Desde ese instante el asunto de Irlanda quedó en punto muerto, por lo menos en cuanto concernía a la Abwehr, y Liam Devlin debió regresar a sus traducciones y ocasionalmente, tan irónica puede ser la vida, a dar clases de literatura inglesa en la universidad de Berlín.
Hofer regresó al despacho al atardecer.
—Le tengo, señor.
Radl levantó la cabeza y dejó la pluma.
—¿Devlin?
Se puso de pie, se fue a la ventana, se arregló la capa y trató de pensar en lo que iba a decir. Eso tenía que resultar. Aunque a Devlin había que tratarle con cuidado. Era neutral, después de todo. La puerta se abrió y Radl giró sobre sí mismo.
Liam Devlin era más bajo de lo que se había imaginado. No medía más de 1,70 m. Su pelo era negro, algo rizado, el rostro pálido, y tenía los ojos más azules que Radl hubiera visto jamás; sonreía irónicamente, de un modo que parecía alzarle continuamente las comisuras de los labios. Su mirada era la de un hombre que considerara la vida como una broma de mal gusto y que ha decidido reírse de todo. Vestía impermeable negro con cinturón. En la parte izquierda de la frente se le notaba perfectamente la gran cicatriz del balazo que había recibido en el último viaje a Irlanda.
—Señor Devlin. Me llamo Radl, Max Radl. Me alegra que haya venido.
Radl pasó al otro lado del escritorio y alargó la mano.
—Curioso —le dijo Devlin en un excelente alemán—, pero tuve la impresión de que no podía escoger. —Se adelantó, desabotonándose el impermeable—. ¿Así que ésta es la tercera sección, donde pasa todo?
Radl acercó una silla y le ofreció un cigarrillo.
—Por favor, señor Devlin.
Devlin se inclinó para que le encendiera el cigarrillo. Tosió, apenas el humo del fuerte tabaco ruso le llegó a la garganta.
—Por mi madre, coronel. Sabía que estas cosas eran malas, pero nunca creí que lo fueran tanto. ¿Le puedo preguntar de qué están hechos?
—Son rusos. Me aficioné a ellos durante la campaña.
—No me cuente más. Eran lo único que impedía que se quedara dormido en la nieve.
Radl sonrió. Trataba de ser amable.
—Es muy probable que así fuera. —Sacó la botella de coñac y dos vasos—. ¿Coñac?
—Usted se está poniendo demasiado amable. —Devlin aceptó el vaso, bebió y cerró los ojos un instante—. No es muy propio de un irlandés, pero le ruego que vayamos al grano en seguida. ¿Por qué no me lo dice ahora mismo? La última vez que vine a la Tirpitz Ufer me pidieron que saltara de un Dornier desde dos mil metros de altura sobre Meath, de noche, a pesar del miedo que le tengo a las alturas.
—Muy bien, señor Devlin. Tenemos trabajo para usted, si le interesa.
—Estoy trabajando ahora.
—¿En la universidad? Vamos, hombre. Eso debe de ser lo mismo que obligar a un caballo de carreras a arrastrar el carro de la leche. Devlin echó atrás la cabeza y rió de buena gana.
—Ah, coronel, veo que ha descubierto mi punto flaco. Vanidad, vanidad. Si me pincha otro poco voy a desperezarme como el gato de mi tío Sam. ¿Me está tratando de decir de un modo simpático que quieren enviarme de nuevo a Irlanda? Si es así, olvídelo ahora mismo. No pienso correr ese riesgo ni por un minuto, y menos tal como están ahora las cosas; no tengo la menor intención de pasarme cinco años sentado en Curragh. Ya he pasado por bastantes prisiones y quiero descansar un poco.
—Irlanda sigue siendo un país neutral. El señor De Valera ha dejado muy en claro que no va a tomar partido por nadie.
