Elminster. La Forja de un Mago (36 page)

El fantasmal rostro se aproximó más.

—¿Me dejarás descansar ahora, supremo mago poderoso? —El suplicante murmullo era casi un sollozo.

Ilhundyl asintió con la cabeza una vez.

—Por un tiempo —dijo luego, cortante—. ¡Ahora, vete!

La nebulosa forma del fantasma ondeó sobre el bloque de piedra, como sacudida por un vendaval.

—¿Quién era la joven maga y cuál es su destino? —sonó de nuevo la voz.

—Su destino es la muerte y, por lo tanto, no es nadie —repuso Ilhundyl y en el frío tono de su voz se advertía un claro ribete colérico—. ¡Vete!

La lich gimió y se hundió de nuevo en la piedra; lo último que se vio de ella antes de desaparecer por completo fue un par de manos extendidas, suplicantes.

Ilhundyl hizo caso omiso de ellas, levantó el pesado libro en sus manos, y sonrió fríamente mientras miraba, a través de la ventosa noche, hacia la tercera colina, en cuya cima sólo quedaban escombros del destrozado altar verdadero de Mystra. Si había aprendido bien algo en todos estos años de ejecución de conjuros y avance a cualquier precio, era que la Señora de la Magia valoraba por encima de todo el poderío mágico. Por ese motivo Ilhundyl llevaba con orgullo el mote de «Mago Loco» que los hombres susurraban a su espalda. Pronto, muy pronto, sería el más poderoso, el Magíster de todo Faerun; y entonces estarían demasiado ocupados en chillar para murmurar y maquinar contra él.

Se puso tenso, escudriñando la noche. Una llama azul se estaba levantando del montón de escombros en lo alto de la otra colina, parpadeando pero haciéndose más y más brillante... y alta.

A Ilhundyl se le quedó la boca seca de repente. Una mujer el doble de alta que él se erguía de pie en el aire, mirando en su dirección. Una dama alta, regia, de llama azul, en sus oscuros ojos una mirada penetrante cuando se encontraron con los suyos.

Un miedo repentino, abrumador, se adueñó de él. Ilhundyl farfulló, precipitadamente, una palabra, y dibujó un símbolo en el aire, y las luces parpadeantes se alzaron más brillantes a su alrededor y se lo llevaron lejos de allí.

Elmara gimió, tosió débilmente y abrió los ojos. El alba había vuelto de nuevo a Faerun y, al parecer, la había encontrado todavía en él. Estaba tumbada, la mitad del cuerpo en el agua y la mitad en la arena, rodeada por el incansable sonido del oleaje rompiendo. Los dedos de espuma del agua se deslizaron por la arena hacia arriba, a su lado. Elmara los vio fluir, sintiéndose débil y enferma, y después intentó incorporarse. La arena hizo un ruido de succión, y a continuación la joven se encontró a gatas, sobre manos y rodillas, aparentemente sana y salva, y sólo un poco mareada.

La playa estaba desierta. El soplo de la brisa, fresca y salada, la hizo estremecerse. No llevaba nada encima, salvo la Espada del León, colgada todavía de la tira de cuero a su cuello. Elmara suspiró y se puso de pie, tambaleándose. No se veían casas ni muelles ni cercas; sólo había árboles achaparrados, rocas y una maraña de hierbas, viejos tocones y arbustos allí donde la playa terminaba y las cosas vivas empezaban.

Adelantó un paso y entonces se quedó paralizada. En la arena, delante de ella, alguien había escrito una palabra: «Athalantar».

Elmara miró fijamente el nombre en la arena, y luego su cuerpo desnudo; se estremeció. Tosió, sacudió la cabeza, alzó la barbilla y echó a andar, alejándose del agua, en dirección al sol naciente.

En un lugar donde los conjuros protectores brillaban noche y día, en las entrañas del castillo de la Brujería, un hombre se sentó a leer.

—Garadic —llamó fríamente, y dio un sorbo a su bebida.

El escamoso secuaz se adelantó y salió de las sombras de mala gana; con mucha cautela, abrió el Libro de Hechizos de Ondil, sin moverlo del atril sobre el que reposaba, en el lado de la cámara opuesto al que se encontraba su amo. Unos conjuros protectores, siempre vigilantes, giraron y se concentraron alrededor del atril, pero no se produjeron rayos ni descargas mágicas mortíferas. La página mostrada estaba en blanco.

—Tráelo aquí —fue la siguiente orden concisa.

Cuando el atril estuvo delante de su sillón, alto y mullido, Ilhundyl soltó la copa de vino esmeralda e hizo un ademán con el que despachaba a la escamosa y renqueante criatura. Él mismo volvió la página siguiente.

Estaba tan en blanco como lo estaba la guarda que la precedía. Pasó la hoja. También lo estaba la siguiente... y la otra... y la otra... ¡Todas las páginas estaban en blanco! El semblante de Ilhundyl se quedó petrificado, las arrugas del ceño marcadas en torno a los ojos.

