Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
Permanecieron así un largo rato, y El supo que estaba contemplando a Myrjala. Tragó saliva, y las lágrimas corrieron por sus mejillas y se mezclaron con las de ella.
—Te..., te lo prometo. Creí que estabas muerta...
Estabas
muerta, ¡hecha cenizas! ¿Cómo es eso posible?
El fuego se encendió y rugió en las profundidades de aquellos ojos negros prendidos fijamente en los suyos. El fantasma de lo que podría haber sido una sonrisa asomó fugaz a sus labios.
—Para Mystra, todo es posible —repuso suavemente.
Elminster la miró de hito en hito, y luego, por fin, comprendió quién era realmente su maestra.
Profundamente asustado, intentó apartarse. Un atisbo de tristeza asomó a aquellos ojos oscuros, pero su mirada se hizo más penetrante y, al igual que los brazos en torno al cuello del mago, lo mantuvieron inmóvil. La diosa Mystra lo retenía cautivo con sus ojos de oscuro misterio.
—Hace mucho tiempo dijiste que podrías aprender a amarme —musitó. De repente, en sus ojos brillaba un desafío. Con el semblante demudado y falto de palabras, Elminster hizo un gesto de asentimiento.
»Entonces, muéstrame lo que has aprendido —dijo suavemente la dama que tenía en sus brazos, y un fuego blanco y frío surgió en torno a los dos y los envolvió.
Elminster sintió que ropas y todo ardía mientras se elevaban en el aire en medio de las abrasadoras llamas, ascendiendo hacia el cielo matinal por encima del erosionado plinto de piedra. Entonces sus labios se encontraron y fue como si un fuego incandescente empezara a consumirlo cuando un poder mayor de lo que jamás había imaginado penetró, arrollador, hasta lo más hondo de su ser...
El carro de mano chirriaba con bastante fuerza como para despertar a los muertos, como siempre. Bethgarl bostezó y lo empujó por la cuesta empinada y llena de baches que precedía al largo descenso que llevaba a Hastarl... Por otro lado, ya estaba más que acostumbrado.
—¡Despierta, Hastarl! —rezongó mientras estiraba los brazos con gesto pomposo y volvía a bostezar—. Bethgarl Nreams, famoso comerciante en quesos, está aquí, el carro cargado hasta arriba con quesos curados, frescos, de bola...
Algo se movió y llamó su atención hacia la izquierda, junto al viejo santuario. Bethgarl miró en aquella dirección, luego hacia arriba... y un tercer bostezo se le cortó de raíz al quedarse boquiabierto por la sorpresa.
Estaba viendo —no, mirando de hito en hito— elevarse una bola de fuego blanco azulado ardiendo con tanta brillantez que casi no podía aguantarlo... Pero aun así, con los ojos escociéndole, había mirado ¡y había visto dos personas flotando, medio ocultas, en su centro! Eran un hombre y una mujer, y estaban... Bethgarl forzó la vista, luego se frotó los ojos llorosos, volvió a mirar fijamente y a continuación soltó las lanzas del carro y regresó a todo correr por donde había venido, aullando de miedo.
¡Dioses, tenía que dejar de comer esos caracoles! Ammuthe tenía razón, como siempre... Oh, dioses, ¿por qué no le habría hecho caso?
Saciados, flotaban uno en brazos del otro, escondidos de la brillantez del sol alto a la sombra de un viejo y anchuroso árbol. El fuego blanco había desaparecido, y Mystra sólo parecía una lánguida y hermosa humana. Descansaba la cabeza en el hombro de él.
—Ahora tienes que seguir solo tu camino, Elminster, pues cuanto más tiempo paso en Toril en forma humana, más poder pierdo y me reduzco a menos. Tres veces he muerto como Myrjala, protegiéndote: aquí, en el castillo de Ilhundyl, y en el salón del trono de Athalgard. Con cada muerte he disminuido.
