La Atlántida, la isla que se hundió bajo las aguas hace once mil años, la civilización avanzada que fue castigada por su soberbia, ha atrapado la imaginación de los hombres desde la Antigüedad. Y su leyenda se ha convertido en una obsesión para la arqueóloga Nina Wilde, que cree haber encontrado en los textos antiguos una pista que finalmente podría probar su existencia y conducirla hasta su paradero exacto. Cuando la universidad se niega a financiarle una expedición, Nina acepta el ofrecimiento del millonario Kristian Frost, que pone a su disposición todo el dinero y los recursos que necesite. Con la ayuda de Kari, la hija de Frost, y de Eddie Chase, el escéptico ex miembro de las fuerzas especiales británicas encargado de protegerlas, la búsqueda da comienzo. Poco a poco, de entre las brumas de la leyenda, empieza a emerger el rastro de una civilización antiquísima. Pero hay quien desea impedir a toda costa que sea descubierta.
De las calles de Manhattan a las profundas aguas del océano Atlántico, de la selva amazónica a la cordillera del Himalaya, Andy McDermott nos sumerge en una trepidante y épica aventura.
Andy McDermott
En busca de la Atlántida
ePUB v1.1
NitoStrad08.03.13
Título original:
The Hunt for Atlantis
Autor: Andy McDermott
Fecha de publicación del original: julio de 2008
Traducción: Roberto Falcó Miramontes
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Para mi familia y amigos
El Tíbet
El sol aún no se había alzado sobre las cimas del Himalaya, pero Henry Wilde ya estaba despierto. Llevaba más de dos horas levantado, esperando el momento en que la luz del alba rebasara los picos.
—Más de dos horas —murmuró. Aunque, en realidad, habían sido varios años, casi toda su vida. Lo que empezó como una mera curiosidad de niño se había convertido en una… no le gustaba usar la palabra «obsesión», pero así era. Una obsesión que lo había convertido en el blanco de todo tipo de burlas y mofas del mundo académico; una obsesión que había consumido gran parte del dinero que había ganado a lo largo de su vida.
Sin embargo, se recordó a sí mismo, también era una obsesión que había hecho que su camino se cruzara con el de una de las dos mujeres más extraordinarias a las que había conocido jamás.
—¿Cuánto falta para que salga el sol? —preguntó Laura Wilde, esposa de Henry desde hacía casi veinte años, mientras se acurrucaba junto a él, enfundada en un grueso anorak. Se conocieron cuando estudiaban en la Universidad de Columbia, en Nueva York. A pesar de que se tenían vistos —Henry medía más de metro noventa y tenía el pelo de un rubio níveo, mientras que Laura lucía una melena de un rojo tan intenso que casi parecía artificial, por lo que habría sido difícil que no se hubieran percatado de la existencia del otro—, hasta que un profesor destripó con sorna delante de toda la clase un ensayo de Henry sobre su obsesión no se hablaron. Las tres primeras palabras que pronunció Laura hicieron que Henry se enamorara de ella en el acto.
Fueron: «Creo en ti».
—Dentro de poco —respondió Henry, que le echó un vistazo a su reloj antes de abrazar a Laura con ternura—. Ojalá Nina estuviera aquí para ver este amanecer con nosotros. —Nina, su hija, era la segunda mujer más extraordinaria que había conocido.
—Es lo que ocurre cuando programas una expedición en época de exámenes —le reprendió Laura.
—¡No me culpes a mí, culpa al gobierno chino! Yo quería venir el mes que viene, pero no dieron su brazo a torcer, dijeron que era esto o nada…
—Cariño…
—¿Sí?
—Estoy bromeando. No te culpo. Yo tampoco quería perderme esta oportunidad. Pero sí, también me gustaría que Nina estuviera aquí con nosotros.
