Authors: Kerstin Gier
—¡Uau! ¡Gwenny! —Gordon Gelderman, vestido con un mono de césped artificial, lanzó un silbido con la mirada clavada en mi escote—. ¡Siempre he sabido que tu blusa ocultaba algo más que un buen corazón!
Puse los ojos en blanco. Gordon era así, sencillamente no podía dejar de comportarse como un orangután, pero ¿tenía que sonreír además a Gideon de una forma tan estúpida?
—¡Eh, Gordon! Di cuatro veces seguidas: ¡Tres tristes tigres comen trigo en un trigal! —gritó Sarah.
—¡
Tes tistres
tigre comen
tigro
en un trigal! ¡Tres
trigues
tristes comen
tigro
en un trigal! —gritó Gordon muy seguro de sí mismo—. ¡Está chupado! Eh, Gwenny, ¿ya has probado el ponche? —Se inclinó hacia mí en plan confidencial y me aulló en la oreja—: Me temo que no he sido el único que ha tenido la idea de… animar un poco la receta.
Durante un breve instante tuve una visión de los invitados a la fiesta pasando junto al bufet, mirando alrededor con aire conspirativo y vaciando una tras otra botellitas de vodka en el ponche.
—¡El cielo está enladrillado, quién lo desenladrillará! Prueba a decirlo cuatro veces seguidas —recitó Sarah mientras le palpaba el trasero a Gideon aprovechando el tumulto—. Leslie está detrás, en el invernadero. Allá hay un karaoke. Yo también voy a ir enseguida, pero antes me serviré un poquito de ponche. —La borla del gorrito de fieltro verde que llevaba en la cabeza se bamboleó alegremente—. De verdad que esta es la mejor fiesta a la que he ido nunca.
Gordon rió entre dientes.
—Sí, Cynthia tendría que estarnos agradecida. Después de esta noche nadie dirá que sus fiestas son aburridas. ¡Ha tenido una suerte bárbara! Y, además. Como el servicio de catering se ha pasado con las tapas, todos hemos tenido que llamar a algún amigo. Hay algunos que ni siquiera se han disfrazado, ¡por no hablar de ir vestidos de verde!
Volví a poner los ojos en blanco y luego tiré enérgicamente de Gideon para arrastrarlo hasta el invernadero, cruzando entre la multitud de bailarines enloquecidos.
Gordon nos siguió.
—¿Hoy también cantarás en el karaoke, Gwenny? La última vez fuiste la mejor. Yo te hubiera votado si Kate no se hubiera echado agua por encima. Con la camiseta mojada quedaba tope sexy, ¿sabes?; por eso…
—¿Por qué no cierras el pico de una vez, Gordon?
Iba a volverme hacia él cuando de repente vi a Charlotte. O a alguien que hubiera podido ser Charlotte si ese alguien no hubiera estado en el invernadero de pie sobre una mesa y con un micro en la mano, cantando con entusiasmo a todo volumen «Paparazzi» de Lady Gaga.
—Oh, Dios mío —murmuró Gideon, y se sujetó al marco de la puerta.
—
Ready for those flashing light…
—cantó Charlotte.
Me quedé momentáneamente sin habla.
En torno a la mesa se había agrupado una multitud de groupies aulladores, porque la verdad es que Charlotte no cantaba nada mal, y Gordon se unió rápidamente a la mesa de fans y empezó a bramar:
—¡Que se desnude! ¡Que se desnude!
Descubrí a Raphael y a Leslie —que estaba encantadora con su vestido de Grace Kelly casi verde y su peinado ondulado a juego— y me abrí paso hasta ellos. Gideon se quedó parado en la puerta.
—¡Vaya, por fin! —gritó Leslie echándome los brazos al cuello—. Ha bebido de ese ponche y ya no es ella misma. Desde las nueve y media está tratando de explicarle a la gente lo de la sociedad secreta del conde de Saint Germain y que hay viajeros en el tiempo que viven entre nosotros. Lo hemos intentado todo para llevarla a casa, pero es escurridiza como una anguila.
