Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
No tardó más que unos pocos segundos en enterrarse bajo la paja. Se colocó de manera que quedaba oculto a la vista y resguardado del frío por una gruesa capa de heno. Se relajó, y recurrió a su voluntad para sumirse en el lugar flotante de susurros..., para sumergirse en el blanco resplandor, y dormir...
La paja le arañó las manos al salir de ella. Los ojos de Elminster se abrieron de par en par. Se estaba
levantando
a través de la paja... ¡flotando! Se golpeó la cabeza contra una viga del techo, con fuerza.
—Te pido disculpas, príncipe —sonó una fría voz familiar—. Me temo que te he despertado.
Elminster sintió que le daban la vuelta en el aire para quedar suspendido en el vacío de cara al hechicero, que estaba en el corredor entre las cuadras, sonriendo amenazadoramente. El resplandor azulado de la magia palpitaba, radiante, alrededor de las manos del hombre y envolvía un colgante que llevaba al cuello.
La rabia se apoderó de Elminster cuando intentó agarrar la Espada del León pero se encontró con que no podía mover los brazos. Estaba a merced de este señor de la magia. Probó a hablar y comprobó que podía hacerlo.
—¿Quién eres? —preguntó lentamente.
El hechicero esbozó una ostentosa reverencia y dijo de manera agradable:
—Caladar Thearyn, a tu servicio.
Elminster sintió que tiraban de él hacia adelante, en el aire, y al mismo tiempo vio una horca de puntas largas levantarse de donde estaba apoyada contra el costado de la cuadra y girarse de forma que una de las afiladas puntas se puso en línea con su ojo izquierdo. Lenta, indolentemente, se aproximó flotando.
Elminster apartó la vista de ella y miró al hechicero mientras contenía a duras penas las ganas de tragar saliva.
—No luchas con mucha limpieza, mago —dijo con frialdad.
El hechicero se echó a reír.
—¿Qué edad tienes, príncipe? ¿Dieciséis inviernos? ¿Y todavía crees que este mundo es un sitio justo e imparcial? Bien, pues eres un necio —se mofó—. Te consideras un guerrero y luchas con objetos de metal afilados... Bien, pues, yo soy mago y lucho con conjuros. ¿Qué tiene de injusto eso?
El fulgor azulado de la magia empezó a palpitar con más fuerza en torno a las manos del gran mago y la horca se aproximó más. Elminster tenía la garganta insoportablemente reseca ahora; tragó saliva a su pesar. El hechicero rió de buena gana.
—Ya no nos sentimos tan valientes, ¿verdad? Dime, príncipe de Athalantar, ¿cuánto estarías dispuesto a hacer por mí a cambio de dejarte vivir?
—¿Vivir? ¿Por qué no me matas de una vez, hechicero? Sé que deseas hacerlo —replicó Elminster con una aparente bravuconería que estaba lejos de sentir.
—«Otros grandes magos tienen sus propios planes» —citó el hechicero sus propias palabras con sorna. Rió fríamente—. Como príncipe de Athalantar eres muy valioso. Si le ocurre algo a Belaur o si se vuelve
necesario
que le ocurra, sería muy conveniente que tuviera mi propio principillo mascota escondido a buen recaudo para utilizarlo en el consecuente... conflicto. —La horca flotó un poco más cerca—. Desde luego, la ceguera no significará una traba para ti cuando te transforme en tortuga o, quizás, en una babosa. No, mejor aún: en un gusano. Así podrás alimentarte de los cuerpos putrefactos de tus amigos, los proscritos, cuando los matemos. Claro que, si no podemos coger a ninguno, pasarás hambre...
La voz zahiriente del mago dio paso a una risa que helaba los huesos. Elminster se sintió repentinamente empapado de sudor a medida que un frío terror se abría paso en sus entrañas. Allí, suspendido en el aire, temblando e indefenso, cerró los ojos.
Al instante, sintió que los párpados se le abrían a la fuerza y los ojos giraban en las cuencas hasta que se encontró mirando fijamente al hechicero, sin poder evitarlo. También descubrió que ya no podía hablar ni emitir sonido alguno, salvo el ruido silbante de su respiración.
—Nada de chillidos ahora —dijo el hechicero con suavidad—. No queremos despertar a la buena gente de la posada, ¿verdad? Pero deseo verte la cara cuando la horca se hinque.
Elminster no podía hacer otra cosa que contemplar con horror el pincho de la herramienta que se acercaba más y más...
Detrás del hechicero, una puerta lateral se abrió silenciosamente y un hombre fornido, que lucía un bigote enroscado, se deslizó en el establo, con una pesada hacha enarbolada, y la descargó con fuerza. Se oyó un sordo ruido, y la cabeza del mago colgó hacia un lado al ser cercenada. Saltó una rociada de sangre... y Elminster y la horca cayeron violentamente al suelo.
El joven se incorporó al instante, con la Espada del León en la mano...
—¡Atrás, mi príncipe! —bramó el hombre al tiempo que levantaba una mano enorme para detenerlo—. ¡Puede que tuviera conjuros vinculados a su muerte!
