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Authors: Andy McDermott

Tags: #Intriga, #Histórico

En busca de la Atlántida (8 page)

—Me alegro de que le guste la casa —le dijo Kari a Nina.

—La diseñé yo. La arquitectura es una de mis… bueno, diría que aficiones, pero eso sería una inmodestia por mi parte. Soy licenciada en arquitectura. —Hablaba un inglés perfecto y apenas tenía acento.

—Es preciosa —concedió Nina.

—Gracias.

El nombre de Kari le resultaba conocido a Nina, pero no recordaba por qué.

—¿Está su papi por aquí? —preguntó Chase, con los pulgares en el bolsillo de la chaqueta.

A Kari pareció no hacerle mucha gracia la confianza que se había tomado Chase.

—No, está en el laboratorio biológico. He venido para llevarles junto a él.

Entonces Nina recordó dónde la había visto.

—Perdone por preguntar, pero… ¿no salió usted en las noticias el año pasado, en África? ¿La ayuda médica en Etiopía?

—Sí, fui yo —respondió Kari—. Ayudé a organizarlo.

—La señorita Frost no se limita a ayudar —añadió Schenk—. Está al frente de los programas médicos de la Fundación Frost de todo el mundo. No creo que haya ningún país que no haya visitado en los últimos cinco años.

—Es una buena forma de acumular millas de viaje —dijo Chase, en broma.

—Trabaja en programas de erradicación de enfermedades, ¿verdad? —preguntó Nina.

—Sí. La Fundación Frost hace todo lo que puede para intentar que el mundo sea un lugar mejor. Es un objetivo ambicioso, lo admito, pero estoy convencida de que podemos lograrlo.

—Espero que así sea —añadió Nina.

—Gracias —contestó Kari, que señaló hacia la puerta—. Si me sigue, la acompañaré para que conozca a mi padre.

Kari los condujo a una planta inferior, hasta un garaje enorme que había bajo la casa. Nina se quedó asombrada por lo que vio allí dentro; el aparcamiento estaba lleno de motocicletas y coches deportivos caros, desde modelos clásicos hasta las últimas novedades italianas.

—Es mi colección personal —dijo Kari—. A mi padre no le hace mucha gracia, pero adoro la libertad y la excitación que proporcionan la velocidad.

—Bonitos coches —dijo Chase mientras admiraba primero un Ferrari escarlata F430 Spider descapotable, y luego la moto que estaba aparcada al lado, una máquina de líneas estilizadas de color azul y plata.

—Suzuki GSX-R1000 —le dijo Kari, con un claro tono de orgullo, la primera muestra de verdadera emoción de la que hacía gala—. El modelo de serie más rápido del mundo. Una de mis favoritas. Tengo planeado correr con ella en alguna carrera dentro de poco… si mi agenda me lo permite. Pero eso depende de la doctora Wilde.

—¿A qué se refiere? —preguntó Nina. Kari le lanzó una mirada enigmática y los condujo hasta una limusina Mercedes.

Schenk se puso al volante y los llevó hasta los edificios de estilo futurista que había al este de la casa que Nina había visto desde el avión. A medida que se acercaban, vio el complejo, que estaba formado por dos secciones: las estructuras de dos pisos interconectadas a nivel de suelo cerca del fiordo, y otras secciones situadas encima, construidas en el propio acantilado.

—Es nuestro laboratorio biológico —le explicó Kari—. La sección subterránea alberga el área de contención, donde hay muestras que son peligrosas en potencia, de modo que todo el laboratorio puede sellarse en caso de emergencia. —Señaló la estructura de forma curva que sobresalía de la pared del acantilado—. Ahí arriba es donde se encuentra la oficina de mi padre.

—¿Su padre trabaja justo encima del área de contención? —preguntó Nina, con un deje de nerviosismo. La idea de entrar en un edificio atestado de virus y enfermedades contagiosas le ponía la piel de gallina.

—Fue idea suya, para demostrar la confianza que tenía en el diseño de las instalaciones. Además, le gusta vigilar de cerca nuestros progresos.

Descendieron por una rampa y entraron en el aparcamiento que había bajo el edificio principal. Salieron del coche y tomaron un ascensor que los dejó en el vestíbulo de la planta baja. Los tres guardas de seguridad uniformados que estaban sentados tras un mostrador en forma de herradura, de acero negro y mármol, saludaron con la cabeza a Kari, en un gesto de respeto. Tras el mostrador había unas puertas que conducían a un pasillo alto con el techo de cristal, a través del cual Nina pudo ver las oficinas de Frost. Un lugar donde reinaba el ajetreo.

—¿Cuánta gente trabaja ahí? —preguntó.

—Depende —respondió Kari—, pero, por lo general, hay unos cincuenta o sesenta investigadores, además del personal de seguridad.

Nina vio otro puesto de seguridad al final del pasillo, junto a las grandes puertas de cristal y acero.

—Tienen, esto… muchas medidas de seguridad, ¿no?

