—Déjale donde está. Cúbrele con una lona por ahora. Mañana puedes enviar a uno de los muchachos para que nos libre de él.
—Soltó una maldición. Reuben le estaba apretando el pañuelo—.
Date prisa y marchémonos de aquí.
—¿Adónde, Ben?
—Directamente a Birmingham. Me puedes llevar a la enfermería de Aston. Esa que dirige el doctor hindú. ¿Cómo se llama?
—¿Te refieres a Das? —dijo Reuben y sacudió la cabeza—. Pero si se dedica a provocar abortos, Ben. No te va a servir.
—¿Es médico o no? —dijo Ben—. Dame la mano y salgamos de aquí.
Devlin entró al patio de Hobs End media hora después de medianoche. Era una noche horrenda, con vientos tormentosos y lluvia torrencial. Abrió la puerta del establo y entró con el jeep.
Volvió a cerrar las puertas.
Encendió las lámparas a gas y sacó la BSA de la parte trasera del jeep. Estaba agotado, helado, pero no lo suficiente como para irse a dormir. Encendió un cigarrillo y empezó a caminar de un lado a otro, extrañamente inquieto.
El silencio era casi total dentro del establo. Sólo se oía el ruido de la lluvia contra el tejado y el silbido continuo de las lámparas. De pronto se abrió la puerta y penetró primero el viento y en seguida Molly, que cerró la puerta. Llevaba el viejo impermeable, botas Wellington y un pañuelo en la cabeza. Estaba mojada hasta los huesos, tiritaba de frío, pero no parecía importarle. Se acercó al jeep, con ceño fruncido, desconcertada. Miró a Devlin.
—¿Liam?
—Me lo prometiste —le dijo—. Se acabaron los ruegos. Es útil saber cómo cumples tu palabra.
—Lo siento, pero estaba tan asustada, y todo esto… ¿Qué significa?
Señaló los vehículos con la mano.
—Nada que te importe —le dijo Devlin violentamente—. Te puedes marchar en seguida. Si quieres informar a la policía… Bueno, haz lo que te parezca.
Ella se quedó mirándole, con los ojos muy abiertos, moviendo la boca, pero sin poder hablar.
—¡Continúa! —le dijo Devlin—. Si es eso lo que quieres. ¡Pero vete de aquí al momento!
Molly se arrojó en sus brazos, llorando.
—Oh, no, Liam, no me eches. No te haré más preguntas, te lo prometo, y de ahora en adelante sólo me ocuparé de mis cosas; pero no me eches.
Fue el peor momento de su vida. El desprecio que sentía de sí mismo mientras la tenía en sus brazos era casi físico por su intensidad. Pero había resultado. No le causaría más problemas, por lo menos estaba seguro de eso.
Le besó en la frente.
—Te estás helando. Ve a la casa y enciende el fuego. Iré allí dentro de un minuto.
Molly alzó la vista y le miró, como para asegurarse de lo que le estaba diciendo. Se volvió y salió. Devlin suspiró, se subió al jeep y sacó una de las botellas de Bushmills. Quitó el corcho y bebió un largo trago.
—Por ti, Liam, mi viejo amigo —dijo con infinita tristeza.
En la pequeña sala de operaciones de la enfermería de Aston, Ben Garvald yacía de espaldas sobre una mesa acolchada, con los ojos cerrados. Reuben permanecía de pie a su lado y Das, un alto y cadavérico hindú de inmaculada bata blanca, cortaba los pantalones a la altura de la pierna con unas tijeras quirúrgicas.
—¿Está mal? —le preguntó Reuben, con la voz temblorosa.
—Sí, muy mal —contestó Das, con calma—. Necesita un cirujano de primera categoría, sino quiere que se la amputemos. Y falta resolver la cuestión de la asepsia.
—Escúcheme, bastardo sanguinario —le dijo Ben Garvald, que abrió los ojos—. ¿Verdad que en la placa de bronce que tiene en la puerta dice médico-cirujano?
—Es verdad, señor Garvald —reconoció Das, con calma—. Me he graduado en las universidades de Bombay y Londres, pero no se trata de eso. Usted necesita la ayuda de un especialista.
Garvald se incorporó y se apoyó en un codo. Sufría mucho, juzgar por el modo cómo le sudaba la frente.
—Usted me va a escuchar, y me va a escuchar con atención.
Aquí murió una chica hace tres meses. La ley calificaría eso de operación ilegal. Conozco ese caso y muchos más. Lo suficiente para dejarle apartado de la medicina durante siete años por lo menos. Así que si no quiere policías en su clínica, ocúpese en seguida de esa pierna.
Das pareció no afectarse en absoluto.
—Muy bien, señor Garvald, todo será bajo su responsabilidad le tengo que anestesiar. ¿Está de acuerdo?
—Póngame lo que le dé la gana, pero empiece a trabajar de una vez.
Garvald cerró los ojos. Das abrió un mueble y sacó una mascarilla y una botella de cloroformo.
—Me tendrá que ayudar —le dijo a Reuben—. Deje caer el cloroformo en el paño cuando yo le diga, gota a gota. ¿Lo podrá hacer?
