Philby enarcó una ceja.
—¿Se confundieron?
—Bueno, no es una explicación muy científica, pero expresa mi teoría. A pesar de que los nombres eran los mismos (pies, estadios, etcétera), las distintas civilizaciones usaban diversas unidades de medida. Cada vez que la historia pasaba de un lugar a otro, y las cifras se redondeaban, e incluso exageraban para demostrar lo increíble que fue esa civilización perdida, el error se hacía más grande. Mi teoría es que fuera cual fuese la unidad de medida empleada por los atlantes y que fue traducida como estadio, era mucho más pequeña que la unidad helénica.
—Todos sabemos que una cosa es la teoría, y otra la práctica —le soltó Rothschild.
—Hay un razonamiento lógico que respalda mi teoría —dijo Nina—. En
Critias
se ofrecen varias medidas de la Atlántida, pero las más importantes están relacionadas con la ciudadela de la isla, situada en el centro del sistema de canales circulares de la capital atlante.
—El emplazamiento de los templos de Poseidon y Clito —añadió Philby pensativamente, sin parar de frotarse el bigote.
—Exacto. Platón dijo que la isla tenía un diámetro de cinco estadios. Si usamos el sistema griego, significa que medía poco más de ochocientos metros de ancho. Ahora bien, si un estadio atlante es más pequeño, no puede serlo mucho más, ya que en
Critias
se dice que en la isla había muchas cosas. El templo de Poseidon era el más grande, medía un estadio de largo, pero había otros templos, así como palacios, baños públicos… ¡Tenía que ser una isla tan densa como Manhattan!
—Entonces, ¿qué tamaño como máximo, o mejor dicho, como mínimo, deduce que debía de tener el estadio atlante? —preguntó Hogarth.
—En mi opinión, como mínimo debía de ser el equivalente a dos tercios de la unidad griega —explicó Nina—. Unos ciento veinte metros. Eso significaría que la ciudadela medía algo más de quinientos metros de ancho, de modo que si reducimos también el tamaño del templo de Poseidón, queda suficiente espacio para todo lo demás.
Hogarth empezó a hacer números en un pedazo de papel.
—Según estas medidas, la isla debía de medir…, a ver…
Nina hizo el cálculo mentalmente.
—Trescientos ochenta y seis kilómetros de largo, y más de doscientos cincuenta de ancho.
Hogarth siguió garabateando durante unos segundos más y obtuvo el mismo resultado.
—Hum. Eso no significa que estuviera en el golfo de Cádiz… sino que era el golfo de Cádiz.
—Pero hay que tener en cuenta la probabilidad de que se cometieran otros errores —replicó Nina—. Está claro que las medidas que dio Platón, de tres mil por dos mil estadios, sobre la llanura central de la isla están redondeadas al alza. También cabe la posibilidad de que se aumentara la cifra solo para impresionar, y si no lo hizo Platón, bien pudieron ser los egipcios, que intentaban impresionar a Solón. Creo que debemos asumir un margen de error del quince por ciento, como mínimo, cuando no del veinte.
—¿Otra suposición, señora Wilde? —inquirió Rothschild, con un destello malévolo en los ojos.
—Aun con un margen del veinte por ciento, la isla mediría más de trescientos kilómetros de largo —añadió Hogarth.
—Debemos tener en cuenta la posibilidad de la confusión si las cifras se convirtieron de una base numérica distinta… —Nina so dio cuenta de que la situación se le empezaba a escapar de las manos—. No estoy diciendo que todas mis cifras sean correctas Por eso estoy aquí. Tengo una teoría que encaja con los datos de los que disponemos, y quiero… me gustaría —se corrigió— tener la oportunidad de ponerla a prueba.
—Una medición con sónar de todo el golfo de Cádiz sería una forma bastante cara de hacerlo —le espetó Rothschild con petulancia.
—¡Pero si tengo razón habré hecho el descubrimiento científico más importante desde Troya! —exclamó Nina.
—Y si se equivoca, el departamento habrá malgastado varios millones de dólares en un mito, un cuento de hadas.
—¡Tengo tan poca intención de malgastar los recursos del departamento como ustedes! Poseo una gran cantidad de documentación que sustenta mi teoría, todas las referencias históricas… He invertido dos años de mi vida en esta investigación. No habría acudido a ustedes si no estuviera del todo convencida de que tengo razón.
—¿Por qué haces esto, Nina? —le preguntó Philby.
El tuteo y el tono personal de la pregunta la cogieron desprevenida.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero —respondió Philby, con una mirada de triste compasión— a si te has propuesto este objetivo por ti… ¿o por tus padres?
Nina intentó hablar, pero se le hizo un nudo en la garganta.
—Conocía muy bien a Henry y Laura —prosiguió Philby— y podrían haber tenido una carrera extraordinaria, si no se hubieran obsesionado con una leyenda. Mira, he seguido tu carrera desde que ingresaste en la universidad y puedo decir que algunos de tus trabajos son de una calidad notable. Personalmente creo que tienes un potencial mayor, incluso, que el de tu padre. Pero… corres el peligro de tomar el mismo camino que él y tu madre.