—La necesitamos —contestó Kari con total naturalidad—. Algunas de las muestras con las que trabajamos podrían utilizarse en atentados bioterroristas si cayeran en las manos equivocadas. Y, por desgracia, la Fundación Frost tiene enemigos. Algunos de los cuales ya ha conocido.

—Tranquila, doctora —intervino Chase—, me encargaré de que no le pase nada.

Al ver la señal de riesgo biológico Nina aminoró la marcha.

—¿Está… está convencida de que es seguro?

—Completamente —la tranquilizó Kari—. Estas puertas forman parte de una cámara estanca. Están fabricadas con cerámica de nitruro de aluminio: un aluminio transparente, equivalente a un blindaje de sesenta centímetros. Prácticamente irrompible. Para que algo entre o salga de la zona de contención, ya sea microbio o persona, requiere nuestro permiso.

—¡Me alegra oírlo!

Kari habló con los guardas y las puertas estancas se abrieron con un silbido. El grupo pasó y esperó a que las puertas interiores se abrieran. La zona de contención que había tras ellas tenía un diseño puramente funcional, de un modo casi descarnado.

Las paredes estaban cubiertas de azulejos blancos, el suelo era de goma antideslizante para que fuera más fácil limpiarlo. Unas luces fluorescentes iluminaban hasta el último rincón con un brillo uniforme, y Nina también vio el destello violáceo de las lámparas ultravioleta, que conferían un tono fantasmagórico al aire esterilizado.

Una vez dentro, Kari los condujo a un ascensor que los llevó hasta la oficina de Frost. Nada más entrar, Nina tuvo la sensación de que la habían transportado de nuevo a la casa ya que el diseño era muy parecido. Incluso podía verla por las ventanas, encaramada al peñasco.

Pero no era la vista, ni la arquitectura, ni las obras de arte lo que más le llamaban la atención. Era el hombre que los esperaba.

Kristian Frost era incluso más imponente y atractivo en persona que en las fotografías. Debía de medir más de un metro ochenta, aún mantenía un tono muscular impresionante a pesar de que tenía sesenta años, y el jersey de cuello alto azul marino que llevaba le confería un aspecto de pescador rudo más que de hombre de negocios multimillonario. Tenía el pelo y la barba canos, pero los ojos aún desprendían una energía juvenil y transmitían una mirada de honda inteligencia.

—Doctora Wilde —la saludó y le tomó la mano. Nina se quedó un poco desconcertada cuando, en lugar de estrechársela, inclinó la cabeza para besársela. De haberse tratado de otro hombre le habría parecido un gesto ridículo, pero al provenir de él le resultó de lo más apropiado—. Bienvenida a Ravnsfjord.

—Señor Frost… —contestó ella.

—¡Por favor! Llámeme Kristian. —No tenía un inglés tan depurado como el de su hija y la forma en que pronunciaba las erres revelaba sus orígenes escandinavos—. Me alegro mucho de conocerla. Y también me alegro mucho de poder conocerla. Fue un gran acierto contratar al señor Chase.

—Entonces, supongo que debería darle las gracias por haberme salvado la vida.

Frost sonrió de oreja a oreja.

—Encantado de haberla ayudado.

—Pero… ¿por qué iba a querer matarme alguien? ¿De qué va todo eso?

—Por favor, siéntese e intentaré explicárselo —dijo Frost, que la acompañó a un sofá. Nina y Kari tomaron asiento, cada una en un lado—. Me temo que sus teorías sobre la Atlántida la han convertido en objetivo de un hombre llamado Giovanni Qobras.

—¿Y quién es? —preguntó Nina.

—Un loco —respondió Kari.

—Ah. —«No solo un asesino, sino un asesino loco. Genial.»— Qobras y sus discípulos —dijo Frost—, que se hacen llamar la Hermandad, creen lo mismo que yo y que usted. Si algo tenemos en común es que creemos que la leyenda de la Atlántida es cierta. Yo he estado convencido de ello toda la vida, y he invertido una parte importante de mi fortuna para intentar demostrarlo. —Se acercó a la ventana. A lo lejos, el mar destellaba como si estuviera formado por diminutos diamantes—. Por desgracia, con escaso éxito. Como sabe, no existe demasiada información con la que podamos trabajar… y la que tenemos está sujeta a excesivas interpretaciones.

—Cuénteme —le pidió Nina—, ¿qué pretende ese tal Qobras?

Frost se volvió hacia ella.

—Usted y yo queremos encontrar la Atlántida para traer de vuelta al mundo esta antigua maravilla. Qobras, sin embargo… —se le ensombreció el rostro— quiere mantenerla oculta, para proteger el secreto en beneficio propio. Y está dispuesto a recurrir al asesinato para hacerlo. Quizá su nueva teoría sobre el emplazamiento de la Atlántida no haya convencido al comité de su universidad, pero, sin duda, lo convenció a él. Cree que ha hallado la pista correcta, al igual que yo, por cierto, y quiere impedir que lo demuestre.

—Un momento —lo interrumpió Nina—. ¿Cómo conoce mi teoría?