—Enviarle una postal desde Xulaodang no parece una compensación muy justa, ¿verdad? —suspiró Henry—. La arrastramos por medio mundo, de un callejón sin salida a otro, y cuando, por fin, encontramos una buena pista, ¡resulta que ella no puede venir!
—«Creemos» que hemos encontrado una buena pista —lo corrigió Laura.
—Lo averiguaremos dentro de un instante, ¿no? —Señaló la vista que tenían ante ellos. Tres picos nevados, de la misma altura, se alzaban tras la escarpada extensión en la que habían montado el campamento. En ese momento, la cordillera que se extendía por el este les hacía sombra, pero cuando el sol rebasara las montañas, todo cambiaría. Y si las historias que les habían contado eran ciertas, cambiaría de un modo espectacular…
Henry se levantó y le tendió una mano a Laura para ayudarla a levantarse. Su mujer dio un resoplido al hacer el esfuerzo; la altiplanicie donde se encontraban estaba a más de tres mil metros por encima del nivel del mar, y el aire era frío y estaba enrarecido, de un modo que no habían experimentado jamás. Pero también era muy puro y límpido.
En el fondo, Henry sabía que encontrarían lo que estaban buscando.
El primer rayo de luz alcanzó los tres picos.
Más bien, alcanzó uno de ellos, un haz de luz brillante y áurea que explotó al reflejarse en el inmaculado manto de nieve que cubría la cumbre central. Casi como un líquido, la luz del sol descendía desde la cima. Las dos montañas a ambos lados permanecían a la sombra, el alba aún parapetada tras la cordillera más grande.
—Es cierto… —respondió Henry en voz baja, con un deje de asombro.
Laura no parecía tan impresionada.
—A mí me parece una cima dorada.
Henry le lanzó una sonrisa antes de volver a mirar el espectáculo que se estaba desarrollando ante ellos. La montaña casi parecía arrebolarse en la luz del amanecer.
—Tenían razón. Tenían toda la maldita razón.
—En cierto sentido me parece hasta deprimente —dijo Laura—. Que un puñado de nazis lo descubrieran hace cincuenta años y estuvieran a punto de encontrarlo…
—Pero no dieron con él —exclamó Henry con determinación—. Y nosotros sí lo lograremos.
La Cima Dorada —hasta hoy tan solo una leyenda, un elemento más de la antigua cultura popular— era la última pieza del rompecabezas que Henry había intentado componer durante toda su vida. No estaba seguro de lo que iba a encontrar. Pero lo que sí tenía claro era que le proporcionaría todo lo que necesitaba para alcanzar su objetivo final.
La leyenda fundamental.
La Atlántida.
El deslumbrante despliegue de luz en la Cima Dorada duró apenas un minuto, antes de que el sol se alzara lo suficiente para alcanzar las dos cumbres vecinas. Cuando el grupo empezó a ascender por la ladera oriental de la cima, el sol ya brillaba en lo alto. Ahora que sus compañeras habían salido de las sombras, resultaba imposible distinguir en la cruda luz del día aquella montaña de las que la rodeaban.
La expedición estaba formada por siete personas, tres estadounidenses y cuatro tibetanos, que habían sido contratados como porteadores y guías; a pesar de que conocían la zona, se quedaron tan sorprendidos como los extranjeros cuando vieron que la leyenda popular se hacía realidad ante sus ojos. La región resultaba inhóspita e inaccesible incluso para ellos, y Henry se dio cuenta de que, tal vez, eran los únicos occidentales que habían presenciado lo que acababan de ver.
Salvo, quizá, la gente que los había conducido hasta ahí en primer lugar.
Henry ordenó al grupo que se detuviera. Mientras los demás aprovechaban para limpiar de nieve las rocas más cercanas y sentarse, él se quitó la mochila y sacó una pequeña carpeta de uno de los bolsillos. Laura se le acercó mientras pasaba las páginas protegidas por unas fundas de plástico.
—¿Vuelves a comprobarlo? —le preguntó, en tono burlón—. Creía que ya te lo sabías de memoria.
