En su presentación a este libro, Michel Houellebecq, el autor de las más vitriólicas novelas sobre la sociedad contemporánea, afirma: «Las ‘‘reflexiones teóricas” me parecen un material narrativo tan bueno como cualquier otro, y mejor que muchos. Lo mismo que las discusiones, las entrevistas, los debates… Y es más evidente todavía con la crítica literaria, artística o musical. En el fondo, todo debería poder transformarse en un libro único, que uno escribiría hasta poco antes de su muerte; esa manera de vivir me parece razonable, feliz, y quizás hasta posible de llevar más o menos a la práctica.»
Y en este fragmento de su «libro único», Houellebecq pasea su feroz mirada. Ataca al «repugnante realismo poético» de Prévert; realiza un apasionado elogio del cine mudo, «un arte cuyo objeto era el estudio del movimiento»; considera la poesía no sólo como otro lenguaje, sino como «otra mirada»; en el sexo no se busca el placer, afirma, sino la gratificación narcisista.
¿Y en cuanto a su propia obra?: la unidad estriba en la intuición de que el universo se basa en la separación, el sufrimiento y el mal…, y fantasea con adaptar su primera novela con un guión similar al de
Taxi Driver
y dice desear entrar en un universo
Mary Poppins
.
Houellebecq nos habla también de la muerte de Dios como preludio de un increíble folletín metafísico; de la poesía paradójica que nace en medio de los hipermercados y de los edificios de oficinas; del arte contemporáneo como mondadura, deprimente pero a la vez el mejor comentario sobre el estado de las cosas; de una visita al salón del vídeo
hot
. Y a propósito de la clonación, ¿para qué sirven los hombres? En resumen, el mundo como supermercado y como burla.
Michel Houellebecq
El mundo como supermercado
ePUB v1.0
Lukas_Trips16.05.12
Título original:
Interventions
Michel Houellebecq, 1998.
Traducción: Encarna Castejón
Ilustraciones: Julio Vivas
Diseño/retoque portada: Messina/Métis
Editor original: Lukas_Trips (v1.0 a v1.x)
Corrección de erratas: Lukas_Trips
ePub base v2.0
Puesto que el hombre y la novela son isomorfos, lo normal sería que ésta pudiera contener todo lo que tiene que ver con aquél. Por ejemplo, nos equivocamos al imaginar que los seres humanos llevan una vida pura y simplemente material. De manera, digamos, paralela a su vida, no dejan de hacerse preguntas que habría que calificar —a falta de mejor término— de
filosóficas
. He observado esta característica en todas las clases sociales, de las más humildes a las más altas. Ni el dolor físico, ni la enfermedad, ni el hambre son capaces de acallar completamente esa interrogación existencial. Es un fenómeno que siempre me ha inquietado, más aún por lo mal que lo conocemos; contrasta vivamente con el realismo cínico que está de moda desde hace algunos siglos a la hora de hablar de la humanidad.
Por lo tanto, las «reflexiones teóricas» me parecen un material narrativo tan bueno como cualquier otro, y mejor que muchos. Lo mismo que las discusiones, las entrevistas, los debates… Y es más evidente todavía con la crítica literaria, artística o musical. En el fondo, todo debería poder transformarse en un libro único, que uno escribiría hasta poco antes de su muerte; esa manera de vivir me parece razonable, feliz, y quizás hasta posible de llevar más o menos a la práctica. En realidad, lo único que me parece muy difícil de integrar en una novela es la poesía. No digo que sea imposible, digo que me parece muy difícil. Por un lado está la poesía, por otro la vida; entre ambas hay semejanzas, sin más.
Lo más evidente que tienen en común los textos reunidos aquí es que me pidieron que los escribiera; al menos, me pidieron que escribiera algo. Fueron publicados en diversos periódicos o revistas, y se convirtieron en imposibles de encontrar. Conforme a lo que acabo de decir, podría haber pensado en reciclarlos en una obra más amplia. Lo he intentado, pero rara vez lo he conseguido; sin embargo, todavía me importan. Ésta es, en resumen, la razón de su publicación.
Artículo aparecido en el número 22 (julio de 1992) de
Letres françaises.
