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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (8 page)

Estudió un tiempo arte en París, mantenido por su padre; el trato era que si no triunfaba como pintor ingresaría en el ejército. Y eso fue exactamente lo que sucedió. Durante un breve lapso sirvió como alférez de artillería y en 1936 se presentó de voluntario para entrenarse como paracaidista en Stendhal; lo hizo sobre todo porque le aburría la vida militar.

De inmediato resultó evidente que tenía talento para esta clase deservicio militar más libre. Participó en la invasión de Polonia, le lanzaron sobre Narvik, en Noruega. Ya era teniente cuando estrelló su planeador durante la acción para la conquista del canal Alberto en Bélgica; resultó herido en un brazo.

En seguida vino Grecia, el canal de Corinto y una nueva clase de infierno. En mayo de 1941, ya capitán, en el gran lanzamiento sobre Creta quedó gravemente herido en la salvaje lucha por la ocupación del aeropuerto de Maleme.

Y después la campaña de Rusia. Radl sintió un escalofrío que le llegó a los huesos al leer el nombre. «Dios…, ¿olvidaría Rusia alguna vez? —se preguntó a sí mismo—, ¿la olvidarían los que habían estado allí?»

Era comandante al mando de una unidad de trescientos hombres que fueron lanzados de noche para sacar del cerco a dos divisiones alemanas durante la batalla de Leningrado. Emergió de esa contienda con una bala en una pierna, que le hacía cojear levemente, la Cruz de Caballero y una reputación de especialista en esa clase de operaciones.

Le habían encargado dos operaciones más de esta clase, y le promovieron al grado de coronel poco antes de enviarle a Stalingrado, donde perdió la mitad de sus hombres, pero fue evacuado quince días antes del fin, cuando aún había aviones disponibles a ese efecto. En enero, él y los ciento sesenta y siete supervivientes del grupo de asalto fueron lanzados cerca de Kiev, una vez más para entrar en contacto y romper el cerco a dos divisiones de infantería. El resultado final fue una retirada de incesantes combates y cuatrocientos cincuenta kilómetros sangrientos; en la última semana de abril Kurt Steiner cruzaba las líneas alemanas con sólo treinta supervivientes.

Fue recompensado con las Hojas de Roble, que se agregaron a su Cruz de Caballero. Les embarcaron en tren de regreso a Alemania, vía Varsovia. Por allí pasaron en la mañana del 1 de mayo. Esa misma tarde salieron de la capital polaca arrestados y bajo estricta vigilancia, por orden de Jurgen Stroop, general de las SS y comandante general de policía.

La semana siguiente hubo un consejo de guerra. Faltaban los detalles, pero no el veredicto. Condenaron a Steiner y a sus hombres a servir en una unidad de castigo que trabajaba en la operación Pez Espada, en Alderney, isla del canal de la Mancha ocupada por Alemania. Radl se quedó mirando un instante el expediente, lo cerró y llamó a Hofer, que se presentó en seguida.

—¿Señor?

—¿Qué sucedió en Varsovia?

— No estoy seguro, señor. Espero tener a su disposición los documentos del consejo de guerra a última hora de la tarde.

—Muy bien —dijo Radl—. ¿Qué están haciendo en las islas del canal?

—Según mis datos, la operación Pez Espada la realiza una especie de unidad suicida. Tratan de destruir barcos aliados en el canal.

—¿Y cómo lo consiguen?

—Al parecer se instalan, sentados, sobre un torpedo descargado, señor, que tiene una cúpula de vidrio para proteger un poco al operador. Debajo llevan un torpedo listo. Atacan y se espera que el operador dispare este último y pueda desviarse a tiempo.

—Dios Todopoderoso —dijo Radl, horrorizado—. No me extraña que para esto hayan destinado una unidad de castigo.

Se quedó sentado en silencio un momento, contemplando los documentos. Hofer tosió y dijo, vacilante:

—¿Cree que le darán la oportunidad?

—¿Por qué no? Por lo demás cualquier cosa será mejor que lo que está haciendo ahora. ¿Sabe si está el almirante?

—Voy a averiguarlo, señor.

—Si lo encuentra, consígame una cita con él para esta tarde. Ya es hora de que le muestre hasta dónde hemos llegado. Prepáreme un esquema, bien hecho y breve. Una sola página y escríbala usted mismo. No quiero que nadie intervenga en esto. Ni siquiera alguien de esta sección.

En ese preciso instante, el coronel Kurt Steiner, con el agua hasta la cintura en las heladas aguas del canal, sentía más frío del que nunca había sufrido hasta entonces, incluso más que en Rusia, el hielo se le filtraba hasta el cerebro mientras permanecía agazapado en la cúpula de vidrio de su torpedo.

Estaba a tres kilómetros al noreste de la bahía de Braye, en la isla de Alderney, al norte de Burhou, la isla más pequeña. Pero la niebla era tan densa que, por lo que podía ver, podría haber estado en el mismísimo fin del mundo. Por lo menos no estaba solo. Unos cables de acero desaparecían en la niebla a sus costados, como cordones umbilicales que le unían al sargento Otto Lemke a su izquierda y al teniente Ritter Neumann a su derecha.

