Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
—Si fueses Belaur ahora mismo —dijo Farl suavemente—, ¿qué otra cosa podrías hacer sino obedecer a los hechiceros?
—Puede que el rey esté atrapado y puede que no. Nunca se deja ver cara a cara para que nosotros, los súbditos a los que se supone tiene que servir, lo conozcamos, así que ¿cómo quieres que lo sepa?
—Una vez me contaste que a tus padres los mató un hechicero que montaba un dragón —dijo Farl.
—¿Te lo conté? —preguntó Elminster mientras le clavaba una mirada penetrante.
—Estabas borracho. Fue poco después de conocernos. Tenía que asegurarme de que podía confiar en ti, así que te emborraché. Esa noche, en el Corro de Espadas, no hacías más que repetir «proscrito» y «matar a los grandes magos». No salías de ese estribillo.
Elminster contemplaba fijamente la corona rota de un mausoleo cercano.
—Cada hombre tiene su obsesión —dijo. Volvió la cabeza—. ¿Cuál es la tuya?
—La excitación de la aventura —contestó Farl—. Si no corro peligro o estoy metido en alguna empresa difícil, secreta o importante, no me siento vivo.
Elminster asintió en silencio, recordando.
Había sido un día frío, borrascoso, en el que el agua sucia y fangosa llegaba a los tobillos en las calles de Hastarl. Recién llegado y deambulando sin rumbo con los ojos abiertos como platos, El entró en un callejón sin salida para encontrarse con que, al darse media vuelta para salir de allí, estaba frente a una hilera de hombres de mirada cruel y sonrisa feroz que le cerraban el paso. Un gigantón fornido y calvo, con desgastadas ropas de cuero, encabezaba el grupo; en una mano blandía un garrote forrado, y en la otra, un saco de lona lo bastante grande para meter la cabeza de Elminster, que era justo el propósito para el que estaba pensado. Avanzaron lentamente por el callejón hacia él.
Elminster retrocedió, manoseando la Espada del León y preguntándose si podría pelear contra tantos criminales empedernidos en un espacio tan reducido y tener alguna esperanza de salir victorioso.
Tomó posición en un rincón, con la espada aprestada, pero ellos no frenaron su avance regular, amenazador. El tipo calvo enarboló el garrote, con la clara intención de apartar la espada del muchacho de un golpe mientras los otros se echaban sobre él; pero, antes de que tuviera tiempo de hacerlo, sonó una voz tranquila en lo alto:
—Yo que tú no lo haría, Shildo. Ya es carne de Gavilán, marcada y lista para consumir. ¿No ves lo atontado que está? Y ya sabes lo que Gavilán hace con los pendencieros que se entremeten en sus cosas.
El calvo levantó su fea cara para mirar hacia arriba.
—¿Y quién le iba a contar que habíamos sido nosotros? —replicó.
El delgado joven que estaba en cuclillas sobre el alféizar, con una ballesta moviéndose suavemente y apuntando, amenazadora, a los matones, uno tras otro, sonrió y dijo:
—Eso es algo que ya se ha hecho, pelón. Hace dos segundos, Antaerl salió volando para informarle. Me dejó aquí para disuadiros porque recordó que tiene una vieja deuda sin saldar contigo, y por lo que ocurrió la última vez a una banda de ladrones que se equivocó de hombre. No fue muy agradable, ¿verdad, Shildo? ¿Has olvidado lo que Undarl dijo que te haría si volvías a cometer otro desafortunado error? Yo sí lo recuerdo.
Gruñendo como una alimaña, el hombre calvo giró sobre sus talones y se alejó, rompiendo la fila de matones e instándolos a seguirlo con un ademán brusco.
Cuando el callejón estuvo vacío, Elminster alzó la vista.
—Gracias por el rescate —dijo—. Te debo la vida, señor...
—Me llamo Farl, y no soy ningún «señor», aunque me siento orgulloso de ello, no te equivoques.