Jacques Prévert es uno de esos hombres cuyos poemas aprendemos en el colegio. Resulta que amaba las flores, los pájaros, los barrios del viejo París, etc. Pensaba que el amor alcanzaba su plenitud en un ambiente de libertad; en general, estaba
más bien a favor
de la libertad. Llevaba gorra y fumaba Gauloises; a veces la gente lo confunde con Jean Gabin; por otra parte, fue él quien escribió los guiones de
El muelle de las brumas
,
Las puertas de la noche
, etc. También escribió el guión de
Los niños del paraíso
, considerado su obra maestra. Todas éstas son buenas razones para aborrecer a Jacques Prévert; sobre todo si uno lee los guiones que Antonin Artaud escribió en la misma época y que nunca se rodaron. Es lamentable comprobar que ese repugnante
realismo poético
, cuyo principal artífice fue Prévert, sigue causando estragos, y que la gente se lo atribuye a Leos Carax como si fuera un halago (del mismo modo que Rohmer sería sin duda un nuevo Guitry, etc.). De hecho, el cine francés nunca se ha recuperado de la llegada del sonoro; acabará enterrado por su culpa, y bien está.
En la posguerra, más o menos en la misma época que Jean-Paul Sartre, Jacques Prévert tuvo un éxito enorme; a uno le impresiona, a su pesar, el optimismo de esa generación. En la actualidad, el pensador más influyente sería más bien Cioran. En aquella época escuchaban a Vian, a Brassens… Enamorados que se besuquean en los bancos públicos,
boom
de natalidad, construcción masiva de viviendas de protección oficial para alojar a toda aquella gente. Mucho optimismo, mucha fe en el porvenir y un poco de imbecilidad. Es evidente que nos hemos vuelto mucho más inteligentes.
Prévert tuvo menos suerte con los intelectuales. Sin embargo, sus poemas rebosan de esos estúpidos juegos de palabras que gustan tanto en Bobby Lapointe; pero es cierto que la canción es, como suele decirse, un
género menor
, y que hasta los intelectuales tienen que distraerse. Cuando abordan los textos escritos, su auténtico medio de sustento, se vuelven implacables. Y el «trabajo del texto», en Prévert, siempre es embrionario; escribe con nitidez y verdadera naturalidad, a veces incluso con emoción; no le interesan ni la escritura ni la imposibilidad de escribir; su gran fuente de inspiración es, ante todo, la vida. Así que, con pocas excepciones, se ha salvado de las tesis de tercer ciclo. No obstante, ahora ha entrado en la Pléiade, lo cual constituye una segunda muerte. Ahí está su obra, completa y fijada. Es una magnífica ocasión para preguntarse por qué la poesía de Prévert es tan mediocre, hasta el punto de que uno siente a veces, al leerla, una especie de vergüenza. La explicación clásica (porque su escritura «carece de rigor») es completamente falsa; en realidad, a través de sus juegos de palabras, de su ritmo leve y nítido, Prévert expresa a la perfección su concepción del mundo. La forma es coherente con el fondo, que es lo máximo que se puede exigir de una forma. Por otra parte, cuando un poeta se sumerge hasta ese punto en la vida, en la vida real de su época, juzgarle según criterios meramente estilísticos sería un insulto. Si Prévert escribe, es porque tiene algo que decir; eso le honra. Desgraciadamente, lo que tiene que decir es de una estupidez sin límites; a veces da náuseas. Hay chicas bonitas y desnudas, hay burgueses que sangran como cerdos cuando los degüellan. Los niños son de una inmoralidad simpática, los gamberros son seductores y viriles, las chicas bonitas y desnudas entregan su cuerpo a los gamberros; los burgueses son viejos, obesos, impotentes, están condecorados con la Legión de Honor, y sus mujeres son frígidas; los curas son orugas viejas y asquerosas que inventaron el pecado para impedir que vivamos. Ya sabemos todo esto; podemos preferir a Baudelaire. O incluso a Karl Marx, que por lo menos no se equivocó de diana al escribir que «el triunfo de la burguesía ha ahogado los estremecimientos sagrados del éxtasis religioso, del entusiasmo caballeresco y del sentimentalismo barato bajo las aguas heladas del cálculo egoísta».
