Authors: Kerstin Gier
Mister Whitman se frotó su bien rasurado mentón y me miró pensativamente antes de guardarse la pistola.
—No —dijo con su voz suave de profesor comprensivo, y de pronto descubrí en él algo del viejo conde—. Supongo que esto no tendría ningún sentido. —Volvió a chasquear la lengua—. Sin duda he cometido un error de razonamiento. La magia del cuervo… ¡Qué injusto que hayas podido gozar del don de la inmortalidad ya desde la cuna! Precisamente tú. Pero la verdad es que tiene sentido: en ti se unen las dos líneas…
El doctor White emitió un débil gemido. Le lancé una mirada, pero su rostro seguía ceniciento. El pequeño Robert se levantó de un salto.
—¡Vigila, por favor, Gwendolyn! —dijo alarmado—. ¡Seguro que está pensando en hacerte algo malo!
Sí, yo también me lo temía. Pero ¿qué?
—«Y solo por amor se extingue una estrella, si ha elegido libremente su final» —citó mister Whitman en voz baja—. ¿Por qué no lo comprendí enseguida? En fin, aún no es demasiado tarde.
Dio unos pasos hacia mí, se sacó un pequeño estuche de plata del bolsillo y lo colocó en la mesa a mi lado.
—¿Una cajita de rapé? —pregunté desconcertada. Empezaban a surgirme algunas dudas sobre la eficacia de nuestro plan. Había algo que no funcionaba, estaba segura.
—Naturalmente, una vez más te cuesta comprender las cosas —dijo el conde de Saint Germain
formerly know as
mister Whitman lanzando un suspiro—. Esta cajita contiene tres cápsulas de cianuro potásico y ahora podría explicarte por qué las llevo siempre conmigo, pero mi vuelo sale a las dos y media, y por eso vamos un poco justos de tiempo. En otras circunstancias también podrías tirarte al metro o lanzarte desde un rascacielos; pero, bien mirado, el cianuro es el método más humano. Sencillamente te tomas una cápsula y la trituras entre los dientes. El efecto es inmediato. ¡Abre el estuche!
Mi corazón empezó a palpitar más rápido.
—¿Quiere que yo…? ¿Pretende que me quite la vida?
—Exactamente. —Acarició con ternura su pistola—. Como que no hay forma de matarte de otro modo, y podríamos decir que para ayudarte un poco en tu decisión, dispararé contra tu amigo Gideon en cuanto entre. —Miró el reloj—. Debería ocurrir dentro de unos cinco minutos. Si quieres salvarle la vida, será mejor que te tomes las cápsulas enseguida. Aunque también puedes esperar a verle tendido muerto ante ti. Según muestra la experiencia, se trata de una motivación extremadamente fuerte; solo hay que pensar en Romeo y Julieta…
—¡Eres tan malo! —gritó el pequeño Robert, y empezó a llorar.
Traté de dirigirle una sonrisa de ánimo, pero fracasé estrepitosamente. En realidad, más bien tenía ganas de sentarme junto a él y echarme a llorar también.
—Mister Whitman… —empecé a decir.
—La verdad es que prefiero el título de conde —dijo jovialmente.
—Por favor… No puede… —Se me rompió la voz.
—¿Cómo es posible que aún no lo comprendas, estúpida criatura? —Suspiró—. No sabes cuánto he anhelado que llegara este día. Me moría por volver, por fin, a mi auténtica vida. ¡Profesor en la Saint Lennox Highschool! De todas las actividades que he desempeñado desde hace doscientos treinta años, realmente esto era lo último. Durante siglos me he movido siempre en las altas esferas del poder. Hubiera podido almorzar con presidentes, con magnates del petróleo, con reyes. Aunque los de hoy tampoco son lo que eran en otro tiempo. Pero no, en lugar de eso he tenido que dar clases a unos críos cortos de mollera y además abrirme paso en mi propia logia desde el grado de novicio hasta el Círculo Interior. Todos estos años, desde tu nacimiento, han sido horribles para mí. No tanto porque mi cuerpo empezara de nuevo a envejecer y poco a poco fuera mostrando ligeros signos de decadencia —al llegar a este punto esbozó una sonrisa vanidosa—, sino por ser tan…
vulnerable
. Durante siglos viví sin ningún temor. Marché por los campos de batalla bajo el fuego de los cañones y me expuse a toda clase de peligros, siempre a sabiendas de que no podía pasarme nada. ¿Y ahora? ¡Cualquier virus hubiera podido mandarme a la tumba, cualquier maldito autobús hubiera podido atropellarme, cualquier estúpido ladrillo hubiera podido abrirme la cabeza y matarme!