—Sí, lo sé —dijo Devlin—, y por eso hay cien mil irlandeses sirviendo en el ejército británico. Y otra cosa: cada vez que se estrella un avión de la RAF sobre Irlanda, la tripulación es recogida y devuelta a Inglaterra en pocos días. ¿Cuántos pilotos les han devuelto a ustedes últimamente? Créame, se sienten muy bien con toda su mantequilla, crema y muchachas, no tienen intención de complicarse por el momento.
—No, señor Devlin, no se trata de que vuelva a Irlanda.
—¿Entonces qué demonios quieren?
—Permítame que le pregunte algo antes. ¿Sigue siendo partidario del IRA?
—Soldado del IRA —le corrigió Devlin—. Hay un dicho irlandés al respecto, coronel. Una vez dentro no se vuelve a salir jamás.
—¿Así que su finalidad es la victoria total sobre Inglaterra?
—Si usted se refiere a una Irlanda unida, libre, de pie por sí misma, brindaré por ello. Pero lo creeré cuando suceda, no antes.
Radl estaba desconcertado.
—¿Entonces por qué luchar?
—Que Dios nos salve, pero ¿a qué vienen tantas preguntas? —exclamó Devlin encogiéndose de hombros—. Es mejor que pelear a puñetazos a la salida del Murphy’s Select Bar los sábados por la noche. O quizá todo sea porque me gusta jugar.
—¿Y qué juego sería ése?
—¿Me va a decir que está en esto y no lo sabe?
Radl se sentía incómodo, extrañamente incómodo. Dijo apresuradamente:
—¿Así que no le importan a usted las actividades de sus compañeros en Londres, por ejemplo?
—¿Dar vueltas por Bayswater perdiendo el tiempo? No me divierto así. ¿Haciendo Paxo en latas?
—¿Paxo?
Radl estaba completamente desconcertado.
—Es una broma. Paxo es un producto conocido. Los muchachos llaman así a la mezcla explosiva que fabrican. Clorato de potasio, ácido sulfúrico y otras mercaderías selectas.
—Un líquido volátil.
—Especialmente cuando se arroja a la cara.
—Esa campaña de bombas que su pueblo empezó con el ultimátum al primer ministro británico en enero de 1939…
Devlin se rió.
—Y a Hitler y a Mussolini y a todo el que les pareció interesado, incluyendo el tío Tom Cobley.
—¿El tío Tom Cobley?
—Es otra tontería. Casi es una debilidad esto de no tomarse nada demasiado en serio.
—¿Por qué, señor Devlin? Eso me interesa mucho.
—Vamos, coronel. El mundo es una broma de mal gusto que soñó el Todopoderoso un día que estaba cansado. Siempre creí que ese día se sintió mal. Pero ¿qué me decía sobre la campaña de bombas y atentados?
—¿Le parece bien?
—No. No estoy de acuerdo. No me gusta atacar a inocentes.
Mujeres, niños, gente de paso. Si vas a luchar, si crees en la causa que defiendes y es una causa justa, entonces te debes poner de pie, sacarlas manos que escondes y pelear como un hombre. —Su rostro se volvió aún más pálido, su mirada adquirió una expresión intensa, la cicatriz de la frente le brillaba como una espada. Pero se relajó en seguida y se rió—. Aquí me tiene, sacando lo mejor de mí mismo.
Pero es demasiado temprano para ponerse serio.
—Así que usted es un moralista —dijo Radl—. Los ingleses piensan de forma distinta. Bombardean el corazón del Reich todas las noches.
—Me hará llorar si continúa por ese camino. Luché en España por la República. ¿Y qué diablos cree que hacían esos
stukas
alemanes que apoyaban a Franco? ¿Nunca ha oído hablar de Barcelona o Guernica?
—Esto sí que es raro, señor Devlin. Usted está resentido contra nosotros, sin duda. Yo creía que usted odiaba a los ingleses.