[1]
La inteligencia no ayuda en absoluto a escribir buenos poemas; sin embargo, puede impedir que uno escriba poemas malos. Jacques Prévert es un mal poeta, más que nada porque su visión del mundo es anodina, superficial y falsa. Ya era falsa en su época; ahora deslumbra por su nulidad, hasta el punto de que toda su obra parece derivarse de un tópico gigantesco. A nivel filosófico y político Jacques Prévert es, sobre todo, un libertario; es decir, fundamentalmente, un imbécil.
Ahora chapoteamos desde nuestra más tierna infancia en las «aguas heladas del cálculo egoísta». Podemos acostumbrarnos a ellas, intentar sobrevivir en ellas; podemos también dejarnos llevar por la corriente. Pero resulta imposible imaginar que la liberación de las tuerzas del deseo sea capaz, por sí misma, de provocar un recalentamiento. Una anécdota cuenta que fue Robespierre quien insistió en añadir la palabra «fraternidad» a la divisa de Francia; ahora estamos en condiciones de apreciarla plenamente. Desde luego, Prévert se consideraba partidario de la fraternidad; pero Robespierre no era, ni mucho menos, adversario de la virtud.
Artículo aparecido en el número 27 (diciembre de 1992) de
Letres françaises.
Una familia de la burguesía culta a orillas del lago Léman. Música clásica, secuencias breves con mucho diálogo, planos de recurso sobre el lago: todo esto puede provocar una penosa impresión de
déjà vu
. El hecho de que la hija se dedique a pintar acentúa nuestra inquietud. Pero no, no se trata del clon número veinticinco de Eric Rohmer. Por extraño que parezca, es mucho más.
Cuando una película yuxtapone constantemente lo exasperante y lo mágico, es raro que lo mágico acabe dominando; sin embargo, eso es lo que ocurre aquí. A los actores, bastante mediocres, les cuesta mucho interpretar un texto visiblemente demasiado elaborado, que a veces roza lo ridículo. Puede que los acusen de no encontrar el tono; pero no es sólo culpa suya. ¿Cuál es el tono adecuado para una frase como «nos acompaña el buen tiempo»? Sólo la madre, Louise Marleau, es perfecta de principio a fin, y su maravilloso monólogo amoroso (el monólogo amoroso, en el cine, es algo sorprendente) nos gana por completo. Uno puede perdonar ciertos diálogos dudosos, ciertas puntuaciones musicales un poco excesivas; por otro lado, todo esto pasaría inadvertido en una película corriente.
A partir de un tema de trágica sencillez (es primavera y hace buen tiempo; una mujer de unos cincuenta años aspira a vivir una última pasión carnal; pero si bien la naturaleza es bella, también es cruel), Jean-Claude Guiguet ha corrido el máximo riesgo: el de la perfección formal. Tan lejos del efecto videoclip como del realismo sucio, no menos alejada de la arbitrariedad experimental; lo único que busca esta película es la belleza pura. La planificación de las secuencias, clásica, depurada, de una dulce audacia, encuentra una correspondencia exacta en la simetría de los encuadres. Todo ello preciso, sobrio, estructurado como las facetas de un diamante: una obra rara. Como es raro ver una película donde la luz se adapta a la tonalidad emocional de las escenas con tanta inteligencia. La iluminación y el decorado son de una exactitud impresionante, tienen un tacto infinito; permanecen en segundo plano, como un acompañamiento orquestal discreto y denso. Sólo en las tomas de exteriores, en esas praderas soleadas que bordean el lago, irrumpe la luz, desempeña un papel central; y esto también casa a la perfección con el propósito de la película. Luminosidad carnal y terrible de los rostros. Máscara tornasolada de la naturaleza, que disimula, lo sabemos, un hormigueo sórdido; máscara, sin embargo, imposible de arrancar; dicho sea de paso, nunca se ha captado con tanta profundidad el espíritu de Thomas Mann. No podemos esperar nada bueno del sol; pero tal vez los seres humanos, en cierta medida, puedan llegar a amarse. No recuerdo haber oído nunca a una madre decirle a su hija «te quiero» de una manera tan convincente; nunca, en ninguna película.