Pronunció una palabra que hizo que todas las luces del cuarto se apagaran. El suelo brilló fugazmente y se oyó un ruido chirriante cuando una baldosa se deslizó hacia atrás y dejó a la vista un agujero. Muy deprisa, como si hubiese estado esperando, un tentáculo, furtivo y tanteante, emergió de las ocultas profundidades. Tocó el libro con delicadeza, casi acariciándolo, y después lo envolvió; pero enseguida retrocedió, decepcionado, y volvió a sumergirse. Eso significaba que no había escritura oculta, ni accesos o conexiones con otros espacios y otros tomos. El libro estaba vacío.

Una repentina cólera se adueñó de Ilhundyl. Se levantó del asiento, consumido por la rabia, y cruzó portales que se abrían y cortinas que se descorrían a su paso. Su encolerizado caminar terminó tras recorrer medio castillo, delante de una gran esfera de reluciente cristal, colocada sobre un pedestal negro; era el único objeto en el pequeño cuarto iluminado con muchas lámparas.

Miró fijamente el núcleo de la esfera. Allí aparecieron retorcidas llamas parpadeantes, alimentadas por su ira. Ilhundyl contempló el cristal mientras las llamas del núcleo crecían lentamente, extendiendo sus titilantes garras hacia la superficie curvada.

—¡Le machacaré los huesos! —gritó el hechicero de manera inesperada—. ¡Si se ha ahogado, la resucitaré, y después le aplastaré los huesos como si aplastara huevos, y la haré suplicar clemencia! ¡Nadie se burla de Ilhundyl! ¡Nadie!

Con los dientes apretados, pronunció una palabra de invocación y al otro lado del castillo de la Brujería, donde se agazapaba entre sombras encubridoras su figura alada y verrugosa, Garadic se incorporó con presteza y aleteó hacia su amo por el camino más corto.

Ilhundyl clavó la mirada en el fondo del cristal, invocando el semblante joven, de nariz aguileña, que guardaba en la memoria. Las llamas se agitaron y ondearon, aclarándose, y el hechicero se concentró para lanzar una cuchilla segadora, producto de su voluntad, que cortara las piernas de la joven por la rodilla y la dejara arrastrándose y aullando de dolor hasta que Ilhundyl llegara junto a ella... y le diera un motivo por el que chillar y arrastrarse
de verdad
.

Pero, cuando las llamas del cristal se enfocaron, el semblante que le devolvía la mirada con sosiego no era el que Ilhundyl buscaba. Se quedó boquiabierto por la sorpresa.

El rostro arrugado y barbudo cambió su habitual expresión de ligera curiosidad para sonreírle afablemente, inclinó la cabeza en un gesto de saludo y dijo:

—Buen día, Ilhundyl. Veo que has conseguido un nuevo libro de hechizos.

Ilhundyl escupió al Magíster. La saliva siseó y soltó vapor al tocar el cristal.

—Las páginas están en blanco, ¡y tú lo sabes!

El Magíster volvió a sonreír, aunque fue una sonrisa un poco tirante.

—Sí, pero la joven maga que se lo ofreció a Mystra no lo sabía. Le dijiste que no mirara dentro, y te obedeció. Desgraciadamente semejante honradez y confianza no abundan en el mundo hoy en día, ¿verdad, Ilhundyl?

El Mago Loco del Calishar gruñó como una fiera y lanzó un conjuro al interior del cristal. El mundo dentro de la esfera centelleó y se sacudió, devolviendo brillantes reflejos a las mejillas de Ilhundyl, pero el Magíster se limitó a sonreír con un poco más de tirantez; y entonces el conjuro del Mago Loco se volvió contra él, irrumpiendo del cristal para chocar con él y después expandirse, atronador, por la cámara. Garadic aleteó rápidamente para ascender y evitar recibir de lleno el impacto de la onda ardiente, pero salió dando tumbos sin poder remediarlo, rebotando contra las paredes, a la par que lanzaba chillidos.

—La cólera, Ilhundyl, es la perdición de muchos hechicerillos necios y jóvenes —dijo el Magíster sosegadamente.

El grito de frustrada ira de Ilhundyl retumbó en la cámara; el hechicero se volvió, con una furia asesina en los ojos, y lanzó un chorro de fuego abrasador. Garadic ni siquiera tuvo tiempo de acabar su graznido.

Un juglar cantaba en la sala pobremente iluminada del Cuerno del Unicornio cuando la joven de nariz aguileña entró con cautela en ella. La posada a la vera de la calzada se encontraba en medio de un puñado de granjas ovejeras, bastante al oeste de Athalantar; para llegar aquí, la joven había tenido que caminar todo ese día sin nada que comer y sólo un poco de agua para beber.

El posadero oyó el ruido que hacían las tripas de la forastera cuando pasó a su lado y la recibió afablemente:

—¿Una mesa y un poco de guiso caliente, buena mujer? Con carne asada y vino a continuación, por supuesto...

La joven asintió con la cabeza; un atisbo de sonrisa curvó sus severos labios.

—Una mesa en un rincón tranquilo, por favor. Oscuro y privado.

—Tengo muchos rincones de esos, si haces el favor de seguirme...