Reuben asintió, demasiado nervioso como para abrir la boca.
Seguía lloviendo a la mañana siguiente cuando Devlin se dirigió a casa de Joanna Grey. Aparcó la moto junto al garaje y se acercó a la puerta trasera. Ella le abrió de inmediato y le hizo pasar. Aún estaba en camisón; en el rostro se le advertía la tensión y la ansiedad que experimentaba.
—Gracias a Dios, Liam. —Le cogió la cara entre las manos y se la sacudió—. Apenas he podido dormir. Me he levantado a las cinco y llevo horas bebiendo whisky y té. La mezcla es infernal a estas horas de la mañana —le aclaró y le besó cariñosamente—. Ah, sinvergüenza, me alegra tanto verte.
El perro bailaba y saltaba cerca, tratando de ser incluido en las manifestaciones de afecto. Joanna Grey se ocupó en la cocina y Devlin se quedó junto al fuego.
—¿Cómo salió todo? —preguntó la mujer.
—Muy bien.
Trataba de parecer indiferente; presentía que a ella no le iba a gustar el modo en que había solucionado las cosas.
—¿No intentaron nada? —le preguntó, con la sorpresa manifiesta en la cara.
—Oh, sí —le dijo—. Pero conseguí convencerles.
—¿No hubo disparos?
—No fue necesario —dijo, tranquilo—. Fue suficiente que les enseñara el Máuser. No están acostumbrados a las armas de fuego en la hermandad británica del crimen. Los puñales les resultan más familiares.
Trajo una bandeja con desayuno servido y la dejó en la mesa.
—Dios, los ingleses. A veces me desesperan.
—Quisiera beber algo, a pesar de la hora. ¿Dónde está el whisky? Se marchó y volvió con la botella y un par de vasos.
—Es un crimen a estas horas, pero te voy a acompañar. ¿Y qué hacemos ahora?
—Esperar. Tengo que poner a punto el jeep. Y nada más. Usted tendrá que mantener entusiasmado a sir Henry hasta el último momento. Aparte de eso, podemos dedicarnos a mordernos las uñas los seis días que faltan.
—Oh, no lo sé. Pero siempre nos podemos desear buena suerte.
—Joanna alzó el vaso—. Que Dios te bendiga, Liam, y tengas larga vida.
—Y a usted también, amor mío.
Joanna volvió a alzar el vaso y bebió. De súbito algo se le agitó a Devlin en las entrañas, como un cuchillo. En ese instante supo, sin la menor posibilidad de duda, que todo ese condenado proyecto iba a resultar del peor modo imaginable.
Pamela Vereker tenía treinta y seis horas libres ese fin de semana. Quedaba en libertad a las siete de la mañana. Su hermano viajó a Pangboume a recogerla. Tan sólo entrar en el presbiterio no pudo resistir la tentación y se quitó el uniforme; se puso pantalones de montar y un suéter.
A pesar de este cambio simbólico y de esta separación temporal de los hechos cotidianos de la vida en una base de bombarderos de la fuerza aérea, se seguía sintiendo cansada y tensa. Almorzó y salió en bicicleta hasta Meltham Vale Farm, a diez kilómetros por la carretera de la costa, donde el administrador tenía un potro de tres años muy necesitado de ejercicio.
Una vez sobre las dunas que se extendían detrás de la casa dio rienda suelta al potro y galopó por el sendero que serpenteaba entre los espesos matorrales hacia el límite de los bosques de arriba.
Resultaba tonificante sentir la lluvia que le golpeaba el rostro, y por un instante regresó mentalmente a otro lugar, a un lugar seguro, su mundo infantil, que había cesado a las 4.45 de la madrugada del 1 de septiembre de 1939 cuando el ejército del general Gerd von Rundstedt había invadido Polonia.
Se internó entre los árboles y tomó el viejo sendero de la comisión de forestación. El potro disminuyó la marcha a medida que llegaban a la cima. A unos dos metros de distancia apareció un pino caído sobre el sendero. El obstáculo no tenía más de un metro de altura y el potro lo atravesó de un salto. Pero algo se movió al otro lado en el momento en que el animal reiniciaba la marcha. El potro se revolvió. Pamela Vereker perdió los estribos y cayó a un costado.
Un rododendro impidió que se golpeara con violencia en el suelo, pero de todos modos quedó un instante sin aliento, consciente de que hablaban a su alrededor.
—¿Qué intentaba hacer, estúpido bastardo, eh, Krukowski? ¿La querías matar? —dijo alguien.
Eran voces con acento norteamericano. Abrió los ojos y se encontró con un círculo de soldados en traje de combate y casco de acero que le estaban mirando; tenían el rostro cubierto con crema de camuflaje y todos iban perfectamente armados. A su lado se arrodilló un negro de gran corpulencia con insignias de sargento.
—¿Está usted bien, señorita? —preguntó ansiosamente.
Pamela frunció el ceño y sacudió la cabeza. Se sintió bastante mejor.
—¿Quién es usted?
Se tocó el casco, en un saludo.
—Me llamo Garvey. Sargento. De la compañía de especialistas número 21. Estamos en Meltham House por un par de semanas.