El hombre dio un paso atrás y vigiló estrechamente el cuerpo con la ensangrentada hacha presta sobre el hombro. Elminster tampoco le quitó ojo de encima y vio que el débil fulgor azul se desvanecía, salvo en el colgante del mago. Después, lentamente, salió de la cuadra.
—Ese colgante es mágico —dijo con voz queda—, pero no veo nada más. Te doy las gracias.
—Ha sido un honor, si eres quien dijo el mago que eras —contestó el hombre a la par que se inclinaba.
—Lo soy. Soy Elminster, hijo de Elthryn, que está muerto. Helm Espada de Piedra dijo que podía confiar en ti... si eres el tal Broarn.
El hombre volvió a inclinarse.
—Lo soy. Bienvenido a mi posada, aunque he de advertirte, joven señor, que seis soldados duermen bajo mi techo esta noche y al menos un mercader que informa de cuanto ve a los malditos hechiceros.
—Este establo es casi un palacio —repuso Elminster con una sonrisa—. Vengo huyendo de hechiceros y soldados desde las colinas del Cuerno y empezaba a preguntarme si habría algún lugar en el mundo donde pudiera verme libre de ellos.
—No hay ningún lugar donde esconderse de una magia poderosa —declaró Broarn juiciosamente—. Ésa es la razón de que estas tierras estén en manos de los humanos y no de la Buena Gente.
—Creía que la magia de los elfos superaba a la de los humanos —comentó Elminster con curiosidad.
—Si los magos elfos la ejercieran a la vez, sí. Pero a los elfos no les gusta la guerra y emplean la mayor parte de su tiempo peleando entre sí. La mayoría de ellos también son... podríamos decir perezosos; se preocupan más por divertirse que de hacer cosas. —El posadero volvió a la parte trasera por la puerta que había entrado y regresó con una manta que echó sobre la pared medianera de la cuadra.
»Los hechiceros humanos saben menos —prosiguió Broarn, entrando de nuevo en el espacio de detrás de la puerta y reapareciendo con una fuente cubierta y una jarra, vieja y abollada, tan grande como la cabeza de Elminster—, pero siempre están intentando encontrar viejos conjuros o crear otros nuevos. Los magos elfos se limitan a sonreír, dicen que ya saben todo cuanto necesitan saber, o si son arrogantes dicen que saben todo cuanto hay que saber, y no hacen nada.
Elminster vio una banqueta cerca y se sentó en ella.
—Cuéntame más cosas, por favor —pidió—. Lo que ese hechicero dijo acerca de mi candidez es la pura verdad. Me gustaría conocer mejor cómo funcionan las cosas en esta parte del mundo.
Broarn sonrió y le entregó la fuente y la gran jarra. Su sonrisa se ensanchó cuando Elminster levantó la tapa de la fuente, vio la gallina fría, y se lanzó sobre ella, ansioso.
—Oh, pero tú eres lo bastante inteligente, joven señor, para aprender, cuando otros no lo harían. Aquí, de Athalantar, hay poco que contar: los señores de la magia tienen a este país cogido por el cuello y no tienen la menor intención de soltarlo. Sin embargo, a pesar de los aires que se dan, no podrían desempeñarse ni como aprendices de magos en algunos sitios de las tierras del sur.
Elminster alzó la vista, con la boca llena pero las cejas arqueadas en un gesto de incredulidad. El posadero bajó y subió la cabeza.
—Sí, las tierras de allí abajo han sido siempre ricas y han estado abarrotadas, plagadas de gente. El reino más grande es Calimshan, el sitio de donde proceden esos mercaderes de tez morena, que llevan las cabezas envueltas y que vienen aquí abrigados con montones de pieles en primavera y otoño.
—Nunca los he visto —dijo Elminster quedamente.
El posadero se rascó el bigote.
—Has estado escondido, muchacho. En fin, para no hacer larga la historia, hay una extensa zona donde no existe la ley ni el orden al norte de Calimshan, toda bosques y ríos, en la que los nobles siempre van de caza o, mejor dicho, iban. Un archimago, que es un hechicero mucho más poderoso que estos señores de la magia —Broarn hizo una pausa para escupir al brujo que yacía muerto a sus pies— se instaló allí y ahora la gobierna casi en su totalidad. Antes se la conocía como el Calishar, aunque no sé si le habrá puesto otro nombre, dado que parece inclinado a cambiar todo lo demás. Lo llaman el Mago Loco, porque es un lunático que para satisfacer sus caprichos no repara en nada ni le importa lo que tiene que destruir para lograrlo. Su nombre es Ilhundyl. Desde que se apoderó del territorio, toda la gente que no quería acabar convertida en ranas o halcones se ha trasladado, la mayoría hacia el norte.
—Parece como si no hubiera un solo lugar en el mundo que esté a salvo y libre de los magos —suspiró Elminster.