La viajera sonrió sin reservas esta vez y se dejó guiar hacia una mesa. Sus oscuras ropas estaban gastadas y eran corrientes, pero por sus maneras se notaba que era una persona instruida y con clase, así que el posadero no le pidió el pago previo al servicio, pero se quedó pasmado cuando la delgada mujer se quitó las botas de una patada y soltó un suspiro de satisfacción; echó un regio de oro sobre la mesa.

—Ya me dirás cuándo necesita compañía esa moneda —musitó, y el posadero le aseguró, alegremente, que todo se haría según sus órdenes.

El vino —una cosecha rojo rubí de crianza enana que quemaba al pasar por la garganta— era bueno; el asado, excelente; y el canto, agradable. El suelo de baldosas estaba frío, así que Elmara volvió a calzarse las botas, se arrebujó en la capa y se recostó en la pared al tiempo que apagaba de un soplido la única vela encendida sobre la mesa.

Envuelta en la oscuridad, se relajó escuchando el canto del juglar sobre las hembras de dragones y valerosas paladines femeninas que rescataban a jovencitos que eran encadenados como sacrificios. Era agradable sentir calor y tener el estómago lleno otra vez, aun en el caso de que el mañana trajera muerte y peligro (con suerte, a algún otro, y no a ella) cuando llegara a la frontera de Athalantar.

Con todo, debía continuar. Mystra lo esperaba de ella.

La melódica voz del juglar entonó palabras que hicieron que Elmara dejara de pensar en la desilusión que le había causado a Mystra, y se echó hacia adelante para escuchar con suma atención. Era una balada que Elmara no había oído hasta ahora; un esperanzador canto de alabanza al valiente rey Uthgrael de Athalantar. Escuchando las cálidas palabras de respeto por el abuelo que nunca había conocido, El sintió que los ojos se le humedecían con repentinas lágrimas. Entonces la melodiosa voz cambió, enturbiándose y haciéndose más densa, hasta acabar en un graznido. Elmara escudriñó desde las sombras hacia la banqueta del juglar, junto a la chimenea, y se puso tensa.

El bardo se agarraba la garganta, los ojos dilatados por el miedo, mientras se sacudía como si sufriera convulsiones. Miraba a un hombre que se había levantado de su silla en una mesa cercana; una mesa de hombres altaneros, ricamente vestidos, que se reían de la fatalidad del juglar. La mesa a la que se sentaban estaba abarrotada de botellas, copas y pellejos, todos vacíos ya. Elmara vio varitas en sus cinturones, así como dagas. Hechiceros.

—¿Qué estás haciendo? —La cortante pregunta la hizo un gordo mercader que había en otra mesa.

El mago que estaba de pie, con una mano extendida que iba cerrando poco a poco, asfixiando al juglar, volvió la cabeza.

—No permitimos que se hable de ese hombre muerto en Athalantar —replicó con sorna.

—¡Pero no estáis en Athalantar! —protestó un hombre en otra mesa, mientras el bardo gorgoteaba y daba arcadas, desvalido.

El hechicero se encogió de hombros y lanzó una fría mirada alrededor de la sala.

—Somos señores de la magia de Athalantar, y todas estas tierras pronto formarán parte de nuestro reino —declaró de forma tajante.

Elmara vio al posadero salir de la cocina con una fuente que humeaba cargada sobre el hombro; se detuvo de golpe, conmocionado por las palabras del señor de la magia. El hechicero sonrió a toda la sala con una mueca meliflua.

—¿Hay alguien aquí lo bastante necio para intentar detenerme?

—Sí —repuso Elmara sosegadamente desde su rincón, al tiempo que rompía el conjuro de estrangulamiento. Sus manos ya se movían de nuevo mientras se apartaba hacia sombras más densas.

Los señores de la magia —aunque Elmara sospechaba que en realidad eran aprendices con muy poco poder que estaban aquí para escoltar una caravana o hacer algún otro trabajo de poca monta— escudriñaron las sombras intentando localizarla. Entonces su conjuro quedó terminado y la joven se adelantó unos pasos.

—Aquellos que poseen magia poderosa nunca deberían usarla para intimidar a los que no tienen ninguna —dijo, dirigiéndose al hechicero que estaba de pie—. ¿Estás de acuerdo con eso?

—Te equivocas —se burló el señor de la magia, que levantó las manos para ejecutar otro conjuro.

Elmara suspiró y señaló. El hechicero interrumpió los gestos y se llevó las manos a la garganta.

—Tu propio conjuro —informó Elmara con tono agradable al hechicero que se ahogaba—. Parece muy efectivo... Claro que, a lo mejor, estoy equivocada.

Sus palabras provocaron un estallido de rugidos de rabia en seis gargantas al tiempo que los autotitulados señores de la magia se levantaban violentamente de las sillas, cogían sus varitas y volcaban botellas y jarros en su precipitación. Elmara vio cristal caer y rodar, sonrió y pronunció la palabra que lanzó su conjuro en suspenso sobre ellos.

Las varitas se alzaron y manos furiosas trazaron gestos en el aire. Se escupieron palabras y se blandieron extraños artilugios cuando los seis magos de primera lanzaron magia maliciosa sobre su solitaria enemiga.

Y no ocurrió nada.

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