—El alemán no es una de las lenguas que mejor domino —le recordó Henry, al encontrar la página que buscaba. El papel estaba descolorido y tenía las típicas manchas del paso del tiempo y de humedad.
Los documentos secretos de la Ahnenerbe —la Comunidad para la Investigación y Enseñanza de la Herencia Ancestral alemana, parte de las SS, bajo el control directo de Heinrich Himmler— se habían encontrado escondidos tras los muros de ladrillo de la bodega del castillo de Wewelsberg, en el norte de Alemania. La fortificación había sido el cuartel general de las SS, y el epicentro de la obsesión nazi por la mitología y lo oculto. Al final de la guerra se dio orden de destruir el castillo y todos los documentos que contenía. Sin embargo, alguien decidió desobedecer las órdenes y ocultó los documentos.
Y ahora estaban en manos de los Wilde.
Un año antes, Bernd Rust, un viejo amigo y colega de Henry, se había puesto en contacto con él para informarle del descubrimiento. Gran parte de los documentos encontrados y pertenecientes a las SS se habían entregado al gobierno alemán, pero puesto que sabía de los intereses de Wilde, Rust decidió quedarse con unas cuantas páginas —con lo que asumía un gran riesgo profesional—, las que mencionaban la Atlántida. Aunque se las había proporcionado un amigo no le habían salido baratas, pero Henry sabía que valían hasta el último centavo que había pagado por ellas.
A pesar de que sentía un gran desasosiego por servirse de material nazi para llevar a cabo sus investigaciones —tal era su inquietud que ni tan siquiera se lo había contado a su hija, tan solo había compartido la información con Laura y el otro miembro estadounidense de su grupo—, también sabía que sin él nunca encontraría la Atlántida. De algún modo, medio siglo antes, los nazis habían descubierto algo que casi les había permitido alcanzar su objetivo.
La Ahnenerbe había organizado expediciones al Tíbet durante la década de los treinta e incluso los cuarenta, mientras la guerra asolaba Europa. A instancias de los destacados dirigentes nazis que eran miembros de la siniestra Sociedad Thüle, uno de los cuales era Himmler, se enviaron tres expediciones a Asia. La Sociedad Thule creía que bajo el Himalaya se encontraban ciudades subterráneas construidas por los descendientes legendarios de los atlantes, que compartían antepasados con la raza superior aria. Pese a que los exploradores realizaron muchos descubrimientos sobre la historia tibetana, no averiguaron nada sobre los atlantes y regresaron a Alemania de vacío.
Sin embargo, lo que revelaban los documentos que ahora estaban en posesión de Henry era que había existido una cuarta expedición, de la que ni tan siquiera Hitler había tenido conocimiento.
El Führer no era tan propenso a creer en mitos como sus acólitos. A medida que la guerra aumentaba de intensidad, decidió, con gran pragmatismo, que era mejor invertir los recursos del país en la maquinaria de guerra nazi que en el envío de expediciones por medio mundo, en busca de leyendas.
Sin embargo, Himmler tenía una fe ciega en el proyecto. Y los descubrimientos de la Ahnenerbe lo habían convencido de que la leyenda estaba al alcance de su mano.
Lo que más inquietaba a Henry era que Laura y él estaban siguiendo el mismo camino… pero medio siglo más tarde. Tras reunir pistas de docenas, cientos de fuentes históricas, las pruebas empezaron a encajar como las piezas de un rompecabezas y formaron una imagen que llevó a los Wilde y a Nina, diez años antes, a la costa de Marruecos. Para gran regocijo de Henry, encontraron restos de un antiguo poblado escondido bajo las arenas africanas… Pero la dicha se tornó en desesperación cuando se dieron cuenta de que alguien les había ganado por la mano. Alguien había saqueado el poblado antes que ellos, y solo quedaban unos cuantos restos sin valor alguno.