Elminster se miró en sus negros ojos, fijamente. Cuando abrió la boca para hablar, ella le tapó los labios con sus dedos.
—Sin embargo, no tienes que estar solo —prosiguió—, pues necesito de paladines en los Reinos, hombres y mujeres que me sirvan lealmente y conserven una parte del poder del Arte que es mío. Me gustaría mucho que fueras uno de mis Elegidos.
—Estoy a tu disposición, señora —logró decir Elminster—. Ordena y yo obedeceré.
—No. —Los ojos de Mystra tenían una expresión grave—. Esto es algo que tienes que aceptar de manera voluntaria, y, antes de hablar con tanta precipitación, tienes que saber que el servicio que te estoy pidiendo puede prolongarse un millar de años. Es un arduo camino... Una larga, larga agonía. Verás Athalantar, con todas sus gentes y sus torres orgullosas, desaparecer y convertirse en polvo y pasar al olvido.
Aquellos oscuros ojos retenían los suyos, y Elminster se sintió flotar en sus profundidades y tuvo miedo.
—El mundo cambiará a tu alrededor —prosiguió la diosa, manteniendo prendidos sus ojos en los de él—, y te ordenaré hacer cosas que te resultarán duras y que te parecerán crueles o absurdas. No serás bien recibido en muchos sitios, y la bienvenida en otros te será dada por el servilismo nacido del miedo.
Se apartó un poco de él, y lo hizo girar al mismo tiempo que ella hasta quedar derechos en el aire, frente a frente.
—Además, no pensaré mal de ti si rehúsas. Ya has hecho mucho más de lo que la mayoría de los mortales llegan a hacer. —Sus ojos relucieron—. Lo que es más: luchaste a mi lado, confiaste siempre en mí y nunca me traicionaste ni buscaste aprovecharte de mí para tus propios fines. Es un recuerdo que siempre atesoraré.
Elminster empezó a sollozar quedamente. A través de las lágrimas, logró manifestar con voz enronquecida:
—Señora, te lo ruego... ¡déjame servirte! Me ofreces dos cosas que son verdaderamente valiosas: tu amor y un propósito en mi vida. ¿Qué más puede pedir un hombre? Me sentiré honrado de servirte. ¡Por favor, hazme uno de tus Elegidos!
Mystra sonrió y el mundo pareció iluminarse.
—Gracias —dijo con sencillez—. ¿Te gustaría empezar ahora o prefieres disponer primero de un tiempo para seguir tu propio camino y ser tú mismo?
—No —respondió Elminster firmemente—. No quiero tener tiempo para que la duda anide en mi interior. Que sea ahora.
Mystra hizo una leve inclinación de cabeza; el júbilo era patente en sus ojos.
—Esto dolerá —advirtió en tono grave mientras su cuerpo se deslizaba para encontrarse con el de él una vez más.
En el instante en que sus labios se unían, unos rayos saltaron de los ojos de la diosa a los suyos, y de pronto el fuego blanco reapareció, rugiendo, ensordecedor, en torno a los dos, y lo abrasó hasta los huesos. Elminster intentó gritar de dolor, pero descubrió que no podía respirar, y a continuación sintió que algo tiraba de él y lo desgarraba y lo esparcía en medio del incandescente fuego, y que ya nada importaba...
—¡Menudo cuentista estás hecho! —A medida que caminaba, el malhumor de Ammuthe iba empeorando. Sacudió la cabeza, y su magnífica melena brilló al sol al agitarse—. Siempre con tus historias. ¡Bien está que mi marido sueñe también cuando está despierto y no sólo cuando ronca! Les doy las gracias a los dioses por ello y lo sobrellevo en silencio y con resignada paciencia. Pero esta vez... ¡Mira que abandonar el carro lleno de quesos para que los coja cualquiera! ¡Esto ya es demasiado, haragán! Sentirás algo más que el filo hiriente de mi lengua si uno solo de esos quesos se...