A Steiner le había sorprendido que le llamaran esa tarde. Aún más sorprendente resultaba la evidencia indiscutible de un contacto por radar que indicaba claramente la presencia de un barco muy cerca de la costa, a pesar de que la ruta habitual quedaba mucho más al norte. Más tarde se supo que el barco en cuestión era el
Joseph Johnson
, un carguero tipo Liberty, que viajaba de Boston a Plymouth lleno de explosivos de gran fuerza y cuyo timón había quedado averiado durante una tormenta cerca de Land’s End tres días antes.

Tenía dificultades para mantener el rumbo, y la niebla le había desviado finalmente de su curso.

Steiner aminoró el avance al norte de Burhou, y tiró de las cuerdas para alertar a sus compañeros. Pocos momentos después estaban a su lado en medio de la bruma. El rostro de Ritter Neumann se destacaba azul por el frío contra el negro de su equipo de goma.

—Estamos muy cerca, señor. Estoy seguro de que les puedo oír.

El sargento Lemke se les acercó. La rizada barba negra, de la cual se sentía muy orgulloso, era una concesión especial de Steiner, ya que una bala le había deformado la mandíbula en Rusia. Estaba muy excitado, le brillaban los ojos; era evidente que todo el asunto le parecía una gran aventura.

—Yo también, señor.

Steiner alzó una mano en señal de silencio y escuchó. El sordo rugido de las hélices estaba muy próximo, en efecto; el
Joseph Johnson
avanzaba realmente rápido.

—Será fácil, señor.

Lemke sonreía, a pesar de que le castañeteaban los dientes con el frío.

—Puede ser el mejor golpe hasta la fecha. Nunca sabrán cómo les dimos.

—Hablas solo, Lemke —le dijo Ritter Neumann—. Hay algo que he aprendido en esta vida corta e infeliz: nunca debes confiar en nada y debes sospechar de todo lo que aparentemente te entregan en bandeja.

Como para demostrar lo que estaba diciendo, un súbito golpe de viento abrió un hueco en la cortina de niebla. Detrás tenían el gris verdoso de las rompientes de Alderney con el viejo edificio del Almirantazgo que se elevaba como un dedo de granito a unos mil metros de Braye; la fortificación naval victoriana quedó claramente visible.

A no más de ciento cincuenta metros, el
Joseph Johnson
avanzaba hacia el noroeste a unos diez nudos de velocidad, en dirección al canal. Sólo era cuestión de segundos el que pudieran verles. Steiner actuó de inmediato.

—Muy bien, al ataque, muchachos, suelten los torpedos a cincuenta metros y retiraos en seguida; y nada de heroísmos estúpidos, Lemke. Recuerda que en estas unidades no se ganan medallas. Sólo ataúdes.

Aumentó la potencia y saltó adelante; se agazapó en la cúpula mientras las olas empezaban a saltarle por encima de la cabeza.

Alcanzaba a ver a su derecha a Ritter Neumann, un poco más adelante; pero Lemke se había apresurado y ya estaba quince o veinte metros por delante.

—Este joven bastardo —pensó Steiner—. ¿Se cree que esto es la carga de la Brigada Ligera?

En la cubierta del
Joseph Johnson
había dos hombres armados con rifles. Un oficial salió del puente de mando y empezó a disparar una ametralladora Thompson. El barco tomaba más velocidad, procuraba volver a perderse en la niebla y ésta volvía a descender.

Podía desaparecer en pocos segundos. Los tiradores de cubierta tenían dificultades para apuntar desde un lugar que se balanceaba violentamente contra blancos que apenas sobresalían del agua; los disparos quedaban lejos. Y la Thompson, que jamás fue muy precisa ni en las mejores condiciones, no lo hacía mejor aparte de provocar gran estruendo.

Lemke llegó a los cincuenta metros de distancia mucho antes que los otros y continuó avanzando. Steiner nada podía hacer al respecto. Los tiradores empezaron a afinar la puntería y una bala rebotó en su torpedo y saltó al agua frente a la cúpula.

Steiner se volvió y agitó la mano en dirección a Neumann.

—¡Ahora! —gritó y disparó su torpedo.

El torpedo sobre el cual estaba sentado, liberado del peso, saltó adelante con gran fuerza y Steiner giró inmediatamente a estribor siguiendo a Neumann en una gran curva que debía alejarles lo más rápido posible del barco.

Lemke también doblaba en ese momento, a no más de veinticinco metros del
Joseph Johnson
, cuya tripulación le disparaba sin cesar. Quizás un tirador dio en el blanco, aunque Steiner jamás lo sabría con seguridad. Lo único cierto fue que vieron a Lemke durante un momento a caballo sobre el torpedo, y que un instante después había desaparecido.