Farl le explicó que «carne» era el mote dado a los patanes, esclavos y otros desgraciados que los señores de la magia utilizaban para experimentos que los mataban, desfiguraban, transformaban o los dejaban como zombis. Elminster, que evidentemente estaba desorientado y deambulaba al tuntún, tenía justo el aspecto de víctima de un asalto o de zombi en esclavitud.
—Lo convencí de que eras eso —dijo Farl en tono de advertencia.
—Gracias, supongo —contestó El—. ¿Y qué hay de especial en ello?
—Di a entender que eras propiedad del más poderoso señor de la magia. Shildo sirve a un rival cuyo poder no es lo bastante grande todavía para desafíos abiertos. Tiene órdenes
muy
estrictas de no provocar un enfrentamiento ahora mismo. —Rebulló en el alféizar nevado y añadió—: ¿Por qué no guardas el arma? Podríamos ir a un sitio más caliente que conozco, donde nos cobrarán más de la cuenta por un poco de sopa de tortuga y tostadas quemadas... si pagas tú.
—Con gusto —asintió Elminster—, si me dices dónde puedo encontrar una cama en esta ciudad y me aconsejas sobre lo que no he de hacer.
—Lo haré —contestó el risueño joven mientras saltaba ágilmente al suelo—. Tú necesitas aprender y a mí me gusta hablar. Mejor aún; tú pareces necesitar un amigo y en estos momentos yo ando un poco corto de ellos también... ¿Vale?
—Tú dirás hacia dónde —respondió Elminster.
Aquel día había aprendido mucho, y también de entonces a acá, pero nunca supo de dónde venía Farl. El alegre ladrón parecía ser parte de Hastarl, como si hubiera estado siempre allí y la ciudad reflejara sus estados de ánimo y sus maneras. Los dos se habían tomado aprecio, y juntos habían robado más de su peso en oro y joyas durante una lenta primavera y un caluroso y aun más largo verano.
Rezongando por esta húmeda ciudad de los señores de la magia que lo rodeaba, Elminster se encontró de nuevo en el tejado inclinado del mausoleo, en el calor menguante de un largo y ocioso día estival. Se volvió para mirar a su amigo a la cara.
—No es la primera vez que dices que sabes que vengo de Heldon.
—Es por tu forma de hablar —asintió Farl—, de las tierras altas, sin la menor duda, y del este. Lo que es más: el invierno en que Undarl se unió a los grandes magos, por la ciudad corrió el rumor de que había conseguido que aceptaran su integración impresionando a los demás montando un dragón que lo obedecía. A petición de lord Gavilán, fue al pueblo de Heldon para matar a un hombre y a su mujer, y, para demostrarles de qué era capaz, arrasó el lugar hasta la última piedra y los quemó a todos, incluso a los perros que huían corriendo a campo traviesa.
—Undarl —repitió Elminster suavemente.
Farl reparó en que su amigo tenía las manos temblorosas y crispadas, con los nudillos blancos.
—Si hace que te sientas mejor, El, sé cómo te sientes.
Los ojos que Elminster volvió hacia él ardían como el fuego de hierro al rojo vivo, pero su voz sonó con terrible suavidad cuando preguntó:
—¿Ah, sí? ¿Cómo?
—Los hechiceros mataron a mi madre —respondió Farl con sosiego.
Elminster lo miró, casi apagado el fuego de sus ojos.
—¿Y qué ocurrió con tu padre?
—Oh, está estupendamente. —Farl se encogió de hombros.
La expresión de Elminster era una pregunta silenciosa, y Farl sonrió con cierta tristeza.
—De hecho, probablemente esté ahí arriba, en esa torre, en este momento. Y, si Tyche nos mira con enojo, dispondrá de un conjuro que le permitirá oírnos si pronuncio su nombre.
—¿Podría alcanzarnos con un hechizo desde allí arriba? —inquirió Elminster al tiempo que levantaba la vista hacia la torre.