Ammuthe enmudeció en mitad de su diatriba, con la mirada prendida en el altar sepulcral del cerro. Temblando con renovado miedo, Bethgarl se permitió, no obstante, gozar de un breve instante de satisfacción cuando Ammuthe chilló, dio media vuelta y echó a correr. Chocó de bruces contra su pecho, y el topetazo lo hizo tambalearse, pero sostuvo a su mujer firmemente.
—Déjate de eso ahora —dijo en voz baja al tiempo que echaba una ojeada cautelosa a la humeante y giratoria esfera de fuego blanco suspendida sobre el altar de Mystra—. Recogeríamos todos los quesos, dijiste... No volvería a comer en nuestra mesa hasta que hubieras visto el dinero obtenido con su venta, dijiste... Bien, pues, dentro de poco, querida esposa, voy a pasar hambre, lo sé, y...
—¡Por todos los dioses, Bethgarl! ¡Cierra el pico y corre!
Ammuthe tiró para soltarse de su marido. Bethgarl suspiró y aflojó los brazos, y la mujer salió corriendo como un conejo asustado y bajó el cerro a grandes saltos, dejando una estela de polvo tras de sí. Bethgarl la siguió con la mirada mientras se alejaba, contuvo el casi incontrolable deseo de reír, y se volvió hacia su carro. Uno de los quesos había caído sobre la hierba. Lo recogió y le limpió el polvo con gesto pensativo; lo puso de nuevo entre los otros, agarró las lanzas y empujó el carro en dirección a Hastarl, haciendo caso omiso de los gritos de su esposa que lo llamaba a voces, a lo lejos.
Cuando pasó ante el altar, alzó la vista hacia la bola de fuego e hizo un guiño. Luego tragó saliva. Un sudor frío le corrió por la espalda, y Bethgarl luchó por dominar el creciente miedo. Con todo cuidado, empujó el carro cuesta abajo, sin apresurarse. Habría jurado que, mientras miraba las llamas, un par de negros y sabios ojos se habían encontrado con los suyos, ¡y le había devuelto el guiño!
Bethgarl llegó al pie del cerro y miró atrás. El fuego seguía brillando y titilando. Empujó su carro hacia Hastarl y se puso a silbar; cuando llegó ante las puertas de la ciudad, frunció el entrecejo, extrañado, al ver la algarabía. Parecía que había un montón de gente por las calles hoy, y todo el mundo estaba muy excitado...
No hay finales aparte de la muerte, sólo descansos para recobrar el aliento y empezar de nuevo. Siempre empezar de nuevo... Por eso el mundo está cada vez más abarrotado, ¿entiendes? De modo que recuerda esto: no hay finales, sólo principios. Ahí tienes. Así de sencillo. Y también elegante, ¿verdad?
Tharghin «Tres Botas» Ammatar
Disertaciones de un insigne sabio
Año del Yelmo Perdido
Elminster volvió flotando desde alguna parte muy, muy lejos, y se encontró tumbado sobre una fría losa de piedra, desnudo. De sus miembros salía vapor, y, al tiempo que las últimas volutas subían y se alejaban flotando, el joven levantó la cabeza y se miró. Su cuerpo estaba intacto, sin marca alguna. Una sombra se proyectó sobre él y Elminster volvió la cabeza. Mystra estaba arrodillada a su lado, desnuda y magnífica. Él le cogió una mano y se la besó.
—Gracias —dijo torpemente—. Espero servirte bien.
—Muchos han dicho eso mismo —contestó Mystra con cierta tristeza—. Algunos hasta eran sinceros. —Sonrió y le acarició el brazo.