—¿Los ingleses? —Devlin volvió a reír—. Por supuesto, como a mi suegra. Algo a lo que uno se acostumbra. No, no odio a los ingleses. Pero sí al Imperio británico.
—¿Así que desea una Irlanda libre?
—Sí.
Devlin tomó otro cigarrillo ruso.
—¿Entonces acepta que lo que más le conviene en este momento es ayudar a que Alemania gane la guerra?
—Y los cerdos podrían volar uno de estos días —dijo Devlin—.
Lo dudo.
—¿Por qué se queda entonces en Berlín?
—No me había dado cuenta de que tenía la posibilidad de elegir.
—Sí que la tiene, señor Devlin —le concretó el coronel Radl tranquilamente—. Puede ir a Inglaterra a mi servicio.
Devlin le clavó la mirada, atónito. Por una vez se quedó incapaz de reaccionar ante lo que le decían.
—Que Dios nos salve, estamos todos locos.
—No, señor Devlin, nada de eso, se lo puedo asegurar. Radl empujó la botella de Courvoisier y le pasó el sobre con el informe.
—Bébase otro trago y lea ese informe. Después hablamos otra vez.
Se levantó y salió del despacho.
Pasó media hora; no se oía nada dentro del despacho. Radl se decidió a abrir la puerta y entrar. Devlin estaba sentado con los pies sobre el escritorio, con el informe de Joanna Grey en una mano y un vaso de coñac en la otra. La botella había disminuido considerablemente.
Levantó la vista.
—¿Así que ya está aquí? Me empezaba a preguntar si le habría sucedido algo malo.
—Bien, ¿qué le parece? —preguntó Radl.
—Me recuerda una historia que escuché de niño. Algo que sucedió en la guerra con los ingleses en 1921. En mayo, me parece.
Se refiere a un hombre llamado Emmet Dalton. El que más tarde fue general del ejército libre. ¿Nunca ha oído hablar de él?
—No, creo que no —contestó Radl, que apenas podía controlar su impaciencia.
—Lo que los irlandeses llamamos un hombre encantador. Fue comandante del ejército inglés durante toda la guerra, se ganó la cruz militar por valentía en el combate, y después se unió al IRA.
—Perdóneme, señor Devlin, pero ¿qué importancia tiene todo eso ahora?
Devlin parecía no escucharle.
—En la prisión de Mountjoy, en Dublín, había un hombre llamado McEoin, otra persona encantadora; pero por muy encantador que fuera sólo tenía por delante cárcel y más cárcel.
—Devlin se sirvió más coñac—. Emmet Dalton tenía otras ideas al respecto. Consiguió robar un carro blindado inglés, se puso su viejo uniforme de combate, disfrazó de soldados a varios de sus hombres, entró en la prisión y fue directamente al despacho del jefe. ¿Qué le parece?
Radl se había interesado en el asunto, a pesar de todo.
—¿Y salvaron a McEoin?
—Mala suerte. Justamente esa mañana habían rechazado su solicitud de entrevista con el jefe.
—¿Y qué les sucedió a esos hombres?
—Oh, hubo algunos disparos, pero salieron con bien. Fue un gran riesgo, sin embargo. Igual que esto.
Sonrió abiertamente y levantó el informe de Joanna Grey.
—¿Cree que puede resultar? —preguntó Radl, ansiosamente—. ¿Lo cree posible?
—Es bastante descabellado, diría yo. —Dejó el informe sobre la mesa—. Hasta ahora creía que los locos éramos los irlandeses. Sacar al gran Winston Churchill de la cama por la noche y llevárselo… —Se rió a carcajadas—. Habrá que verlo. Todo el mundo se quedará atónito.
—¿Y a usted le gusta el proyecto?
—Es una gran jugada, sin duda. —Devlin sonrió ampliamente; seguía sonriendo cuando agregó—: Por supuesto, no hay que olvidar que no tendrá la menor influencia en el curso de la guerra. Los ingleses sencillamente promoverán a Attlee para cubrir la vacante, los Lancaster seguirán viniendo por la noche y las Fortalezas Volantes de día.
