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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (10 page)

Hafez soltó una carcajada y tosió de nuevo.

—¡Los occidentales y sus secretos! Lo que ocurrió fue que…

—Absolutamente nada —lo interrumpió Chase—. Las fuerzas especiales de la OTAN nunca han llevado a cabo operaciones en Irán. Nunca. —Miró a Hafez, que contuvo la risa y le dio otra calada al cigarrillo.

—Eh, entonces yo debo de haber ayudado a fantasmas. Por cierto, una de las cajas que nunca te llevaste está atrás, como me pediste.

Castille estiró el brazo por encima del asiento y cogió un contenedor metálico sucio del tamaño de una caja de zapatos.

—¡Un tesoro enterrado! —exclamó. Lo abrió y sacó una pistola automática negra, unos cuantos cargadores y, para horror de Nina, una granada de mano—. Tome, sujete esto.

Nina chilló cuando el belga dejó caer la granada en su mano.

Castille comprobó rápidamente la pistola, la cargó y se la guardó dentro de la chaqueta.

Chase miró a Nina, que aún observaba, petrificada, la granada.

—No hay nada de lo que asustarse —le dijo y se la cogió—. No explotará a menos que saque el pasador. Así.

Sacó la anilla y Nina gritó.

—Esta tiene una mecha de cinco segundos —dijo Chase—. Pero no se preocupe, no estalla a menos que se quite también la espoleta. —Volvió a poner el pasador en su sitio, y quitó el pulgar de la palanca metálica curva que sobresalía de un lado de la granada—. ¿Lo ve? —Castille y Hafez se rieron.

—¡No ha tenido gracia! —gritó Nina.

—Caballeros —añadió Kari—, preferiría que no aterrorizaran al miembro más importante de nuestra expedición. —Usó palabras amables, pero el tono de autoridad que empleó no dejaba lugar a dudas.

—Lo siento, jefa —se disculpó Chase. Le devolvió la granada a Castille, que la dejó en la caja—. Creía que sería una forma de pasar el tiempo.

Nina hizo una mueca.

—¡La próxima vez tráigase un iPod!

Tras una hora de viaje, Nina deseó tener uno.

Al principio las montañas eran impresionantes, pero al cabo de un rato todas las cumbres marrones le parecían iguales. La autopista llena de baches había sido como un viaje en alfombra mágica, en comparación con la carretera sinuosa y llena de socavones por la que circulaban ahora, que en algunos lugares se transformaba en una pista de tierra que bordeaba una ladera peligrosamente escarpada. Una lenta locomotora diésel avanzaba por la vía férrea que había más abajo y escupía nubes de humo mientras arrastraba una larga hilera de vagones cisterna. Siguiendo las líneas de acero gemelas por el valle, vio una vía muerta de un kilómetro y medio, donde había otro tren.

—¿Cuánto falta para llegar, Hafez? —preguntó Chase.

—No mucho —respondió el conductor, que señaló hacia el valle—. Después de la estación de tren.

—Gracias a Dios —dijo Nina entre suspiros.

Entre lo duros que eran los asientos y los baches de la carretera, le estaba quedando el trasero magullado.

—¿Por qué quiere que nos reunamos en ese lugar? ¿Es que no podríamos habernos encontrado en el Tehran Hilton?

—Me hubiera gustado —respondió Chase—. No, es un tipo precavido, lo que significa que nosotros también debemos serlo.

—¿Cree que habrá problemas? —preguntó Kari.

—Nos dirigimos a un punto muy remoto de Irán para gastarnos diez millones de dólares en la compra de un antiguo objeto que un tipo muy raro ha robado a un maníaco. ¿No le parece que es probable que los haya?

Kari enarcó una ceja.

—De nuevo, tiene razón.

Al cabo de diez minutos y unos cuantos baches más, Hafez detuvo el Land Rover frente a una granja abandonada. La estación de tren quedaba fuera del alcance de la vista, tras un recodo, en el valle; incluso las vías férreas habían desaparecido en un túnel que había debajo. La colina que se alzaba sobre la casa estaba cubierta de árboles y maleza, mientras que al otro lado del edificio, la ladera descendía en picado hacia el valle. No había rastro de vida humana.

—Hugo, ve a echar un vistazo a la parte trasera de la casa —dijo Chase, con tono autoritario—. Hafez, quédate con la doctora Wilde y la señorita Frost. A la mínima señal de peligro, sácalas de aquí.

—¿Adonde va? —preguntó Kari.

—A asegurarme de que la casa está vacía. —Bajó del Land Rover y sacó una linterna LED de un bolsillo—. Si no salgo dentro de dos minutos —le dijo a Hafez—, significa que hay problemas. —El iraní asintió con la cabeza mientras los dos hombres se dirigían hacia la granja.

Chase tardó menos de dos minutos en reaparecer, y Castille acabó de dar la vuelta al edificio poco después.

—Está despejado —dijo Chase, que regresó al todoterreno—. Solo hay dos habitaciones y ningún escondite posible.

—No hay nadie detrás —añadió Castille.