—¿Quién sabe lo que los hechiceros son capaces de hacer? Pero lo dudo, o ciertos hombres estarían desplomándose de bruces por todo Hastarl. Además, los señores de la magia que conozco no podrían resistirse a la tentación de escarnecer a sus enemigos antes de descargar sobre ellos el golpe mortal, cara a cara.
—Pues, pronuncia su nombre —dijo Elminster pausadamente—, y quizá baje aquí, donde lo tendría a mi alcance.
—Después de mí —replicó Farl suavemente—. Después de que le hubiera arrancado la lengua y le rompiera todos los dedos para que jamás volviera a ejecutar un conjuro... Entonces puede que te dejara divertirte un poco con él. No iba a morir de una forma rápida, ni mucho menos.
—¿Quién es él?
Una sonrisa carente de alegría curvó una comisura de la boca de Farl.
—Lord Gavilán, supremo señor de la magia, mago real de Athalantar, para ti. —Volvió la cabeza para observar un fugaz remolino que pasaba de una columna a otra—. Soy hijo ilegítimo. Gavilán hizo matar a mi madre, una dama de la corte amada por muchos según dicen, cuando se enteró de mi nacimiento.
—¿Cómo es que sigues vivo, fuera de la torre?
Farl contemplaba el pasado, sin ver las tumbas que tenía delante.
—Sus hombres asesinaron a un bebé, pero al equivocado, algún otro pobre mocoso. Me sustrajo una mujer que se había hecho amiga de mi madre..., una dama de la vida nocturna.
—¿Y aun así me proponías robar a esas mismas mujeres de la noche? —se extrañó Elminster.
—Una de ellas estranguló a mi madre adoptiva por unas cuantas monedas. Nunca descubrí quién fue, pero casi estoy seguro de que se trata de una de las chicas que estaban en la Moza Besucona —su voz burlona adoptó el tono pedante de un sabio relatando un episodio de terrible importancia— la noche en que los hijos de dos señores de la magia revelaron su historia de amor ante todo Hastarl.
—Oh, dioses —musitó Elminster—, y yo que me compadecía de mí mismo... Farl, yo...
—Cierra el pico y guárdate la lacrimosa ñoñería que estabas a punto de vomitar —lo interrumpió Farl con serenidad—. Cuando la flojedad causada por mi avanzada chochez requiera tu compasión, Eladar Matamagos, no dejaré de ponerlo en tu conocimiento.
Su tono grandilocuente hizo soltar una carcajada a Elminster.
—Entonces, ¿qué va a pasar ahora? —preguntó.
Farl esbozó una sonrisa y, con un único y ágil movimiento, rodó sobre sí mismo y se puso de pie.
—El tiempo de tregua ha terminado y hay que volver a la guerra. Así que no dejarás que me aproveche de las damas de la noche ni de gente inocente, ¿eh? Bueno, tampoco es una imposición severa. No debe de haber más de dos o tres de los últimos en Hastarl... Hemos castigado demasiado a los hechiceros y a las grandes y poderosas familias. Si nos posamos demasiado a menudo en la misma rama, serán trampas lo que nos estará esperando, no montones de monedas, listas para que las cojamos. Esto sólo nos deja dos posibilidades: los templos...
—Ni hablar —se opuso Elminster con firmeza—. Nada de entrometerse en asuntos de los dioses. No quiero pasar el resto de una corta y desdichada existencia soportando la cólera de la mayoría de Aquellos Que lo Oyen Todo... por no mencionar a sus clérigos.
—Me lo esperaba —dijo Farl con una sonrisa—. Pues, entonces, sólo resta un campo que no hemos tocado: mercaderes ricos. —Levantó una mano para contener la inminente protesta de Elminster sobre saquear a esforzados tenderos trabajadores y se apresuró a añadir:
»Me refiero a los que prestan dinero, invierten en trastiendas y detrás de puertas seguras, actuando en grupos, secretamente, para mantener los precios altos y arreglar accidentes para los competidores... ¿Te has fijado alguna vez qué pocas compañías poseen las barcazas que atracan aquí en la actualidad? ¿Y qué me dices de los almacenes? ¿Eh? Tenemos que descubrir cómo operan estos tipos, porque, si queremos retirarnos alguna vez de este trabajo de aligerar los bolsillos de gente poco importante... y nadie conserva ágiles los dedos para siempre, ¿sabes?..., tendremos que unirnos a la clase que se sienta ociosamente y deja que su dinero trabaje para ellos.
