Authors: Kerstin Gier
—Bien… —continuó despacio—. Creo que ya está todo dicho —se acercó y me puso la mano en el hombro. Tuve que hacer un esfuerzo para no sacudírmela de encima como antes a la tarántula—. Nosotros dos, bella niña, ya encontraremos una forma de matar el tiempo mientras tanto, ¿no es cierto? —dijo con voz melosa—. Seguro que comprendes la necesidad de que me hagas compañía aquí un rato más que el joven Gideon. —Asentí y me pregunté si el conde no habría recapacitado y estaría cambiando poco a poco su imagen de las mujeres. Si suponía que yo lo había comprendido todo, no podía ser tan tonta ¿no? Pero enseguida añadió en tono autoritario—: Al fin y al cabo nuestro joven Gideon debe hacer comprender con claridad a Turmalina negra y a su Zafiro que su hija morirá si no le dan su sangre en el acto. —Rió suavemente y se volvió hacia Gideon—. Podrías adornarlo un poco hablándoles de la pasión de Rakoczy por la sangre de las vírgenes y de la costumbre transilvana de arrancarle a la gente el corazón en vida, pero estoy seguro de que no será necesario. Si no me he equivocado al juzgar a esos testarudos jóvenes, no dudo de que te entregarán la sangre inmediatamente.
Rakoszy soltó una carcajada que sonó como un ladrido y el conde le secundó.
—La gente es tan fácil de manipular, ¿verdad?
—Pero supongo que no iréis a hacerle realmente a Gwendolyn… —dijo Gideon, que seguía sin mirarme, y esta vez pude percibir un ligero temblor en su voz.
El conde sonrió benévolamente.
—Pero ¿cómo puedes imaginar algo así, mi querido muchacho? Nadie le tocará ni un pelo. Sencillamente será mi rehén durante un rato. Concretamente desde que hayas vuelto a saltar desde el año 1912 hasta el año 2011. —Levantó la voz—. Y estas sagradas salas temblarán cuando la hermandad se reúna y el círculo de sangre se cierre en el cronógrafo. —Suspiró—. Ah, cómo me gustaría poder asistir a ese mágico momento. ¡Debes contármelo todo con detalle!
Claro, claro. Bla bla bla. Me di cuenta de que estaba apretando los dientes en un acto reflejo. Ya empezaba a dolerme la mandíbula. Entretanto, el conde se había acercado tanto a Gideon que las punta de sus narices casi se tocaban. Gideon no movió ninguna ceja. El conde levantó el índice:
—Tu tarea consistirá en traerme sin demora el elixir que encontraréis bajo la Constelación de los Doce. —Sujetó a Gideon de los hombros y le miró a los ojos—. Sin demora.
Gideon asintió con la cabeza.
—Solo me pregunto por qué queréis que traiga el elixir a este año —dijo—. ¿Este remedio no sería más útil a la humanidad en nuestra época?
—Una pregunta inteligente, una pregunta filosófica, diría —replicó el conde, sonriendo, y le soltó—. Me alegro de que la plantees. Pero ahora no tenemos tiempo para este tipo de conversaciones. Te revelaré gustosamente mis complicados planes cuando esta tarea haya quedado resuelta. ¡Hasta entonces, sencillamente, tendrás que confiar en mí!
Estuve a punto de soltar una carcajada, pero solo a punto. Traté de captar la mirada de Gideon, pero, aunque estaba seguro que él se había dado cuenta, siguió mirando con obstinación hacia otro lado. Hacia el reloj, cuyas agujas avanzaban inexorablemente.
—Aún hay otra cosa que me gustaría comentar: Lucy y Paul tienen un cronógrafo a su disposición —dijo Gideon—. Podrían tratar de visitaros aquí, hoy o también antes… y sabotearlo todo, incluida la entrega del elixir.