—Es lo que me imaginaba, pero quería asegurarme. Muy bien —prosiguió el inglés—, esta carretera es la única forma de entrar o salir. Todo aquel que venga no nos pillará desprevenidos.

—No creo que llegue por carretera —dijo el belga, con una extraña expresión de preocupación en la cara.

—¿Por qué?

—¿No lo oyes?

Chase inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió.

—Ah, sí —dijo y le dio una palmada en el hombro a su compañero—. ¡Es el ruido de tus pesadillas! ¡Uuuh, viene a por ti!

—Como acostumbráis a decir en Inglaterra, con esa elegancia que os caracteriza… que te den.

Nina se acercó a la puerta abierta para escuchar.

—¿Qué ocurre? —Entonces lo oyó, el zumbido inconfundible que procedía de las montañas que los rodeaban.

—Hugo tuvo una mala experiencia con un helicóptero en una ocasión —le explicó Chase—. Así que ahora les tiene fobia. ¡Helicopterofobia! Siempre que ve uno cree que algo va a salir mal y que morirá.

—¡Son unos trastos que vuelan gracias a unas aspas que giran a una velocidad absurda! —exclamó Castille—. ¿Cómo quieres que no sean peligrosos?

—Bueno, pues tú quédate aquí con la cabeza agachadita y ya iré yo a reunirme con él cuando aterrice, ¿vale? —Chase le guiñó un ojo y luego añadió con voz más seria—: Mantente alerta. —Castille asintió.

El helicóptero se alzó sobre la colina que había tras la granja. Era el típico modelo que Nina había visto en cientos de películas y series de televisión, y en el que incluso había viajado un par de veces: un Bell Jet Ranger, un aparato civil que se encontraba en todo el mundo. Trazó un círculo rápido alrededor de la granja, luego se detuvo y aterrizó a unos treinta metros del coche.

Chase esperó a que los rotores disminuyeran la velocidad, y luego se acercó al aparato. Hayyar había llevado compañía. Aparte del piloto, había tres personas más en el Jet Ranger. Tensó los hombros para sentir el peso de la Wildey 45 Winchester Magnum en la funda bajo la chaqueta, lista para desenfundar en un instante. Solo por si acaso.

Se abrieron las puertas traseras del helicóptero y dos hombres grandes y con barba, ataviados con trajes oscuros y gafas de sol, descendieron en primer lugar para inspeccionar la zona antes de mirar fijamente a Chase, que les aguantó la mirada sin dejarse intimidar. Por la forma en que se comportaban supo que eran ex militares, pero soldados rasos, no pertenecientes a las fuerzas especiales. No les llegaban ni a la suela del zapato a los miembros del SAS. El solo podría con los dos.

Uno de los hombres regresó al helicóptero y habló en farsi. Se abrió la puerta y salió Failak Hayyar.

A diferencia de sus guardaespaldas, Hayyar iba ataviado con una vestimenta árabe tradicional. Pero al igual que ellos, llevaba gafas de sol, aunque las suyas eran mucho más caras.

Tras él salió otro hombre. Era blanco, con el pelo a cepillo, una barba de varios días y un aire precavido. Chase supuso que se trataba de Yuri Volgan.

—¿Es usted Chase? —preguntó Hayyar.

—¡Sí!

—¿Dónde está la señorita Frost?

—¿Dónde está el artefacto? —preguntó el inglés. Hayyar lo fulminó con la mirada, se volvió hacia el Jet Ranger y sacó un pequeño maletín de cuero negro. Chase asintió y se dirigió al Land Rover.

—En la casa —dijo Hayyar, señalando con el maletín—. Para que no nos moleste el viento, ¿sí?

—¿Qué viento? —murmuró Chase. Ahora que los rotores se habían detenido, solo soplaba una brisa intermitente. Echó un vistazo a la zona una vez más en busca de señales por si no estaban solos, pero no encontró ninguna.

Llegó al Land Rover.

—¿Y bien? —preguntó Kari.

—Parece que es todo correcto, pero… —Miró a su alrededor de nuevo para inspeccionar la zona. No había rastro de nadie, aunque siempre cabía la posibilidad de que alguien estuviera escondido cerca de la granja—. Vaya con cuidado, ¿de acuerdo?

—¿No confía en él? —preguntó Nina.

—Por supuesto que no. Pero no estoy seguro de hasta qué punto no confío en él. Hafez, tú espera aquí. Si hay cualquier problema, toca el claxon.

—Lo haré. —El iraní metió la mano bajo el salpicadero y sacó un revólver, que dejó en el regazo.

Chase le abrió la puerta a Nina y Castille hizo lo mismo con Kari.

—Debo decir que estoy un poco nerviosa con tanta pistola —le confesó Nina a Chase.

—¿Cómo? Creía que los arqueólogos siempre iban por ahí pegando tiros a la gente, como Indiana Jones.

Nina entornó los ojos.

—No creo. Lo más parecido a apretar un gatillo que hago es cuando aprieto el disparador de mi cámara de fotos.

—Espero que siga siendo así —dijo Kari mientras se dirigían a la granja; su abrigo ondeaba al viento.

Hayyar y sus acompañantes se detuvieron frente a la puerta del pequeño edificio, incapaces de apartar la vista de ella.

