. El cargo está vacante desde que el joven Tom King se fue al ejército hace dos años. ¿Y verdad que esa casa está vacía? Quizá sería bueno tener a alguien allí. No es nada bueno que esté abandonada.
—Me parece que has dado con la solución, Joanna. Ya hablaremos con más detalle. No es cuestión de comentarlo mientras jugamosal bridge, con tanta gente. ¿Estás libre mañana por la tarde?
—Por supuesto —le dijo—. Sabes, eres muy bueno ayudándome así, Henry. Siempre te estoy molestando con mis problemas.
—Tonterías. Para eso estoy aquí. Las mujeres necesitan que un hombre les suavice las cosas duras.
La voz le empezó a temblar un poco a sir Henry.
—Es mejor que corte —le dijo Joanna—. Nos veremos luego.
—Adiós, cariño.
Colgó el teléfono y acarició a
Patch
en la cabeza. El perro la siguió, cuando volvió a subir. Se sentó junto al transmisor y emitió la señal más breve, destinada al contacto de Holanda para continuar la comunicación directamente a Berlín. Acusó recibo de las instrucciones e informó que el asunto del trabajo de Devlin ya estaba arreglado.
En Berlín estaba lloviendo. Era una lluvia negra, fría, que se filtraba por la ciudad empujada por un viento gélido que debía venir directamente de los Urales. Max Radl y Liam Devlin llevaban más de una hora sentados frente a frente en la antesala del despacho de Himmler en la Prinz Albrechtstrasse.
—¿Qué demonios pasa? —dijo Devlin—. ¿Nos quiere ver o no?
—¿Por qué no da unos golpes en la puerta y se lo pregunta? —sugirió Radl.
En ese instante entró Rossman sacudiéndose la lluvia del sombrero, con el abrigo empapado. Sonrió.
—¿Todavía están aquí?
Devlin le dijo a Radl:
—Se cree una maravilla este tipo, ¿verdad?
Rossman golpeó la puerta y entró. No se molestó en cerrarla.
—Ya lo tengo,
herr Reichsführer.
—Bien —oyeron que decía Himmler—. Ahora veré a Radl y a ese irlandés.
—¿Qué demonios significa todo esto? —murmuró Devlin—.
¿Nos quiere impresionar?
—Cuide su lengua y déjeme a mí.
Entró en la habitación seguido de Devlin, y Rossman cerró la puerta. Todo estaba exactamente igual que la otra noche. La habitación en penumbras, el fuego encendido y Himmler sentado detrás del escritorio.
Ha trabajado bien, Radl —dijo el
Reichsführer
—. Estoy más que satisfecho por el modo en que avanzan las cosas. ¿Éste es
herr
Devlin?
—Desde que nací —le dijo amabilísimamente Devlin—. Sólo un pobre y viejo campesino irlandés, sacado del barro; ése soy yo, su excelencia.
Himmler frunció el ceño, desconcertado.
—¿De qué está hablando este hombre? —le preguntó a Radl.
—Los irlandeses,
herr Reichsführer,
no son como las demás personas —contestó Radl, débilmente.
—Es por la lluvia —dijo Devlin.
Himmler le clavó la vista, asombrado. Se volvió hacia Radl.
—¿Está seguro de que es el hombre apropiado para esto?
—Completamente.
—¿Y cuándo se marcha?
—El domingo.
—¿Y los demás preparativos? ¿Progresan satisfactoriamente?
—Sí. Combiné el viaje a Alderney con un asunto de la Abwehr en París y tengo razones suficientes para visitar Amsterdam la próxima semana. El almirante no sabe nada. Está preocupado con otras cosas.
—Bien.
Himmler se quedó sentado mirando el vacío; pensaba en algo
preciso, indudablemente.
—¿Hay algo más,
herr Reichsführer?
—le preguntó Radl, al ver que Devlin se movía impaciente.
—Sí. Les he traído aquí por dos razones. En primer lugar, quería ver personalmente a
herr
Devlin. Pero, en segundo lugar, hay que concretar cómo se compondrá el grupo de asalto de Steiner.
—¿Me puedo marchar? —sugirió Devlin.
—Tonterías —dijo Himmler bruscamente—. Le agradeceré que se siente en un rincón y se limite a escuchar. ¿O los irlandeses no son capaces de eso?
—Oh, hay algunos que sí —respondió Devlin—. Pero no sucede a menudo.
Se alejó, se sentó junto al fuego y encendió un cigarrillo.
Himmler le miró furioso, estuvo a punto de decirle algo, pero lo pensó mejor y se contuvo. Miró a Radl.
—¿Decía usted,
herr Reichsführer?