—Veamos… Sin duda ya habrás comprendido, por lo que sabes sobre las leyes de continuidad, que hasta ahora no han podido sabotear mis planes, porque en otro caso no estaríamos aquí sentados, ¿no es cierto? —El conde sonrió—. Y para las próximas horas, hasta que el elixir se encuentre en mi poder, he adoptado, como es natural, medidas de protección muy especiales. Rakoczy y sus hombres matarían a cualquiera que se atreva a acercarse a nosotros sin estar autorizado a hacerlo.
Gideon asintió con la cabeza y se llevó la mano al estómago.
—Ha llegado el momento —dijo, y por fin se encontraron nuestras miradas—. Pronto estaré de vuelta con el elixir.
—Estoy seguro de que sabrás ejecutar a la perfección la tarea encomendada, muchacho —dijo el conde jovialmente—. Buen viaje. Mientras tanto, Gwendolyn y yo mataremos el tiempo con un vasito de oporto.
Clavé la mirada en Gideon tratando de hacerle llegar todo mi amor, y en un instante después había desaparecido. Mi primer impulso fue echarme a llorar, pero seguí apretando los dientes y me forcé en pensar en Lucy.
En el salón de lady Tilney, ante unos sándwiches y unas tazas de té, lo habíamos repasado una y otra vez. Yo sabía que teníamos que atacar al conde con sus propias armas si queríamos derrotarle definitivamente. Y, de hecho, sonaba muy sencillo, en todo caso si Lucy no se equivocaba en su suposición. Al principio, cuando la había lanzado al aire así de repente, todos la habíamos rechazado, pero luego Gideon había asentido con la cabeza.
—Sí —había dicho—. Podría ser que tuvieras razón. —Y había vuelto a ponerse a pasear como un león enjaulado de un lado a otro de la habitación.
—Suponiendo que hagamos lo que dice el conde y le demos a Gideon nuestra sangre —había continuado Lucy—, él podría cerrar entonces el círculo de sangre del segundo cronógrafo y entregar el elixir al conde, que así se volverá inmortal.
—Que es justamente el motivo de que estemos haciendo lo imposible por evitarlo desde hace años, ¿no? —dijo Paul.
Lucy levantó la mano.
—Un momento. Deja al menos que lo pensemos un poco más.
Yo asentí con la cabeza. Aunque no sabía exactamente adónde quería ir a parar, en algún lugar en el fondo de mi mente se había formado un pequeño interrogante que poco a poco se iba transformado en un signo de admiración:
—El conde se vuelve inmortal, y lo será hasta mi nacimiento.
—Correcto —dijo Gideon, y dejó de caminar de un lado a otro—. Lo que significa que puede saltar a sus anchas por la historia, y que también puede hacerlo hasta nuestro presente.
—¿Queréis decir que…? —dijo Paul frunciendo el entrecejo.
Lucy asintió con la cabeza.
—Queremos decir que el conde contempla todo el drama en vivo y en directo. —Hizo una pequeña pausa—. E incluyo que tiene una entrada en primera fila.
—Apuesto por el Círculo Interior —había dicho yo entonces.
Y los demás habían asentido.
—El Círculo Interior. El conde es uno de los Vigilantes.
Miré el conde a la cara. ¿Quién podía ser? Podía oír el tic tac del reloj de la chimenea. Aún faltaba una eternidad para que volviera a saltar de vuelta.
El conde me indicó que me sentara en uno de los sillones, llenó dos vasos de un vino rojo oscuro y me tendió uno. Luego se sentó en el sillón que se encontraba frente a mí y levantó su brazo para brindar.
—¡A tu salud, Gwendolyn! Hoy hace dos semanas que nos conocimos tú y yo; en fin, en todo caso desde mi perspectiva. Y debo decir que mi primera impresión no fue precisamente buena. Pero, entre tanto, nos hemos convertido en amigos, ¿no es cierto?
Sí, claro. Tomé un sorbito de mi vaso y luego dije:
—En ese primer encuentro estuvisteis apunto de estrangularme. —Tomé otro trago y solté sin reflexionar, bastante atrevidamente—: Entonces pensé que podíais leer los pensamientos de la gente, pero supongo que me equivocaba.