—¡Jonathan! —exclamó Nina de forma casi involuntaria, con una mezcla de asombro, ira y dolor.
—Lo siento, pero no puedo permitir que arrojes por la borda todo lo que has logrado por culpa de esta… esta quimera. Un fracaso de esta envergadura causaría un enorme daño a tu reputación, tal vez irreparable.
—¡No me importa mi reputación! —objetó Nina.
—Pero a nosotros sí que nos importa la reputación de la universidad —le espetó Rothschild, que esbozó una leve sonrisa con sus finos labios.
—Maureen —la reprendió Philby, antes de volver a mirar a Nina—. Doctora Wilde… Nina. Tus padres murieron por esto. Si sigues su camino, podrías acabar como ellos. ¿Y por qué? Pregúntate con sinceridad: ¿vale la pena morir por una leyenda?
Nina se sintió como si alguien le hubiera dado una patada en el estómago, tal fue el horrible impacto que tuvieron en ella las palabras de Philby. No obstante logró mascullar:
—¿Significa esto que mi propuesta ha sido rechazada?
Los tres profesores intercambiaron miradas sin mediar palabra. Philby tardó un poco en hacer acopio de valor para mirar a Nina a los ojos.
—Me temo que sí.
—De acuerdo. —Se volvió, desconectó el ordenador del proyector y la pantalla se apagó. Miró de nuevo a los tres profesores—: Bueno, en tal caso, gracias por su tiempo.
—Nina —dijo Philby—. No lo tomes como algo personal, por favor. Tienes todo el potencial para disfrutar de una gran carrera.
—¿Si…?
—Si… no caes en la misma trampa que tus padres. La profesora Rothschild tiene razón, y lo sabes. La historia y la mitología son dos materias distintas. No malgastes tu tiempo, tu tálenlo, con la opción equivocada.
Nina lo miró fijamente antes de responder.
—Gracias por el consejo, profesor Philby —dijo con amargura, antes de volverse y salir de la sala dando un portazo.
Tuvo que pasar diez minutos encerrada en el lavabo de señoras antes de sentirse con fuerzas para volver a enfrentarse al mundo. La conmoción inicial había dado lugar a la ira. ¿Cómo se había atrevido Philby a mezclar a sus padres en todo aquello? ¡Se suponía que debía juzgar su propuesta según sus propios méritos, sin tener en cuenta sus sentimientos personales!
Desde la muerte de su madre y su padre, Philby había sido… no una especie de segundo padre, sin duda, ya que nadie podía sustituirlos, sino una presencia constante, un mentor a medida que ella ascendía en el escalafón académico.
Y ahora Philby la había rechazado. Se sentía traicionada.
—¡Hijo de puta! —masculló, y le dio un puñetazo a la pared del cubículo.
—¿Doctora Wilde? —preguntó una voz familiar en el compartimiento de al lado. Era la profesora Rothschild.
«¡Mierda!»— ¡Oh, no, no hablar bien inglés! —balbució, abrió la puerta rápidamente y salió del lavabo con el ordenador bajo el brazo. La ira dio lugar a una sensación de bochorno, y al cabo de poco llegó a la entrada principal del edificio. El perfil familiar de aquella zona de Manhattan la saludó al salir a la calle.
Bueno, ¿y ahora qué?
Se había negado a tan siquiera tener en cuenta la posibilidad de un fracaso, menos aún la de una derrota tan abrumadora, por lo que ahora no sabía qué hacer.
Irse a casa, seguramente era lo mejor. Hartarse de comida que la ayudara a consolarse, emborracharse y empezar a preocuparse por las consecuencias al día siguiente.
Bajó los escalones hasta la acera y empezó a buscar un taxi. Había unos cuantos parados en el semáforo de la siguiente manzana; con un poco de suerte habría alguno libre.
Al coger el monedero para comprobar si tenía suficiente dinero se dio cuenta de que la observaban.
Echó un vistazo a su alrededor. La persona, un hombre, la miró un segundo más de lo necesario antes de dirigir la vista hacia algo supuestamente fascinante que ocurría en el otro extremo de la calle. Estaba apoyado en la pared del edificio de la universidad, un tipo de espalda ancha, con el pelo muy corto y entradas, que llevaba tejanos y una chaqueta de cuero negro muy gastada. A juzgar por la pinta de su nariz chata, parecía que se la habían roto en más de una ocasión. A pesar de que no era mucho más alto que Nina, debía de rondar el metro ochenta, su complexión muscular dejaba entrever que era un hombre fuerte; y la expresión de peligro que se reflejaba en su rostro cuadrado sugería que no habría dudado en recurrir a ella.
Al vivir en Nueva York Nina estaba acostumbrada a las personas de aspecto amenazador, pero aquel tipo tenía algo que la ponía nerviosa. Miró hacia la calle, a los coches que se aproximaban, sin quitarle el ojo de encima al hombre.