»Has de saber, Elminster, que creo en ti mucho más que en la mayoría. Sentí romperse el encantamiento de la Espada del León a causa del fuego de un dragón aquel día, cuando Undarl destruyó Heldon, y miré para saber qué ocurría, y vi a un muchachito jurar vengarse de todos los hechiceros crueles y de la magia que manejaban. Un muchacho muy inteligente, de naturaleza afable y espíritu fuerte que podría hacerse mayor y llegar a ser poderoso. Así pues lo vigilé mientras crecía, y me gustaron las elecciones que hizo, y en lo que se estaba convirtiendo... hasta que vino a mi templo a enfrentarse conmigo, como sabía que acabaría por hacer. Y allí tuvo el valor y la sabiduría necesarios para debatir conmigo sobre la ética del uso de la magia... Y supe que Elminster podría llegar a ser el mayor mago conocido en este mundo si lo guiaba y conseguía que se hiciera fuerte. Y, El, hombre encantador, me has deleitado y me has sorprendido y me has complacido más allá de todas mis expectativas.
Se miraron a los ojos fijamente, y Elminster comprendió que jamás olvidaría aquella mirada profunda y sosegada de viveza, amor y sabiduría infinitos.
Mystra sonrió levemente y se inclinó para besarle la nariz; su cabello acarició el rostro y el pecho del joven, que aspiró de nuevo, fugazmente, el extraño e intenso aroma de la diosa y se estremeció con renovado deseo, pero Mystra levantó la cabeza y miró hacia el sureste, a la brisa que soplaba cada vez más fuerte.
—Necesito que vayas a Cormanthor y aprendas los rudimentos de la magia —dijo con voz queda.
—¿Los rudimentos de la magia? Y, entonces, ¿a qué me he estado dedicando hasta ahora?
Mystra bajó la vista hacia él y esbozó una fugaz sonrisa.
—Aun sabiendo lo que soy, todavía te atreves a hablarme así... Y por eso te quiero, El.
—Lo
que
eres, no, señora —osó contradecirla con un susurro—, sino
quién
eres.
El semblante de Mystra se iluminó con una sonrisa.
—Tienes poder, sí —prosiguió—, pero te falta disciplina y experimentar verdadera emoción por los poderes que manejas. Cabalga hacia el sureste desde aquí, a la ciudad elfa de Cormanthor... Dentro de un tiempo se te necesitará allí. Hazte aprendiz de cualquier archimago de la ciudad que quiera admitirte.
—Sí, señora. —Elminster se sentó, impaciente—. ¿Será difícil encontrar la ciudad?
—Con mi guía, no —repuso Mystra, sonriente—. Pero no tengas tanta prisa en partir. Quédate conmigo esta noche y hablemos. Tengo muchas cosas que contarte. Además, hasta los dioses nos sentimos solos a veces...
—¡Permaneceré despierto mientras pueda! —asintió Elminster.
—No volverás a tener necesidad de dormir —dijo Mystra con ternura, casi tristemente, e hizo un gesto complicado.
Un instante después, una botella polvorienta aparecía entre los dos. Ella limpió el cuello con una mano, quitó el corcho con los dientes como cualquier moza de taberna, dio un sorbo, y se la pasó.
—Leteo azul —dijo, mientras Elminster notaba el frío néctar bajarle por la garganta—. Procedente de ciertas tumbas de Netheril.
Elminster arqueó las cejas.
—Vamos, cuenta —instó bruscamente. Luego lo envolvió una cálida sensación de bienestar cuando sonó el alegre repicar de su risa.
Sería un sonido que atesoraría y evocaría a menudo en los largos años que siguieron...
Y así fue como Elminster fue guiado hasta Cormanthor, las Torres del Canto, donde Eltargrim era soberano. Allí vivió durante más de doce veranos, estudiando con muchos magos poderosos, aprendiendo a sentir la magia, y a dirigirla y someterla a su voluntad. Sus verdaderos poderes se los reveló a muy pocos, pero quedó registrado en las crónicas que, cuando se conjuró el Mythal y Cormanthor se convirtió en Myth Drannor, Elminster era uno de los que concibió e hiló esa poderosa magia. Así empezó la larga historia de los hechos de Elminster el «Eterno Caminante».
Antarn el Sabio
Historia de los grandes archimagos de Faerun,
publicada alrededor del Año del Báculo