—Sí, es lo que parece, mi señor —dijo Broarn con una sonrisa—. Si tienes que esconderte de los señores de la magia, ve hacia la corriente del Unicornio, en lo profundo del bosque Elevado. Tienen miedo de que la Buena Gente se levante contra ellos desde allí y no están equivocados. Los elfos temen perder más tierras bajo las hachas de Athalantar y lucharán por cada árbol. Si necesitas esconderte sólo de los soldados, el bosque del Wyrm que tenemos justo detrás será suficiente, porque tienen miedo a los dragones. Los magos saben que no hay razón para ello, pues mataron al último dragón que había por los alrededores y se apoderaron de su tesoro oculto hace unos veinte inviernos, pero no quieren que nosotros, la gente corriente, lo sepamos.
—¿Y si lo que se quiere es plantar cara y luchar? —preguntó Elminster sonriente—. ¿Cómo se puede derrotar a un hechicero?
—Habría que aprender, o pagar, una magia más poderosa —respondió Broarn mientras extendía las grandes y velludas manos.
—¿Y quién se fiaría de alguien con una magia más poderosa que la de los señores de la magia? —Elminster sacudió la cabeza—. ¿Qué le impediría usurpar el trono después de haber acabado con los hechiceros de ahora?
El posadero asintió con la cabeza en un gesto de aprobación a las palabras del príncipe.
—Un punto digno de ser tenido en cuenta, sí. Bueno, la otra forma es mucho más lenta y menos segura.
Elminster se inclinó hacia adelante en la banqueta e hizo un ademán de invitación.
—Adelante, di cuál es.
—Actuar desde dentro, del mismo modo que una rata roe la comida en la despensa.
—¿Y cómo se convierte un hombre en una rata?
—Robando. Sé un ladrón en las callejas y tabernas de los bajos fondos y en los mercados de Hastarl, cerca de la espalda de los hechiceros. Espera, observa y aprende. Los guerreros tienen que plantar cara y blandir espadas... hasta que los ve un mago del tres al cuarto y los mata con una varita. Y los proscritos tienen que hacer incursiones con demasiada frecuencia para conseguir víveres. Probablemente has visto más que suficiente las tierras agrestes de tu reino para satisfacer tu curiosidad. Es hora de aprender cómo es la ciudad, de ser un ladrón. Es una buena preparación para alguien que tendrá que gobernar algún día. —Esbozó una sonrisa con su chiste—. Además, la vida de un guerrero no es ni más ni menos segura que la de un ladrón; cualquiera puede ser derrotado si lo pescan solo, como has aprendido hoy, y si esperas el tiempo suficiente...
Elminster esbozó una sonrisa lobuna, se levantó y agarró al hechicero muerto por las piernas.
—¿Tienes una pala? —preguntó.
Broarn respondió con una mueca igual.
—Sí, y un estupendo montón de estiércol calentito en el que cavar con ella, mi príncipe.
Se agarraron por los antebrazos y se dieron un firme apretón, como de guerrero a guerrero.
—Al menos come un poco más antes de ponerte en marcha —gruñó Broarn llevando una bandeja a la cuadra del final del establo.
Elminster la cogió; el vaho y un olor delicioso se alzaban de un cuenco que había en la bandeja.
—No, debería estar ya... —empezó, y entonces su estómago soltó un gruñido tan fuerte que el posadero y él se echaron a reír.
—No olvides llevarte ese colgante cuando te vayas, para esconderlo en algún otro sitio —advirtió Broarn seriamente—. No quiero tener magos siguiéndole el rastro hasta aquí, desenterrándolo de sea cual fuere el escondrijo que se te ocurriera elegir y después someterme a un «amable» interrogatorio utilizando sus conjuros.
—Se vendrá conmigo —prometió Elminster—. Ahora está bajo una piedra, en la calzada, donde cualquier asaltante de caminos podría haberlo dejado.
—Bien pensado —dijo Broarn—, así yo... —Se interrumpió bruscamente y levantó una mano para que Elminster guardara silencio.
A continuación el posadero agachó la cabeza junto a la trampilla de la parte trasera del establo y escuchó con atención. De inmediato, metió la mano por la puerta lateral y la sacó aferrando el mango de la vieja hacha, levantada y presta para atacar.
Elminster sacó la Espada del León rota y se agachó al fondo de la cuadra, sosteniendo una gran brazada de paja para ocultarse, si bien el vaho de la comida caliente se elevaba, delator, de la bandeja.
La trampilla, bien engrasada, se abrió sin hacer el menor ruido. Broarn aguantó inmóvil y su rostro se ensanchó con una sonrisa cuando una voz familiar dijo:
—¿Todavía despierto, cariñito? ¿Es que estabas esperándome?
—Pasa de una vez, Helm, o se irá el poco calor que queda ya en el establo —rezongó el posadero mientras retrocedía un paso.
—Traigo amigos —anunció el caballero al tiempo que entraba en la estancia. Tenía un aspecto más desaseado que nunca. Miró a Elminster con gesto ceñudo cuando el joven se irguió en la cuadra, espada en mano y el pelo lleno de paja—. ¿Has llegado sólo hasta aquí? Pensé que ya estarías a una buena distancia al otro lado del río a estas alturas.
El príncipe sacudió la cabeza y su sonrisa se borró.