—Además, es mucho más fuerte que nosotros —dijo Raphael, que llevaba un divertido sombrero verde, pero, aparte de eso, no parecía muy divertido—. Antes casi consigo arrastrarla hasta la puerta, pero entonces me ha retorcido el brazo y me ha amenazado con partirme la rodilla.
—Y ahora además tiene un micro —dijo Leslie con aire sombrío.
Miramos hacia arriba, hacia Charlotte, como si fuera una bomba de relojería a punto de explotar. Aunque admito que era una bomba de relojería muy bien empaquetada.
Caroline no había exagerado: el traje de elfo era realmente para caerse de espaldas. Ningún auténtico elfo hubiera podido estar más encantador que Charlotte, cuyos delicados hombros se elevaban airosamente sobre una nube de tules verdes. Mi prima tenía las mejillas encendidas, le brillaban los ojos y los cabellos le caían en rizos resplandecientes por la espalda hasta la altura de las alas, que estaba tan bien hechas que parecía que hubiera nacido con ellas. No me hubiera sorprendido demasiado se de repente se hubiera elevado del suela y se hubiera puesto a flotar en el aire del invernadero.
Su voz, de todos modos, no era absolutamente élfica. De hecho, tenía un cierto parecido con la de Lady Gaga.
—
You know that I'll be your Papa-Paparazzi…
—bramó en el micrófono, y cuando Gordon volvió a gritar «¡Que se desnude!», empezó a quitarse lascivamente uno de los largos guantes verdes, ayudándose con los dientes.
—Esto es de una película —comentó Leslie impresionada a pesar suyo—. Aunque otra vez he vuelto a olvidarme de cuál.
La multitud se puso a aullar entusiasmada cuando Gordon atrapó el guante.
«¡Sigue!», chillaron todos, y Charlotte se concentró en el otro guante. Pero, entonces, de repente, se detuvo: había descubierto a Gideon junto a la puerta. Sus ojos se entornaron.
—¡Vaya, mirad a quién tenemos aquí! —dijo micro en mano, y su mirada se deslizó por encima de las cabezas de la gente hasta detenerse en mí—. ¡Y mi primita también está, naturalmente! Eh, chicos, ¿sabíais que en realidad Gwendolyn es una viajera en el tiempo? De hecho, debía serlo yo, pero el destino tenía reservados otros planes. Y aquí esto ahora, como una de esas hermanas bobas de la Cenicienta.
—¡Que siga cantando! —gritaron sus groupies desconcertados.
—¡Que se desnude! —gritó Gordon.
Charlotte inclinó la cabeza de lado y miró a Gideon con los ojos ardientes.
—
But I won't stop until that boy is mine?
Ja, ja, ¡ni hablar de eso! No voy a caer tan bajo. —Tendió el índice en dirección a Gideon y gritó—: ¡Él también puede viajar en el tiempo. Y pronto curará a la humanidad de todas sus enfermedades!
—Oh,
shit
—murmuró Leslie.
—Alguien tiene que bajarla de ahí —dije.
—Sí, pero ¿cómo? Es una máquina de combate. No sé, tal vez podríamos lanzare algún objeto pesado —propuso Raphael.
El público de Charlotte estaba un poco inquieto. De algún modo parecía haber percibido que la actitud de Charlotte no tenía nada de chistosa. Solo Gordon seguía bramando alegremente: «¡Que se desnude!».
Traté de establecer contacto visual con Gideon, pero él solo tenía ojos para Charlotte. Lentamente se abrió paso hacia la mesa a la que se había subido.
Charlotte inspiró hondo, y el micro hizo llegar su suspiro hasta el último rincón del invernadero.
—Él y yo lo sabemos todo sobre historia. Lo aprendimos para nuestros viajes en el tiempo juntos. Deberíais ver cómo baila el minué. O cómo cabalga. O cómo utiliza la espada. O cómo toca el clavicordio.