En ese momento oí unos ruidos sordos, y un instante después Xemerius llegó volando a toda velocidad a través de la pared y aterrizó a mi lado sobre el escritorio.
—¿Dónde están esos malditos Vigilantes? —le grité, olvidando que el conde podía oírme. Pero, por lo visto, este creyó que la pregunta iba dirigida a él, porque se limitó a contestar:
—No pueden ayudarte ahora.
—En eso, por desgracia, tiene razón. —Xemerius aleteó excitado—. Esos majaderos han cerrado el círculo de sangre con Gideon. Y mister Modelo, aquí presente, ha tomado a ese bobo de Marley como rehén y ha obligado a los caballeros a ir a la Sala del Cronógrafo a punta de pistola. Ahora están allí encerrados, lamentándose en silencio por su estupidez.
El conde sacudió la cabeza.
—No, esa ya no era vida para mí. Y tiene que acabar de una vez por todas. ¿Qué tiene que ofrecerle al mundo una muchachita como tú? Yo, en cambio, aún tengo muchos planes. Grandes planes…
—¡Distráele! —gritó Xemerius—. Tienes que distraerle como sea.
—¿Cómo se las ha arreglado para elapsar durante todo este tiempo? —pregunté rápidamente—. Ha debido de ser terriblemente engorroso tener que saltar de una forma tan incontrolada.
Rió.
—¿Elapsar? Bah. Mi tiempo de vida natural llegó a su fin. A partir del punto en que hubiera muerto, todo ese fatigoso saltar en el tiempo cesó.
—¿Y a mi abuelo? ¿También le mató? ¿Y le robó los diarios?
Las lágrimas brotaron de mis ojos. Pobre abuelito. Había estado tan cerca de descubrir el complot…
El conde asintió con la cabeza.
—Debíamos dejar fuera de juego al astuto Lucas Montrose. Marley sénior se encargó de eso. Los sucesores del barón Rakoczy me han servido fielmente durante siglos, solo el último de la saga ha constituido una decepción. Ese pedante soñador pelirrojo no ha heredado nada del espíritu del Leopardo Negro. —De nuevo echó una ojeada al reloj, y luego volvió la mirada hacia los sillones. Sus ojos brillaban de impaciencia—. Puede llegar en cualquier momento, Julieta —añadió—. ¡Parece que quieres ver a tu Romeo tendido en el suelo bañado en sangre! —Desamartilló la pistola—. Realmente es una lástima. Me gustaba el muchacho. ¡Tenía un gran potencial!
—Por favor —susurré una vez más, pero en ese instante Gideon aterrizó en una postura ligeramente encorvada junto a la puerta, y no había tenido tiempo aún de incorporarse del todo cuando mister Whitman apretó el gatillo. Y volvió a apretarlo. Disparó una y otra vez hasta que el cargador estuvo vacío del todo.
Los disparos atronaron el espacio y las balas le alcanzaron en el pecho y en el vientre. Sus ojos verdes estaban abiertos de par en par, y su mirada extraviada recorrió la habitación hasta detenerse en mí.
Grité su nombre.
Como si se moviera a cámara lenta, se deslizó contra la puerta dejando un reguero de sangre, hasta quedar tendido en el suelo, extrañamente contorsionado.
—¡Gideon! ¡No! —Gritando, me precipité hacia él y abracé su cuerpo inerte.
—¡Oh, Dios, Dios, Dios! —exclamó Xemerius, y escupió un chorro de agua—. Por favor, dime que esto es parte de vuestro plan. Aunque está claro que no lleva un chaleco antibalas. ¡Oh, Dios mío! ¡Cuánta sangre!