Uno de los tres torpedos se hundió en el flanco del barco, cerca de la bodega que contenía cientos de toneladas de explosivos destinados a las bombas de las fortalezas volantes de la 1.a división aérea del VIII ejército del aire norteamericano con base en Gran Bretaña. El
Joseph Johnson
estalló en el mismo momento en que se introducía otra vez en la niebla. El sonido produjo intensos y repetidos ecos en la isla. Steiner se aplastó sobre su máquina todo lo que pudo, para evitar la onda expansiva; su torpedo casi volcó con el golpe en el mar, enfrente suyo, de una enorme masa de metal retorcido.

Los restos del barco caían en cascada desde el aire. Algo golpeó a Neumann en la cabeza. Alzó las manos con un grito y cayó de espaldas al mar; su torpedo continuó avanzando solo, se sumergió bajo una ola y desapareció.

Aunque inconsciente y sangrando de una gran herida en la frente, Neumann quedó flotando gracias a su traje de goma inflable.

Steiner se le acercó, amarró la cuerda bajo el cuerpo del teniente y continuó avanzando, tratando de acercarse al dique de Braye, que apenas se veía, pues la niebla volvía a cubrir la isla.

La marea subía con rapidez. Steiner no tenía ninguna posibilidad de llegar a la bahía de Braye y lo sabía. Pero continuaba luchando contra la corriente que irremediablemente acabaría arrastrándole al canal, impidiendo toda posibilidad de regreso.

De súbito advirtió que Ritter Neumann había recuperado la conciencia y le estaba mirando fijamente.

—¡Déjame ir! —le dijo débilmente—. Corta el cable o suéltame.

Si sigues solo lo lograrás.

Steiner no se molestó en contestarle al principio. Se concentró en la tarea de obligar al torpedo a girar a la derecha. Burhou quedaba en esa dirección, detrás de esa impenetrable cortina de niebla. Había una posibilidad de que la marea les arrastrara allí, una ligera posibilidad quizá, pero era mejor que nada.

—¿Cuánto tiempo llevamos juntos, Ritter? —le dijo con calma.

—Lo sabes condenadamente bien. La primera vez que te vi fu en Narvik, cuando no me atrevía a saltar del avión.

—Ahora me acuerdo —dijo Steiner—. Sin embargo, conseguí convencerte.

—Ése es un modo elegante de decirlo —contestó Ritter—. Me lanzaste fuera.

Le castañeteaban los dientes, tenía mucho frío. Steiner se inclinó para asegurar la cuerda.

—Sí, eras un pedante berlinés de dieciocho años, que acababa de salir de la universidad. Siempre andabas con un libro de poesía en el bolsillo. Eras el hijo del profesor, capaz de nadar cincuenta metros bajo el fuego enemigo para traerme un calmante cuando me hirieron en el canal Alberto.

—Debí dejarte solo —dijo Ritter—. ¿No ves dónde me has metido? En Creta, después esa misión que no quería ver ni en sueños, Rusia y finalmente esto. ¡Qué negocio! —Cerró los ojos y agregó en voz baja—: Lo siento, Kurt, pero estoy mal.

Súbitamente les arrebató el oleaje y les impulsó con violencia hacia las rocas de L’Equet, en la punta de Burhou. Allí había un barco o lo que de él quedaba; había sido un pequeño barco francés de cabotaje que una tormenta había arrojado contra los escollos a principios de ese año. Los restos del casco se inclinaban en ángulo hacia el fondo. La ola les arrojó dentro; Steiner se soltó del torpedo, se agarró con una mano a la cubierta de la embarcación y sostuvo la cuerda de Neumann con la otra.

La ola retrocedió y se llevó el torpedo. Steiner se las arregló para ponerse de pie y se arrastró por la cubierta inclinada hacia los restos del puente. Se afirmó en la decrépita entrada del puente y situó allí a su compañero. Se acomodaron como pudieron en el cascarón oxidado y sin techo del puente mientras empezaba a llover suavemente.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Neumann débilmente.

—Quedarnos sentados —contestó Steiner—. Brandt saldrá pronto con su bote de salvamento; esperará a que la niebla aclare un poco.

—Me puedo aguantar con un cigarrillo —dijo Neumann.

Súbitamente se quedó tenso, con la vista clavada a través de la puerta.

—Mira eso.

Steiner fue a cubierta. El agua corría rápidamente a medida que la marea subía, se retorcía y saltaba entre los escollos y las rocas.

Arrastraba los desperdicios de la guerra, una colección flotante de restos metálicos, todo lo que quedaba del
Joseph Johnson
.

—Así que le dimos —dijo Neumann. Trató de incorporarse—.

Allí hay un hombre, Kurt, con un salvavidas amarillo. Mira bajo la bodega.

Steiner se deslizó al agua y giró hacia la bodega, abriéndose paso entre una masa de restos. Llegó hasta el hombre, que flotaba con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Era muy joven, tenía el pelo rubio aplastado contra el cráneo. Steiner le agarró por el salvavidas y empezó a llevarle hacia la seguridad del maltrecho casco del barco; el joven abrió los ojos y le miró. Sacudió la cabeza; trataba de hablar.

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