Gideon ya casi había llegado hasta ella.
—Es increíblemente bueno en todo lo que hace. Y puede hacer declaraciones de amor en ocho lenguas —dijo Charlotte con voz soñadora, y por primera vez en mi vida vi cómo las lágrimas se asomaban a sus ojos—. ¡A mí nunca me ha dedicado una, porque solo tiene ojos para mi estúpida prima!
Me mordí los labios. Aquello sonaba claramente a un corazón partido, y nadie en el mundo podía comprenderla mejor que yo. ¿Quién habría pensado que Charlotte tenía corazoncito? Una vez más deseé que Leslie tuviera razón sobre su teoría del mazapán, mientras mi propio corazón se contraía dolorosamente y me esforzaba en contener la oleada de celos que amenazaba con asfixiarme.
Gideon extendió la mano hacia Charlotte.
—Es hora de ir a casa.
—¡Buuu…! —gritó Gordon, tan sensible como una segadora, pero todos los demás contuvieron la respiración.
—Déjame —le dijo Charlotte a Gideon desde arriba tambaleándose un poco—. No he acabado ni mucho menos.
Gideon subió a la mesa de un salto y le desconectó el micro.
—La representación ha acabado —dijo—. Ven, Charlotte, te llevaré a casa.
Charlotte le soltó un bufido, como una gata furiosa.
—Si me tocas, te partiré la rodilla. ¡Domino el Krav Maga!, ¿sabes?
—Yo también, ¿ya lo has olvidado?
De nuevo le tendió la mano. Charlotte dudó un segundo, pero luego la cogió e incluso dejó que la bajara de la mesa, como un elfo cansado y borracho que apenas podía sostenerse ya sobre sus piernas.
Gideon le rodeó la cintura con el brazo y se volvió hacia nosotros. Como tantas veces, era imposible adivinar lo que pensaba por la expresión de su rostro.
—Tengo que arreglar esto rápido. Vosotras iréis con Raphael a mi piso —dijo escuetamente—. Luego nos encontraremos allí.
Nuestras miradas se cruzaron un segundo.
—Hasta ahora —dijo.
Asentí con la cabeza.
—Hasta ahora.
Charlotte ya no dijo nada.
Y en ese momento me pregunté si la Cenicienta no se habría sentido tal vez también un poco culpable mientras se alejaba con el príncipe a lomos de su caballo blanco.
El «para siempre» está hecho de muchos «ahoras».
Emily Dickinson.
—Una razón más para mantenerse apartada del alcohol —gimió Leslie—. Ya puedes darle las vueltas que quieras que el resultado es siempre el mismo: al final acabas quedando como una idiota cuando bebes más de la cuenta. No me gustaría estar en la piel de Charlotte el lunes en la escuela.
—Ni tampoco en la de Cynthia —dije yo. Al salir de la casa habíamos visto a la reina de la fiesta en el guarda ropa besándose con un chico que iba dos cursos por debajo de nosotras. (En esas circunstancias había renunciado a despedirme de Cynthia, con mayor razón aún porque tampoco nos habíamos saludado al entrar.)
—Y aún menos en la piel del pobre tipo que vomitó sobre los cómicos zapatos de rana de mister Dale —dijo Raphael.
Seguimos por la Chelsea Manor Street.
—Sin embargo, Charlotte te ha llevado la palma esta vez. —Leslie se detuvo ante el escaparate de una de tresillos, no para ver la exposición, sino para admirar su propia imagen reflejada en el vidrio—. Chicos, preferiría no tener que decir esto, pero realmente me ha dado pena.
—Y a mí —dije en voz baja.
Al fin y al cabo yo sabía perfectamente qué se sentía al estar enamorada de Gideon. Y por desgracia también sabía qué se sentía al hacer el ridículo ante un montón de gente.