Tenía razón. Había sangre por todas partes. La orla de mi vestido se empapó como una esponja con la sangre de Gideon. El pequeño Robert se acurrucó gimiendo en un rincón y se tapó la cara con las manos.
—¿Qué ha hecho? —susurré.
—¡Lo que debía hacer! Y lo que tú, por lo visto, no querías evitar. —Mister Whitman, que había dejado la pistola sobre el escritorio, me tendió el estuche con las cápsulas de cianuro potásico. Tenía el rostro ligeramente enrojecido y su respiración era más rápida de lo habitual—. ¡Pero ahora no deberías seguir dudando! —exclamó—. ¿No querrás vivir con el peso de esta culpa sobre tu conciencia? ¿No querrás seguir viviendo sin él?
—¡No se te ocurra hacerlo! —me gritó Xemerius, y escupió un chorro de agua sobre el rostro del doctor White.
Sacudí la cabeza despacio.
—¡Entonces pórtate bien y deja de jugar con mi paciencia! —dijo mister Whitman, y por primera vez oí cómo perdía el control sobre su voz. Ahora no sonaba suave ni irónica, sino casi un poco histérica—. ¡Porque si me haces esperar más, tendré que darte nuevas razones para que acabes con tu vida! Los mataré uno tras otro: a tu madre, a tu cargante amiga Leslie, a tu hermano, a tu encantadora hermanita… ¡Créeme! ¡No perdonaré a nadie!
Temblando, cogí el estuche que me tendía. Y en el mismo momento vi con el rabillo del ojo cómo el doctor White se incorporaba con esfuerzo sujetándose al escritorio. Estaba empapado.
Por suerte, mister Whitman solo tenía ojos para mí.
—Así me gusta —dijo—. Tal vez aún llegue a tiempo de coger mi avión. En Brasil me…
Pero no llegó a explicar lo que haría en Brasil, porque el doctor White le golpeó en la nuca con la culata de la pistola. Se oyó un fuerte ruido sordo y mister Whitman cayó al suelo como un roble cortado.
—¡Sí! —gritó Xemerius—. ¡Así se hace! ¡Enséñale a ese cerdo que aún le quedan arrestos al viejo doctor!
Pero el esfuerzo había acabado con las energías del maltrecho doctor White, que, lanzando una mirada horrorizada a toda esa sangre, volvió a derrumbarse lanzando un ligero quejido y quedó tendido en el suelo junto a mister Whitman.
Y así solo Xemerius, el pequeño Robert y yo fuimos testigos de cómo Gideon de pronto se ponía a toser y se sentaba. Aún estaba blanco como una sábana, pero sus ojos estaban llenos de vida. Una sonrisa iluminó su rostro.
—¿Ya ha pasado todo? —preguntó.
—¡Será cuentista! —dijo Xemerius, que estaba tan impresionado que de pronto se había puesto a hablar en susurros—. ¿Cómo se las ha arreglado para hacer eso?
—¡Sí, Gideon, se ha acabado! —Me lancé a sus brazos sin preocuparme por sus heridas—. Era mister Whitman, y aún no consigo comprender cómo no le hemos reconocido antes.
—¿Mister Whitman?
Asentí con la cabeza y me apreté contra él.
—Tenía tanto miedo de que al final no lo hubieras hecho. Porque mister Whitman tenía toda la razón: sin ti no querría seguir viviendo. ¡Ni un solo día!
—¡Te quiero, Gwenny! —Gideon me abrazó tan fuerte que me quedé sin aire—. Y claro que lo hice. Con Paul y Lucy controlándome, de todos modos no me quedaba otro remedio. Disolvieron el polvo en un vaso de agua y me obligaron a vaciarlo hasta la última gota.
—¡Ah, conque era eso! —gritó Xemerius—. ¡Así que este era vuestro plan genial! Gideon se ha zampado la piedra filosofal y ahora también él es inmortal. No está mal, sobre todo si se piensa que si no, en algún momento, Gwenny se hubiera sentido bastante sola.
El pequeño Robert se había apartado las manos de la cara y nos miraba con los ojos abiertos como platos.
