Authors: Kerstin Gier
Apunté con la punta de la espada al cuello de James.
—Hummm… de verdad, James, ¡pensaba que las cosas irían de otro modo, tienes que creerme! Por mí estaría encantada de que siguieras apareciéndote para siempre en la escuela. ¡Dios mío, te voy a echar tanto de menos! Si no me equivoco, este será nuestro último encuentro. —Las lágrimas asomaron a mis ojos. James parecía a punto de desmayarse.
—¡Podéis quedaros con mi bolsa si necesitáis dinero, pero, por favor, perdonadme la vida! —susurró.
—Sí, sí, muy bien —dijo Gideon, y tras apartar a un lado el ancho cuello del manto, le clavó directamente la lanceta de la vacuna en el pescuezo. Al sentir la incisión en su piel, James lanzó un débil gemido.
—¿Lo normal no es hacerlo en el brazo? —pregunté.
—Normalmente tampoco le retuerzo el brazo a nadie para hacer esto —respondió Gideon refunfuñando, y James volvió a gemir.
—La verdad, es un poco tonto que tengamos que despedirnos así —le dije, y no pude contener un sollozo—. ¡Preferiría abrazarte en lugar de sostener una espada contra tu cuello! Tú siempre has sido mi mejor amigo en la escuela, junto con Leslie. —La primera lágrima rodó por mi mejilla—. Y si no fuera por ti, nunca hubiera comprendido cuál es la diferencia entre alteza, serenísima e ilustrísima…
—Ya está —dijo Gideon, y soltó a James, que retrocedió dos pasos tambaleándose y se sujetó el cuello—. ¡En realidad habría que ponerle un esparadrapo, pero también funcionará sin él! Procurad que no se infecte. —Gideon me cogió la espada de la mano—. Ahora subiréis a vuestro caballo y seguiréis cabalgando sin volver la vista, ¿comprendido?
James asintió con la cabeza. Sus ojos seguían dilatados de espanto, como si aún no pudiera creer que todo hubiera acabado.
—Adiós —sollocé yo—. ¡Adiós, James August Peregrin Pimplebottom! ¡Has sido el mejor fantasma que he conocido!
Con las piernas temblorosas y jadeando pesadamente, James subió a su caballo.
—La espada estará bajo el castaño, si queréis recuperarla —dijo Gideon, pero James ya le había clavado las espuelas a Héctor. Los estuve mirando hasta que desaparecieron entre los árboles.
—¿Satisfecha? —me preguntó Gideon mientras recogía nuestras cosas.
Me sequé las lágrimas de las mejillas y le sonreí.
—¡Gracias! Es guay tener un amigo estudiante de medicina.
Gideon sonrió irónicamente.
—¡Vale, pero juro que esta será la última vez que vacune a alguien contra la viruela! Los pacientes son tan desagradecidos…
Los que son amados no pueden morir, porque amor significa inmortalidad.
Emily Dickinson
—¡Dale gas, viejo! —gritó Xemerius acurrucado en mi regazo en el asiento del acompañante del Mini de Gideon, que avanzaba a paso de tortuga por el Strand entre el tráfico de primera hora de la tarde—. Poco a poco se acerca la hora del enfrentamiento decisivo con el maligno.
—Chitón —le murmuré a Xemerius—. Por mí el conde puede esperar por los siglos de los siglos.
—¿Cómo dices? —Gideon me miró extrañado.
—No, nada. —Miré hacia fuera de la ventana—. Gideon, ¿crees que realmente bastará con lo que hemos pensado? —Mi euforia de la mañana se había esfumado y había sido sustituida por una especie de excitación nerviosa de esas que hacen que no puedas parar de morderte las uñas.
Gideon se encogió de hombros.
—En todo caso nuestro plan es mejor que… ¿cómo lo llamaste?; ah, sí, la «estrategia general de actuación» de esta mañana.
—Yo no lo llame así, fue Leslie —le corregí.
Durante un rato permanecimos callados, absortos en nuestros pensamientos. Supongo que aún no nos habíamos recuperado del todo de nuestro encuentro con Lucy y Paul. Yo, en todo caso, no me había dado realmente cuenta de lo estresantes que podían ser los viajes en el tiempo hasta que en el salto de vuelta habíamos interrumpido en un ensayo del coro de la iglesia y habíamos tenido que escapar a todo correr, perseguidos por varias vociferantes sopranos que debían de rondar los setenta años. Pero al menos ya estábamos preparados para nuestro encuentro con el conde de Saint Germain. Había sido Lucy la que nos había ayudado a dar con la idea clave, y esta idea era también la razón de que me estuviera quedando sin uñas.
—¡Chico, a ver si conduces como Dios manda! —chilló Xemerius tapándose los ojos con las zarpas—. ¡El semáforo no podía estar más rojo!
Gideon apretó el acelerador y se saltó la preferencia del paso de un taxi antes de girar a la derecha en dirección al cuartel general de los Vigilantes. Poco después frenó haciendo chirriar los neumáticos en el aparcamiento. Se volvió hacia mí y me apoyó las manos en los hombros.