—Después de ustedes —les dijo Kari, y señaló hacia el interior con su delgado maletín de acero.

El interior de la granja estaba como boca de lobo, la poca luz que había provenía de una única ventana. Aunque los propietarios se lo habían llevado casi todo cuando la abandonaron, aún había una larga mesa de madera en el centro.

Castille sacó una barra de luz grande de la chaqueta y la dobló para romper el cristal que tenía en el interior, por lo que los productos químicos se mezclaron y produjeron una luz anaranjada, como el resplandor de una hoguera. Nina sabía que una reacción tan fuerte solo duraría quince minutos, como mucho, de modo que esperaban que la transacción se llevara a cabo en menos tiempo, lo cual no hacía que se sintiera cómoda. Significaba que tendría que determinar la autenticidad del artefacto con prisas, y si se equivocaba, los Frost habrían perdido diez millones de dólares. No le gustaba estar sometida a semejante presión.

Así pues, no podía permitirse el lujo de equivocarse.

Hayyar y sus guardaespaldas se quedaron en un extremo de la mesa, mientras que Chase, Kari y Castille permanecieron en el otro. Nina se encontró frente a Volgan. El ruso parecía preocupado, le temblaban los dedos.

—¿Está lista para hacer la transferencia? —preguntó Hayyar.

—En cuanto veamos la pieza —respondió Kari con frialdad—. Y en cuanto la doctora Wilde confirme que es verdadera.

—¿Wilde? —preguntó Volgan, sorprendido. Nina se dio cuenta de que, de repente, no quería mirarla a los ojos—. ¿Familia de Henry y Laura Wilde?

—Sí, eran mis padres. ¿Por qué?

Volgan no respondió, pero Hayyar los interrumpió impacientemente antes de que Nina pudiera hacer más preguntas.

—El objeto es verdadero. Aquí está.

Hayyar puso el maletín en la mesa e introdujo la combinación. Nina se sorprendió al ver que en el lugar de la mano derecha tenía un garfio. No podía evitar mirarlo.

—¿Tal vez cree que soy un ladrón? —preguntó el iraní.

—Esto, no, yo…

Hayyar negó con la cabeza.

—Los occidentales y sus clichés y prejuicios —dijo al abrir el maletín—. La perdí en un accidente de moto. No soy un ladrón.

—Bueno, quizá no un carterista —terció Chase en tono jovial—. O eso he oído.

Hayyar se detuvo y lo miró fijamente.

—¿Está intentando insultarme, señor Chase?

—No. Usted lo sabría si lo estuviera insultando.

—¿Podemos ver la pieza ya? —los interrumpió Kari. Hayyar lanzó una mirada furibunda a Chase antes de abrir el cierre del maletín.

En el interior, envuelto en espuma, estaba el artefacto atlante.

Era de oricalco, Nina estaba convencida. Ningún otro metal tenía ese brillo rojizo.

Lo habían pulido con esmero. No tenía ni una marca, huella o mancha. El único defecto era la mella que tenía en uno de los lados, la que había hecho Volgan para enviarles una muestra. Era, sin duda, la misma pieza que había visto como holograma.

Y ahora la veía entera. Delante, justo debajo de la protuberancia de la parte inferior, había una pequeña ranura en ángulo. Junto a ella estaban las marcas…

—¿Puedo examinarlo? —le preguntó a Hayyar, casi con un hilo de voz.

—Por supuesto.

Nina sacó un par de guantes de látex quirúrgicos y extrajo el objeto del maletín con sumo cuidado. Pesaba más de lo que parecía, lo cual era habitual con los objetos que tenían un alto contenido de oro. En el extremo curvo se encontraba la punta de flecha grabada, así como una línea con una especie de marcas a ambos lados, pero lo que le llamó la atención fueron los caracteres que había en paralelo. Le dio la vuelta a la barra para mirarla a la luz de la ventana.

—¿Qué son? —preguntó Kari.

—Son caracteres glozel, o una variante muy similar. Como mínimo, la mayoría lo son. —Nina señaló ciertos símbolos con la punta del dedo índice—. Pero estos son distintos. Son un alfabeto diferente.

—¿Sabe cuál?

—Me resulta familiar, pero no sabría decir cuál es exactamente. Es otra variante, aunque no se trata del alfabeto típico. Quizá es una especie de dialecto regional, o algo de un período distinto. Tendría que consultar mis libros.

—Tendrá todo lo que necesite —le dijo Kari—. ¿Pero es una pieza auténtica?

Nina le dio varias vueltas al artefacto. El lado inferior era tal y como lo había visto en el holograma, la protuberancia metálica sobresalía del extremo inferior. Aparte de eso, no tenía ninguna marca más.

Acarició con la punta de los dedos el extremo curvo mientras le daba vueltas.

Un recuerdo sensorial…

Aquella forma le recordaba algo, la curva del metal le resultaba casi familiar…

—¿Doctora Wilde? —Kari le tocó el brazo y ella se estremeció, se dio cuenta de que había pasado varios segundos mirando el objeto fijamente, ensimismada en sus pensamientos—. ¿Es auténtico?

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