En efecto, la estaba mirando de nuevo. A pesar de que era hora punta y que estaban en una calle muy transitada, Nina no pudo evitar sentir un atisbo de preocupación.
¡Un taxi! ¡Gracias a Dios!
Agitó el brazo con más vigor de lo necesario y, para su alivio, se detuvo junto a ella. Tras entrar e indicarle la dirección al chófer, echó un vistazo por la ventana trasera. El hombre, que debía de estar en la treintena, a pesar de que sus bastas facciones impedían afinar más, también la siguió con la mirada mientras el taxi se ponía en marcha… y lo perdió de vista cuando un autobús se interpuso entre ellos. Nina lanzó un suspiro de alivio.
Así pues, un acosador, humillación y un fracaso deprimente. Se arrellanó en el asiento.
—Qué día más asqueroso.
Cuando llegó a casa, a su pequeño pero acogedor apartamento del East Village, Nina decidió hacer caso de su instinto y recurrió a la comida para consolarse. Tenía un par de botellas de vino en la nevera, pero, tras meditarlo un instante, decidió guardarlas para más tarde.
Pertrechada con una bolsa enorme de patatas fritas y una tarrina de helado de Ben & Jerry's, se dirigió al salón y miró el contestador al pasar junto a él. No había mensajes, lo cual no la sorprendía.
Se soltó el pelo y se acurrucó en el sofá bajo una gran manta de punto. Lo único que le faltaba para darle el toque final a su imagen de perdedora solitaria y triste era un cedé de canciones ñoñas y deprimentes. Y tal vez tres o cuatro gatos.
Sonrió al pensar en todo eso, dobló las piernas contra el pecho y abrió la bolsa de patatas fritas. Acarició el colgante.
—Menuda suerte me has dado —se quejó mientras lo sostenía. A pesar de que aquel trozo de metal estaba muy desgastado, aún desprendía un extraño brillo rojizo cuando lo acercaba a la luz. Las marcas que tenía en un lado, una especie de apostrofes en grupos de uno a ocho bajo unas líneas cortas dispuestas a lo largo del colgante, resaltaban claramente. No era la primera vez que se preguntaba lo que representaban, pero, como siempre, no halló respuesta alguna.
Estuvo a punto de quitarse el colgante ya que creía que su suerte no podía empeorar, pero cambió de opinión y lo dejó caer sobre el pecho. De nada servía tentar a la suerte.
Se había metido en la boca la primera patata cuando sonó el teléfono. No esperaba ninguna llamada, ¿quién podía ser?
—¿Diga? —farfulló mientras masticaba.
—¿Es usted la doctora Nina Wilde? —preguntó una voz masculina.
Genial. Un vendedor.
—Sí, ¿qué? —Se metió unas cuantas patatas más en la boca, dispuesta a colgar.
—Me llamo Jason Starkman y trabajo para la Fundación Frost.
Nina dejó de masticar.
¿La Fundación Frost? Se dedicaba a hacer obras filantrópicas en todo el mundo, creaba medicinas y vacunas, financiaba todo tipo de investigaciones científicas…
Incluidas las expediciones arqueológicas.
Engulló las patatas a medio masticar.
—¡Ah, sí, hola!
—Lamento que la universidad haya rechazado su propuesta —dijo Starkman—. Demuestra que son muy cortos de miras.
Nina frunció el ceño.
—¿Cómo lo ha sabido?
—La Fundación tiene amigos en la universidad. Doctora Wilde, voy a ir al grano. Quizá sus colegas no estén interesados en su teoría sobre el emplazamiento de la Atlántida, pero nosotros sí que lo estamos. Kristian Frost, el director de la Fundación, me ha pedido en persona que me pusiera en contacto con usted para preguntarle si estaría dispuesta a hablar con él esta noche.
A Nina le dio un vuelco el corazón. ¿Kristian Frost? No recordaba la posición exacta que ocupaba en la lista de los hombres más ricos del mundo, pero estaba entre los veinte primeros, sin duda. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la calma.
—Esto… sí, por supuesto, me encantaría hablar con él, sí. ¿Con qué finalidad?
—Con la finalidad de financiar una expedición oceanográfica para comprobar si su teoría es correcta, por supuesto.
—Ah, bueno, en tal caso… ¡sí! ¡Por supuesto que tengo ganas de hablar con él!
—Fantástico. Entonces le mandaré un coche para que la traiga a las oficinas que la fundación tiene en Nueva York, donde se celebrará la reunión y la cena. ¿Le parece bien que pasemos a buscarla a las siete?
Echó un vistazo al reloj de su vídeo. Eran las cinco y media. Tenía una hora y media para prepararse. Tendría que darse prisa, pero…
—Sí, sí… ¡ningún problema!
—En tal caso, nos vemos entonces. Ah, le agradeceríamos que trajera sus notas. Estoy seguro de que el señor Frost querrá lucerle muchas preguntas.
—No hay problema, en absoluto —farfulló y Starkman colgó. Nina se quedó quieta un instante antes de darle una patada a la manta y soltar un grito de alegría.