En otras palabras, usted considera, amablemente, que de todos modos vamos a perder la guerra.
—Le apuesto cincuenta marcos a que la pierden, cuando usted quiera. Por otra parte, no me gustaría perderme el safari. Supongo que habla usted en serio, ¿verdad?
Devlin sonreía.
—¿Así que está dispuesto a ir? Pero, no comprendo. ¿Por qué?
Radl estaba ahora absolutamente desconcertado.
—Sé que soy un loco —dijo Devlin—. Mire todo lo que abandono. Un agradable trabajo en la universidad de Berlín con los bombardeos de la RAF por la noche, de los yanquis de día, cada vez menos comida y el frente del este a punto de derrumbarse.
Radl alzó las dos manos, riendo.
—De acuerdo. No le hago más preguntas. Es evidente que los irlandeses están locos. Me lo habían dicho. Ahora lo acepto.
—Es lo mejor que puede hacer. Pero, por cierto, no debemos olvidar el depósito de veinte mil libras en una cuenta corriente de un banco de Ginebra que le voy a indicar.
Radl se sintió profundamente desilusionado.
—¿Así que, señor Devlin, usted también pone un precio, como todos nosotros?
—El movimiento al que sirvo siempre ha carecido de fondos suficientes. He sabido de revoluciones que empezaron con menos de veinte mil libras, coronel.
Devlin seguía sonriendo.
—Muy bien —dijo Radl—. Arreglaré eso. Le confirmaré el depósito antes de que parta.
—Perfecto. ¿Cuál es el calendario?
—Estamos a primero de octubre. Nos quedan exactamente cinco semanas.
—¿Y en qué consistirá mi participación?
—La señora Grey es una agente de primera línea, pero tiene sesenta y ocho años. Necesita un hombre.
—Alguien que se mueva por los alrededores. ¿Alguien que se haga cargo del trabajo pesado?
—Exacto.
—¿Y cómo voy a llegar hasta allí? No me diga que no lo ha pensado.
Radl sonrió.
—Debo admitir que he cavilado mucho el asunto. Dígame su opinión sobre lo que le voy a decir. Usted es un ciudadano irlandés que ha servido en el ejército británico. Le hirieron y le han licenciado. Para eso nos servirá la cicatriz que tiene en la frente.
—¿Y qué tiene eso que ver con la señora Grey?
—Será una pariente anciana que le ha encontrado un trabajo en Norfolk. Tendremos que comunicárselo y esperar la solución que ella le dé al caso. Completaremos su historia y le entregaremos todo tipo de documentos desde el pasaporte irlandés hasta el certificado de licencia por razones médicas. ¿Qué le parece?
—Parece bastante correcto. Pero ¿cómo llego allá?
—Le dejaremos caer en paracaídas en el sur de Irlanda. Lo más cerca del Ulster que nos sea posible. Entiendo que es bastante fácil atravesar la frontera sin pasar por los puestos fronterizos.
—No tendré problemas. ¿Y después qué?
—En barco de noche desde Belfast a Heisham y de allí por tren a Norfolk. Todo a la luz del día.
Devlin se acercó al plano detallado de la zona y lo miró un momento.
—De acuerdo. Acepto. ¿Cuándo parto?
—Dentro de una semana. Diez días a lo sumo. De momento, deberá mantenerse a buen recaudo y extremar las medidas de seguridad, sin excepciones. Renunciará a su cargo en la universidad y abandonará su apartamento. Tiene que desaparecer de la luz del mundo. Hofer le preparará otro lugar para que se instale.
—¿Y después?
—Voy a visitar al hombre que seguramente estará al mando de la operación. Mañana o en cuanto pueda organizar un vuelo a las islas del canal. Puede venir si le parece. Trabajarán en equipo.