El conde sonrió complacido.
—Bueno, desde luego estoy capacitado para captar corrientes de pensamientos dominantes, pero mis poderes no son de carácter mágico. En el fondo cualquiera podría aprenderlo. La última vez ya te hablé de mis visitas a Asia y de cómo allí pude adquirir la sabiduría y las habilidades de unos monjes tibetanos.
Sí, eso era cierto. Y si la última vez ya no había prestado mucha atención, también en esos momentos me resultaba difícil atender a sus palabras. De pronto sonaban extrañamente distorsionabas, a veces se alargaban y a veces era como si las cantara.
—Qué demonios… —murmuré.
Ante mis ojos se habían formado unos velos rosas que no podía eliminar por más que parpadeara.
El conde interrumpió su charla.
—Te sientes mareada, ¿no es cierto? Y ahora, si no me equivoco, notas que se te seca la boca cada vez más.
¡Sí! ¿Cómo podía haberlo adivinado? ¿Y por qué su voz sonaba tan metálica? Le miré fijamente a través de los curiosos velos de color rosa.
—No temas, pequeña —dijo—. Enseguida habrá pasado; Rakoczy me ha prometido que no sufrirás ningún dolor. Te dormirás antes que empiecen las convulsiones. Y con un poco de suerte, no llegarás a despertarte antes que todo haya acabado.
Oí reír a Rakoczy. Sonaba como esos chirridos que hacen las vagonetas en el túnel de terror de las ferias.
—¿Por qué…? —traté de hablar, pero de repente tenía los labios totalmente entumecidos.
—No es nada personal —dijo el conde fríamente—, pero para llevar a cabo mis planes, por desgracia tengo que matarte. También eso está determinado por el destino.
Quise mantener los ojos abiertos en vano. La barbilla me topó contra el pecho, mi cabeza basculó hacia un lado y finalmente se me cerraron los ojos. La oscuridad me envolvió.
Quizá esta vez me haya muerto de verdad, fue lo primero que me pasó por la mente cuando recuperé la conciencia, pero el hecho es que no me imaginaba a los ángeles como unos chiquillos desnudos que, aparte de sus imponente mofletes, solo llamaban la atención por su sonrisa boba, como ocurría con los ejemplares tañedores de arpa que tenía delante. Ejemplares que, por otra parte, solo estaban pintados en el techo. Volví a cerrar los ojos. Tenía la garganta tan seca que apenas podía tragar saliva. Estaba tendida sobre algo duro y me sentía tan infinitamente cansada, que tenía la sensación de que nunca podría volver a moverme.
En algún sitio detrás de mí sonaba una melodía. Era el motivo de la marcha fúnebre del
Crepúsculo de los dioses
, la opera favorita de lady Arista. La voz que tarareaba con una animación fuera de lugar me resultaba vagamente conocida, pero no podía ponerle nombre. Y tampoco podía ver a quien pertenecía, porque sencillamente no lograba abrir los ojos.
—Jake, Jake —dijo la voz—. Nunca habría pensado que precisamente tú fueras a descubrir mi secreto; pero en adelante tampoco tu latín de médico va a poder servirte de nada. —La voz rió suavemente—. Porque cuando despiertes, ya hará tiempo que habré puesto pies en polvorosa. Brasil en esta época del año es muy agradable, ¿sabes? Viví allí a partir de 1940. Y también Argentina y Chile tienen mucho que ofrecer. —La voz hizo una pausa para silbar unas notas del tema de Wagner—. Siempre me he sentido atraído por Sudamérica. Brasil, por otra parte, tiene a los mejores cirujanos plásticos del mundo. Ellos me liberaron de los párpados caídos, la nariz ganchuda y el mentón huidizo. Y por eso, desafortunadamente, ya no me parezco en nada a mi propio retrato.