—Gwendolyn —empezó a decir muy serio—, pase lo que pase…
No pudo seguir, porque en ese instante la puerta de mi lado se abrió de golpe, y cuando ya iba a girarme para echarle una bronca al inefable mister Marley vi que quien nos había interrumpido no era él, sino mister George, que se pasaba la mano por su resplandeciente calva con aire preocupado.
—¡Gideon, Gwendolyn, por fin! —dijo en tono de reproche—. Llegáis más de una hora tarde.
—Los más guapos de la fiesta siempre se hacen esperar —graznó Xemerius saltando de mi regazo. Le lancé una mirada a Gideon, suspiré y bajé del coche.
—Vamos, chicos —nos apremió mister George mientras me cogía del brazo—. Ya está todo preparado.
«Todo» era un sueño de bordados y puntillas color crema combinados con terciopelo y brocado de un frío tono dorado para mí y una levita con colores vivos para Gideon.
—¿Esto que veo son monos? —Gideon miró la prenda como si estuviera impregnada de cianuro.
—Para ser más precisos, monos capuchinos.
Madame Rossini le dirigió una sonrisa radiante y le aseguró que los animales exóticos era el último grito en 1782. Y ya iba a extenderse sobre lo que le había costado generar los datos del bordado para su máquina de coser a partir de documentos originales cuando mister George, que estaba esperando ante la puerta mirando su reloj dorado, intervino para cortarla. No me explicaba por qué tenía tanta prisa. Al fin y al cabo, para el conde, la hora que fuera no representaba ninguna diferencia.
—Hoy elapsaréis en la Sala de Documentos —anunció mister George abriendo la marcha.
Hasta ese momento ni Falk ni los otros Vigilantes habían hecho acto de presencia. Seguramente estarían sentados en la Sala del Dragón renovando sus votos o brindando por las reglas de oro o haciendo lo que sea que los Vigilantes suelen hacer.
La única persona con la que nos cruzamos fue mistress Jenkins, que nos saludó con la mano y se alejó apresuradamente por el pasillo cargada con un grueso archivador. (¡Y eso en domingo!).
—Mister George, ¿cuáles son las instrucciones para hoy? —preguntó Gideon—. ¿Hay algún detalle en concreto que debamos tener en cuenta?
—Veamos, para el conde de Saint Germain ha pasado tanto tiempo desde el baile como para vosotros, es decir, dos días —explicó mister George con aire solícito—. A nosotros mismos nos han desconcentrado un poco las instrucciones de la carta. Según ellas, tu visita debe durar solo quince minutos, mientras que Gwendolyn deberá permanecer con él tres horas y media. Pero suponemos que a ti se te confiarán otras tareas para las que se requerirán tu contingente de tiempo, ya que ha hecho constar expresamente que no debéis elapsar antes de verle. —Calló un momento y miró a través de la gruesa ventana, que ofrecía una buena panorámica de la Temple Church—. Las indicaciones que nos ha facilitado al respecto no nos han aclarado demasiado las cosas, pero… por lo visto el conde está seguro de que el círculo de sangre va a cerrarse de forma inminente. Ha escrito que todos debemos estar preparados para el momento.
—Oh, oh —dijo Xemerius.
Oh, oh pensé yo, y le lancé una rápida mirada a Gideon. Aquello sonaba como si el conde hubiera contado con el fracaso de la operación Zafiro y Turmalina negra, que en realidad estaba prevista para el día anterior, y desde el principio hubiera tenido en mente otro plan.
Posiblemente un plan más genial que el nuestro.
Mi excitación nerviosa dio paso a un miedo cerval. La idea de quedarme sola con el conde me ponía la carne de gallina. Como si pudiera leer mis pensamientos, Gideon se detuvo y me atrajo hacia sí sin preocuparse por mister George.
—Todo irá bien —me susurró al oído—. No olvides que él no puede hacerte nada. Y mientras no lo sepa, estarás segura.
Me aferré a él como un mono capuchino.
Mister George carraspeó.
—Me alegro de que hayáis arreglado vuestras diferencias —dijo, y una pícara sonrisa asomó a su rostro—. Pero, de todos modos, debemos seguir adelante.
—¡Procura cuidar de ella, cabeza de serrín! —oí bramar aún a Xemerius, y un instante después había saltado al año 1782.
Lo primero que vi al aterrizar fue la cara de Rakoczy a solo medio metro de mí. Lancé un gritito y salté de lado, y también Rakoczy retrocedió sobresaltado.
Entonces resonó una risa, una risa agradable y melodiosa, que, sin embargo, hizo que todos los pelos de la nuca se me pusieran de punta.
—Ya te dije que sería mejor que te hicieras a un lado, Miro.
Mientras Gideon aterrizaba junto a mí, me volví despacio. Ahí estaba: el conde de Saint Germain, enfundado en una sencilla levita gris verdosa y, como siempre, con una peluca blanca. El conde se apoyó en su bastón, y por un momento pareció un hombre frágil y viejo, terriblemente viejo.
Luego, sin embargo se irguió y adquirió de nuevo su porte habitual. A la luz de las velas vi como sus labios se deformaban en una sonrisa burlona.