—Con un poco de suerte mañana lo habrá olvidado todo —dijo Raphael mientras abría la puerta de una casa roja de ladrillo.
Desde la casa de los Dale en Flood Street hasta allí solo había dos pasos, y por eso antes nos habíamos cambiado para la fiesta en el piso de Gideon; pero en ese momento estaba tan trastornada por mi encuentro con Lucy y Paul en el año 1912 que apenas me había fijado en nada.
La verdad es que siempre había estado convencida de que Gideon tenía que vivir en un loft supermoderno con cien metros cuadrados de espacio vacío y un montón de cromo y vidrio y un televisor de pantalla plana de la medida de un campo de fútbol; pero entonces pude comprobar que me había engañado. Directamente frente a la entrada, un estrecho pasillo conducía, pasando junto a una pequeña escalera, a una sala de estar muy luminosa, con una enorme ventana que ocupaba casi toda la pared posterior. Estanterías que llegaban hasta el techo, en las que se apilaban en desorden libros, DVD y unos cuantos archivadores, cubrían las restantes paredes, y ante la repisa de la ventana había un gran sofá gris con un montón de cojines.
El auténtico corazón de la habitación, sin embargo, era el piano de cola abierto, a pesar de su dignidad se veía un poco mermado por una tabla de planchar que se apoyaba contra él de un modo nada solemne. Y tampoco el tricornio que colgaba de una esquina de la tapa, y que con toda seguridad madame Rossini estaba buscando desesperada, acababa de encajar en el cuadro. Pero en fin, tal vez esa era la idea que tenía Gideon de
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.
—¿Queréis tomar algo? —preguntó Raphael muy en el papel de anfitrión.
—¿Qué tenéis? —preguntó Leslie a su vez, y lanzó una mirada desconfiada hacia la cocina, en donde había un montón de paltos cubiertos de algo que probablemente un día había sido salsa de tomate. Aunque también podría tratarse de un experimento de medicina de Gideon.
Raphael abrió la nevera.
—Esto… Veamos. Aquí teníamos leche, pero la fecha de caducidad es del miércoles pasado. Zumo de naranja…, ¡vaya!, ¿el zumo de naranja se puede solidificar? El envase cruje de un modo muy raro. Pero esto tiene un aspecto muy prometedor, debe de ser una especie de limonada mezclada con…
—Yo tomaré solo agua, gracias.
Leslie iba a dejarse caer en el enorme sofá gris, pero en el último momento recordó que el vestido de Grace Kelly no era apto para ese tipo de vulgaridades y tomó asiento en el borde muy modosamente. Yo me hundí en el sofá a su lado lanzando un largo y enorme suspiro.
—Pobre Gwenny —comentó Leslie dándome unas palmaditas cariñosas en la mejilla—. ¡Vaya día que has tenido! Debes de estar destrozada, ¿no? ¿Te sirve de consuelo que te diga que no se te nota nada?
Me encogí de hombros.
—Un poco.
Raphael volvió con vasos y una botella de agua y barrió de la mesita unas cuantas revistas y libros, entre ellos un libro ilustrado sobre el hombre rococó.
—¿Puedes apartar unos metros cuadrados de tela para que yo también pueda sentarme en el sofá? —me dijo sonriéndome desde arriba.
—Bah, siéntate directamente sobre el vestido —dije yo mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás y cerraba los ojos.
Leslie se levantó de un salto.
—¡Ni se te ocurra! Al final aún se estropeará y luego no podremos pedirle prestado nada más a madame Rossini. Venga, ponte de pie te desataré esta parte del corpiño. —Leslie tiró de mí hacia arriba y empezó a pelarme como una cebolla—. Y mientras tanto tú miras hacia otro lado, Raphael.
Él se tendió cuan largo era en el sofá y se quedó mirando al techo.
—¿Así está bien?
Después de vestirme otra vez con mis vaqueros y mi camiseta y de haber bebido unos tragos de agua, me sentí un poco mejor.