—La Fundación Frost tiene amigos en el ámbito académico de todo el mundo. Saben que cualquier nueva idea sobre el emplazamiento de la Atlántida me interesa, por lo que me mantienen informado. Y sus ideas… —Sonrió—. Voy a ir al grano. Estoy dispuesto a financiar una expedición de reconocimiento para poner a prueba su teoría.

Nina apenas pudo contener la emoción.

—¿De verdad?

—No le quepa la menor duda. Con una condición. —A Nina se le borró la sonrisa y Frost sonrió—. No es nada malo, se lo prometo. Pero el golfo de Cádiz es muy grande y, a pesar de que poseo muchos recursos, estos no son infinitos. Me gustaría que restringiera la búsqueda, que eligiera algún punto concreto.

—Pero ese es el problema —dijo Nina—. Disponemos de tan poca información que no sé cómo limitar la búsqueda.

—Quizá haya más información de la que usted cree. —Nina lo miró, intrigada—. Se lo explicaré más tarde. Pero por ahora… ¿está interesada?

—¿Que si estoy interesada? —exclamó—. ¡Por supuesto!

Frost se aproximó a ella y le tendió la mano derecha. Ella titubeó y, luego, se la estrechó.

—Fantástico —dijo él—. Doctora Wilde, juntos encontraremos la Atlántida.

El objeto brillante colgaba en el espacio, sin que le afectara la gravedad.

Nina lo miró, presa del asombro. Hasta entonces nunca había visto un holograma, ni tan siquiera se había imaginado que fueran posibles más allá de los reinos de la ciencia ficción o de las películas.

—¿Qué es? —preguntó al final, y apartó la mirada a regañadientes del holograma para dirigirse al resto de personas que había en la sala a oscuras.

—Es algo que podría ayudarla a limitar la búsqueda —respondió Frost—. O, como mínimo, es lo que afirma el hombre que quiere vendérmelo.

—¿Vendérselo? —Nina se volvió hacia el holograma. La proyección, que flotaba sobre un pedestal cilíndrico en el que las luces de colores titilaban más rápido de lo que podían percibir sus ojos, era, en teoría, de tamaño natural, medía poco menos de treinta centímetros de largo y unos cinco de ancho. Una barra de metal plana cuyo extremo inferior era redondo, mientras que el superior era recto, del que sobresalía una especie de nudo circular. Era de un color casi dorado, con un matiz rojo poco habitual…

Como su colgante.

Sin darse cuenta, se acarició el trozo de metal que le colgaba del cuello mientras se inclinaba hacia el holograma y daba la vuelta alrededor del pedestal para ver el otro lado. Para su decepción, no encontró nada, salvo una inversión extraña, que desafiaba toda perspectiva, de su cara, a través de la cual veía a Frost, Kari y Chase.

—La persona que pretende vendérnoslo solo nos ha dado una pequeña muestra —dijo Kari—. Afirma que en la parte delantera de ese artefacto hay una serie de marcas que podrían resultarnos útiles, pero no nos dejará verlas hasta que le paguemos.

—¿Cuánto pide? —preguntó Chase.

—Diez millones de dólares.

—Joder. Eso es mucho por una regla.

—Podría valer más que eso —dijo Nina. Aunque sabía que no había nada, no pudo evitar alargar un dedo para tocar la imagen. La punta de la uña atravesó el holograma, y parte de la imagen desapareció cuando su dedo obstruyó los rayos láser que la generaban—. Es oricalco, ¿verdad?

—Eso parece. —Frost le mostró una pequeña bandeja de cristal en la que había una pieza de metal del mismo color que la barra—. Aparte del holograma, también nos mandó una muestra. Dice que la cortó del artefacto, de un costado. —Nina vio una pequeña mella en un lado del holograma—. Lo he sometido a una prueba metalúrgica. Es una aleación de oro y bronce, pero con unos niveles de carbón y azufre muy altos, lo que explicaría su color.

—¿Positivo en vulcanismo?

—Sí.

—Eso encajaría con lo que Platón dijo sobre el oricalco en
Critias
\ —Nina se emocionó al darse cuenta de lo que eso implicaba.

—Un momento, ¿qué? —preguntó Chase—. Lo siento, pero cuando alguien dice vulcanismo, pienso en el señor Spock.

—Según Platón, el oricalco, un metal muy poco común, se extrajo de la Atlántida —le explicó Nina—. Pero en la tabla periódica no hay lugar para elementos desconocidos, lo que significa que tuvo que ser una aleación de otros metales. Sin embargo, las aleaciones no se extraen de las minas, sino que se hacen; a menos que estas se formaran por algún proceso natural. La actividad volcánica podría haber provocado que los depósitos de oro y cobre se fundieran y dieran lugar a una sustancia nueva, y si este proceso creó una cantidad lo suficientemente grande, entonces es posible que se extrajera de la roca.

—Los atlantes usaron el oricalco para cubrir los muros de su ciudadela —dijo Kari—. Lo consideraban algo casi tan valioso como el oro, debido a la gran proporción que contenía de este metal precioso, pero un objeto como este valdría mucho más que su peso. Si es verdadero, sería el primer artefacto atlante descubierto jamás, una prueba de que la Atlántida existió.

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