—Bienvenidos, queridos. Me alegro de ver que estáis bien. Y de comprobar que las descripciones morbosas de Alastair sobre la muerte de Gwendolyn solo eran fruto de la fantasía de un moribundo.
Se acercó un paso y me observó expectante. Vacilé un segundo, y luego pensé que seguramente estaba esperando una reverencia, de modo que me incliné profundamente. Pero cuando me volví a incorporarme, el conde ya hacía rato que había centrado su atención en Gideon.
—Hoy no podemos tener tiempo para formalidades. ¿Una nota de tu gran maestre? —preguntó.
Gideon le tendió la carta sellada que nos había entregado mister George. Mientras el conde rompía el sello y leía, eché un vistazo a la habitación. Había un escritorio y varias sillas y sillones. Los anaqueles que cubrían las paredes a nuestro alrededor estaban repletos de libros y de rollos y pilas de papel, y encima de la chimenea colgaba, como en nuestra época, un cuadro. Pero no era el retrato del conde de Saint Germain, sino una agradable naturaleza muerta con libros, pergamino, una pluma y un tintero. Rakoczy se había dejado caer sin más ceremonias en una silla y había apoyado sus botas sobre el escritorio. Sostenía relajadamente en la mano su espada desenvainada, como si fuera un juguete del que no podía separarse. Sus lúgubres ojos sin brillo apuntaron fugazmente hacia mí y contrajo sus labios en forma de desdén. Si es que recordaba nuestro último encuentro, era evidente que no tenía intención de disculparse por su comportamiento.
El conde, que había acabado la lectura, me dirigió una mirada escrutadora, y luego hizo un gesto de asentimiento.
—«Con la magia del cuervo dotado, sol mayor cierra el círculo que los doce han formado.» ¿Cómo escapaste a la furiosa espada de lord Alastair? ¿O solo fueron imaginaciones suyas?
—No. Efectivamente hirió a Gwendolyn —dijo Gideon, y me quedé asombrada de que su voz sonara tan serena y afable—. Pero solo fue un arañazo inofensivo, tuvo mucha suerte.
—Lamento que tuvierais que veros en esta situación —dijo el conde—. Os había prometido que nadie os tocaría ni un pelo, y por regla general cumplo mis promesas, pero esta noche amigo Rakoczy no estuvo del todo atento a sus deberes, ¿no es cierto, Miro? Lo que de nuevo me dio ocasión para constatar que a veces no es bueno confiar demasiado en los demás. Si la encantadora lady Lavinia no hubiera acudido a mí, posiblemente mi primer secretario se habría recuperado de su desmayo y hubiera puesto pies en polvorosa… Y lord Alastair se habría desangrado solo.
—La encantadora Lady Lavinia fue la primera en traicionarnos —se me escapó—. Esa mujer…
El conde levantó la mano.
—Lo sé todo, querida. Alcott tuvo tiempo más que suficiente para confesar sus pecados.
Rakoczy soltó una risotada ronca.
—Y también Alastair tenía aún muchas cosas que contarnos, aunque al final era un poco difícil entenderle, ¿no es cierto, Miro? —El conde embozó una desagradable sonrisa—. Pero ya tendremos ocasión de hablar de esto después, hoy el tiempo nos apremia. —Levantó la carta—. Ahora que ha quedado aclarado el auténtico origen de Gwendolyn, no debería ser difícil convencer a sus padres para que efectúen una pequeña donación de sangre. Confío en que habréis seguido exactamente todas mis instrucciones.
Gideon asintió con la cabeza. Su rostro estaba pálido y tenso, y evitaba mirarme. Y eso que hasta entonces todo estaba transcurriendo tal como habíamos previsto, al menos en términos generales.
—La operación Turmalina negra y Zafiro se efectuará hoy mismo —dijo—. Si el reloj de la pared funciona bien, dentro de unos minutos saltaré de vuelta al año 2011. Y desde allí todo está preparado para que visite a Lucy y a Paul.
—Exacto —dijo el conde satisfecho; luego cogió un sobre del bolsillo de su levita y se lo tendió a Gideon—. Aquí está explicado mi plan a grandes rasgos. A nadie, entre mis Vigilantes del futuro, debe ocurrírsele la idea de interponerse en tu camino.
Se acercó a la chimenea y durante un momento permaneció mirando el fuego con aire meditabundo. Luego se volvió. Sus ojos centellaban sobre la nariz del águila, y de repente toda la habitación pareció llenarse con su presencia. Levantó los brazos.
—En el día de hoy se cumplirán todas las profecías. Hoy la humanidad dispondrá por fin un remedio de un poder curativo nunca visto —exclamó.
Hizo una pequeña pausa y nos miró como si esperara que aplaudiéramos. Pensé por un momento en si no debería esforzarme en lanzar un «¡Uau! ¡Genial!» maravillado, pero en ese instante mis cualidades como actriz no me merecían mucha confianza. También Gideon se limitó a mirarle sin decir nada. Y Rakoczy incluso tuvo el descaro de soltar un ligero eructo en ese solemne momento.
El conde chasqueó la lengua enojado.