Elminster tenía el entrecejo fruncido en un gesto pensativo.
—Un mundo secreto, enmascarado por lo que la mayoría ve en las calles.
—Igual que nuestro mundo, el reino de los ladrones, está oculto —añadió Farl.
—Exacto —dijo El, entusiasmado—. Entonces, ése es nuestro campo de batalla. Y ahora ¿qué? ¿por dónde empezamos?
—Esta noche, sobornando generosamente a un hombre que me debe un viejo favor, planeo asistir a una cena a la que nunca se me ha permitido acudir. Es uno de los que sirven el vino, pero seré yo quien lo haga en su lugar, y escucharé lo que no debería oír. Si estoy en lo cierto, me enteraré de planes y acuerdos para grandes e importantes negocios dentro y fuera de la ciudad durante el resto de la estación. —Frunció el entrecejo—. Hay un problema, y es que tú no puedes venir. No hay forma de que puedas acercarte lo bastante para alcanzar a escuchar algo sin que te cojan. Estos tipos tienen guardias por todas partes. Y tampoco tengo una disculpa para hacerte entrar en ese lugar.
—Bueno, iré a algún otro sitio —aceptó Elminster—. Una noche de ocio, ¿o tienes alguna otra sugerencia?
—Sí —asintió Farl lentamente con la cabeza—, pero será muy peligroso. Hay cierto edificio al que le tengo echado el ojo desde hace cuatro veranos. Es la casa de tres mercaderes derrochadores que comercian en el intercambio de mercancías y prestan dinero pero que jamás parecen levantar un dedo para hacer un verdadero trabajo. Probablemente son parte de esta cadena de inversores. ¿Podrías rondar por la casa sin ser visto? Necesitamos saber dónde están las puertas, los accesos, las habitaciones principales y cosas por el estilo. Y si consigues oír algo interesante mientras cenan...
—Vale, llévame hasta ese sitio, pero no esperes grandes cosas cuando nos encontremos por la mañana. Creo que sólo es en los cuentos de los trovadores donde la gente se sienta y habla de cosas que ya sabe sólo para que se enteren los que escuchan a escondidas.
—De acuerdo —repuso Farl—. Tú, cuélate, fíjate dónde están las cosas e intenta descubrir si va a pasar algo importante. Y vuelve a salir de allí, tan sigilosamente como te sea posible. No quiero héroes muertos en esta sociedad; es demasiado difícil encontrar socios de confianza.
—Prefieres a los cobardes vivos, ¿no? —preguntó Elminster mientras se bajaban ágilmente del tejado del mausoleo y echaban a andar a través de los cascotes y la maraña de plantas hacia la gruesa rama de árbol por la que se habían colado al cementerio. Farl lo paró.
—En serio, El... Jamás había encontrado una intrepidez y una integridad igual en nadie. Y, además, encontrarlas en alguien que también tiene aguante y destreza. Sólo tienes una pega...
—¿Cuál? —Elminster había enrojecido de rabia.
—Que no eres una bonita chica.
Elminster replicó con un ruido grosero, y los dos se echaron a reír mientras trepaban al árbol por el que saldrían.
—Sólo hay algo que me preocupa —añadió Farl—. Hastarl se hace más rica bajo el mando de los hechiceros, y está atrayendo a más y más ladrones. Bandas. A medida que vayan creciendo, tú y yo tendremos que unirnos o fundar una propia si queremos sobrevivir. Además, necesitaremos más manos que estas cuatro si es que vamos a ocuparnos de estos inversores de trastienda.