Ejercicios prácticos.
En ese momento apareció un jeep que frenó y patinó en el fango. El conductor era un oficial, según pudo apreciar Pamela, aunque no podía discernir su rango, pues tenía poco contacto con las fuerzas norteamericanas. Llevaba gorra de servicio y uniforme normal; era evidente que no estaba en maniobras.
—¿Qué demonios sucede aquí? —preguntó.
—Hemos tirado del caballo a la señorita, mayor —contestó Garvey—. Krukowski saltó de los arbustos en mal momento.
«¡Un mayor!», pensó Pamela, sorprendida ante la juventud del oficial. Se puso de pie.
—Estoy bien, de verdad que estoy bien.
Vaciló y el mayor la tomó del brazo.
—Pues a mí no me lo parece. ¿Vive muy lejos, señorita?
—En Studley Constable. Mi hermano es el párroco.
La acompañó, sin soltarle el brazo, hasta el jeep.
—Será mejor que yo la lleve. En Meltham House tenemos un oficial médico. Me gustaría que comprobara si usted está entera todavía.
En el hombro llevaba una señal. Leyó
Rangers
y recordó haber leído que eran los equivalentes norteamericanos de los comandos británicos.
—¿Meltham House?
—Lo siento. Me voy a presentar. Mayor Harry Kane, de servicio en la Compañía de Especialistas número 21 a las órdenes del coronel Robert E. Shafto. Estamos aquí llevando a cabo un entrenamiento.
—Oh, sí –dijo ella—. Mi hermano me dijo que vendrían a Meltham en estos días… Lo siento, pero me estoy mareando.
Cerró los ojos.
—Relájese. La llevo en un momento.
Era una voz muy agradable. Muy precisa. Por alguna razón absurda casi le hizo perder el aliento. Se reclinó en el asiento e hizo exactamente lo que le decían.
Las dos hectáreas del jardín de Meltham House estaban rodeadas por un típico muro de piedra de Norfolk, de unos 2,5 metros de altura. Para mayor seguridad habían cubierto la parte superior de alambre de púas. La casa en sí era de tamaño discreto, una casa menor de principios del siglo XVII. También habían utilizado piedra para la construcción, que denotaba la influencia holandesa propia de esa época especialmente en la forma triangular de las esquinas.
Harry Kane y Pamela caminaron entre las zarzas en dirección a la casa. Kane había pasado cerca de una hora mostrándole el lugar y Pamela había disfrutado de cada minuto.
—¿Cuántos son ustedes?
—Unos noventa en la actualidad. La mayor parte están acampados donde le indiqué, más allá de los bosques.
—¿Y por qué no me llevó hasta allí? ¿Hay un entrenamiento secreto o algo así?
—No, por Dios —le dijo y se rió—. Pero usted es demasiado bonita. Sólo por eso.
Un joven soldado apareció corriendo por la escalinata de la terraza y se les acercó. Saludó marcialmente.
—Ha vuelto el coronel, señor. El sargento Garvey está con él.
—Muy bien, Appleby.
El joven devolvió el saludo a Kane, dio media vuelta y se marchó.
—Creía que los norteamericanos se tomaban las cosas con mucha más calma —comentó Pamela.
—Usted no conoce a Shafto. Creo que la palabra martinete se debe de haber inventado exclusivamente para él —dijo Kane riendo.
Empezaron a subir la escalinata. Un oficial apareció en la terraza. Se quedó de pie, mirándoles, con una fusta en la mano, apoyada sobre sus rodillas, lleno de nerviosa vitalidad animal. No hacía falta decirle a Pamela quién era.
—Coronel Shafto, permítame presentarle a la señorita Pamela Vereker.
Robert Shafto tenía a la sazón 44 años; era un hombre apuesto, arrogante; vestía con elegancia agresiva, botas de cuero brillante y pantalones de montar. Llevaba la gorra inclinada sobre el ojo izquierdo y las dos filas de insignias sobre el bolsillo izquierdo de su chaqueta eran un punto brillante de color. Quizá lo más extraordinario de su atuendo lo constituía el Colt 45 con empuñadura de nácar que llevaba en una cartuchera que sujetaba en el muslo izquierdo.
Se llevó la fusta a la frente y dijo, muy serio:
—Siento mucho lo de su accidente, señorita Vereker. Si puedo hacer algo para disculpar la torpeza de mis hombres…
—Muy amable de su parte —dijo ella—. Pero el mayor Kane se ha ofrecido a llevarme a Studley Constable, si usted lo permite. Mi hermano es sacerdote y vive allí.
—Es lo menos que podemos hacer.
Quería ver de nuevo a Kane y no parecía haber más que un medio seguro.
—Mañana por la noche tenemos una pequeña reunión en el presbiterio. Nada especial. Unos pocos amigos, unas copas y sándwiches. ¿Podría ir usted con el comandante Kane?
Shafto vacilaba. Parecía evidente que buscaba una excusa.
Pamela reaccionó velozmente.
—Sir Henry Willoughby va a asistir. Es un importante aristócrata de la zona. ¿Le conoce usted?
A Shafto le brillaron los ojos.