Empezaba a sentir un hormigueo en los brazos y en las piernas, pero me dominé y seguí inmóvil. Tal vez fuera más ventajoso para mí permanecer quieta de momento.
La voz rió.
—De todos modos, aunque alguien me hubiera reconocido en la logia —continuó—, estoy seguro de que ninguno de vosotros habría tenido suficiente seso para sacar las conclusiones correctas. A parte de ese obstinado de Lucas. La verdad es que no faltó mucho para que me desenmascarara… Ay, Jake, y ni siquiera tú fuiste capaz de ver que no había sucumbido a un infarto, sino a los pérfidos métodos de Marley sénior. Porque vosotros, los hombres, siempre veis lo que queréis ver.
—Eres un hombre muy tonto y muy malo —pió una voz horrorizada en algún lugar detrás de mí. ¡El pequeño Robert!—. ¡Le has hecho daño a mi papá! —sentí una corriente de aire frío—. ¿Y qué has hecho con Gwendolyn?
Eso justamente me estaba preguntado. ¿Qué me habían hecho? ¿Y por qué no oía nada sobre Gideon?
Se oyó un tintineo seguido del chasquido de una maleta al cerrarse.
—Siempre listo para defender en todo momento la causa de los Vigilantes. Salvar a la humanidad de todas las enfermedades, vaya estupidez. —Un bufido de desprecio—. ¡Como si la humanidad se mereciera algo así! A Gwendolyn en todo caso ya no podrás ayudarla. —La voz se movía de un lado a otro por la habitación, y poco a poco empecé a intuir con quién tenía que vérmelas, aunque no pudiera creerlo—. Está tan muerta como esas ratas de laboratorio que tú siempre diseccionas. —La voz rió suavemente—. Lo que, por cierto, es una comparación y no una metáfora.
Abrí los ojos y levanté la cabeza.
—Aunque también podría utilizarse perfectamente como un símbolo, ¿verdad, míster Whitman? —pregunté, e inmediatamente lamenté haberme descubierto.
¡Ni rastro de Gideon! Solo estaba el doctor White, que yacía inconsciente en el suelo no muy lejos de mí, con la cara tan gris como su traje. Y el pequeño Robert, que se encontraba agachado junto a su cabeza con aire afligido.
—Gwendolyn.
Debo de reconocer que mister Whitman mostró un gran dominio de sí mismo al no pegar un grito, ni dar, de hecho, la menor muestra de excitación. Sencillamente se quedó plantado bajo el retrato del conde de Saint Germain, con la mano apoyada en el asa de una maleta con ruedas y una funda de ordenador portátil colgada al hombro, mirándome fijamente. Llevaba un elegante abrigo gris con un pañuelo de seda y se había levantado las gafas de sol, que se le apoyaban en el pelo como si fuera Brad Pitt en unas vacaciones en la playa. No se parecía en nada al conde del retrato de encima.
Me senté con la mayor dignidad posible (el voluminoso vestido dificultaba un poco las cosas) y me di cuenta de que había estado tendida sobre el escritorio.
Mister Whitman chasqueó la lengua, miró el reloj y luego soltó la maleta.
No pude evitar que se me escapara una sonrisa.
—¿No es verdad? —pregunté.
Mister Whitman se acercó y con un movimiento rápido sacó una pistolita negra del bolsillo de su abrigo.
—¿Cómo ha podido pasar? ¿Rakoczy no removió bien la bebida?
Sacudí la cabeza.
Mister Whitman arrugó la frente y apuntó la pistola contra mi pecho.
Traté de reír, pero solo me salió una especie de jadeo medroso.
—¿Quiere probar otra vez? —pregunté a pesar de todo, e intenté mirarle a los ojos con aire intrépido—. ¿O por fin se ha dado cuenta de que no puede hacerme nada?
Ajá. Nuestro plan empezaba a tomar impulso, y de qué manera. Aunque no estaría mal que Gideon empezara a pensar en dejarse caer por aquí.