—Todo irá bien, tesoro —le dije (Era una lástima que aún no existieran terapeutas para espíritus traumatizados: un vacío de mercado sobre el que sin duda valía la pena reflexionar.)—. ¡Tu padre se recuperará! Y es un héroe.
—¿Con quién estás hablando?
—Con un amigo muy valiente —dije, y el pequeño fantasma me sonrió tímidamente.
—Oh, oh, creo que vuelve en sí —dijo Xemerius.
Gideon me soltó, se levantó y miró a mister Whitman desde su altura.
—Supongo que tendré que atarle. —Suspiró—. Y hay que vendarle la herida al doctor White.
—Sí, y luego tenemos que liberar a los de la Sala del Cronógrafo —dije—. Pero antes deberíamos pensar bien qué vamos a decirles.
—Y antes que nada tengo que besarte —dijo Gideon, y me estrechó de nuevo entre sus brazos.
Xemerius lanzó un gemido.
—¡Vamos, por Dios! ¡Ahora tenéis toda la eternidad para estas cosas!
El lunes, en la escuela, todo estaba como siempre. Bueno, casi todo:
Cynthia, a pesar del tiempo primaveral, llevaba un grueso pañuelo atado al cuello y cruzaba el vestíbulo mirando al frente, perseguida de cerca por Gordon Gelderman.
—¡Vamos, Cynthia, ya está bien! —protestaba Gordon—. Lo siento. Pero no puedes estar enfadada conmigo eternamente. Además, yo no fui el único que quiso… animar un poco la fiesta; vi perfectamente cómo el amigo de Madison Gardener también vertía una botella de vodka en el ponche. Y al final Sarah confesó que la gelatina de fruta verde consistía en un noventa por ciento en aguardiente de grosellas casero fabricado por su abuela.
—¡Lárgate! —dijo Cynthia mientras se esforzaba en ignorar a un grupo de alumnos de tercero que soltaban risitas y la señalaban con el dedo—. ¡Tú… tú… me has convertido en el hazmerreír de toda la escuela! ¡Nunca te lo perdonaré!
—¡Y yo, tonto de mí, que me perdí esa fiesta! —dijo Xemerius, que contemplaba la escena instalado sobre el busto de William Shakespeare, al que desde «un lamentable pequeño accidente» (como lo había llamado el director Gilles después de que el padre de Gordon hubiera contribuido con una generosa donación a la renovación del gimnasio —antes había hablado de deliberada destrucción de un valioso bien cultural) le faltaba un trocito de nariz.
—¡Cyn, eso es una estupidez! —chilló Gordon (seguramente el pobre nunca llegaría a cambiar la voz)—. A nadie le importa un pimiento que hicieras manitas con ese crío, y los chupetones ya habrán desaparecido la semana que viene, y en el fondo la verdad es que es muy se… ¡uaaa! —La palma de la mano de Cynthia había aterrizado ruidosamente sobre la mejilla de Gordon—. ¡Esto duele!, ¿sabes?
—Pobre Cynthia —susurré—. Cuando se entere además, dentro de un momento, de que su idolatrado mister Whitman ha abandonado el trabajo, se quedará destrozada.
—Sí, será curioso esto sin la Ardilla. Incluso podría ser que a partir de ahora el inglés y la historia nos parezcan divertidos. —Leslie me agarró del brazo y me arrastró hacia las escaleras—. Pero tampoco quiero ser injusta. Aunque nunca pude soportarle (parece que tengo buen instinto), sus clases no estaban tan mal.
—No es extraño; lo había vivido todo en directo.
Xemerius nos siguió aleteando. En el camino hacia arriba noté que empezaba a ponerme melancólica.
—Más sabe el diablo por viejo que por diablo —dijo Leslie—. Me parece que ahora entiendo mejor el dicho. Espero que se pudra en los calabozos de los Vigilantes. ¡Oh, mira, ahora Cynthia corre gimoteando hacia los lavabos! —Se echó a reír—. Alguien debería explicarle a Cynthia lo de Charlotte, apuesto a que entonces enseguida se sentiría mejor. Y por cierto, ¿dónde se ha metido tu prima? —Leslie miró a su alrededor buscándola.