Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
El gran mago musitó el encantamiento que conectaría los dos hechizos y sintió el poder crecer en su interior. Extendió las manos, exultante, y notó, sin necesidad de mirar, las expresiones de temor reverente plasmadas en los semblantes de sus guardias personales y la rapidez con que se retiraban.
Casi sonrió cuando empezó a invocar a los rayos. Dos gestos intrincados, un ostentoso ademán, y la articulación de una única palabra. Ahora, empezar con los alfileres, luego frotar la varilla de cristal con el puñado de pelambre y, por último, el encantamiento máximo... Su mano descendió en un barrido.
La saeta dirigida a su corazón lo alcanzó en el hombro, entumeciéndole el brazo y haciéndolo girar sobre sí. La esfera se hizo añicos en un estallido de rayos que ahogaron el grito de dolor y sobresalto del mago, que cayó al suelo, agarrándose el hombro, en el momento en que una segunda saeta pasaba rozándolo con un zumbido. Un soldado se arrojó de cabeza a la nieve pisoteada para eludir el proyectil, mientras sus compañeros desenvainaban las espadas y corrían en la dirección de donde venían las saetas.
Fríamente, Elminster los vio venir, con la última ballesta levantada. Allí, de una tienda, como sospechaba, salió otro hombre vestido con túnica; no era mucho mayor que él, pero sostenía una varita mágica en la mano y miró en derredor buscando la causa del alboroto. Con todo cuidado, Elminster disparó la última saeta y ésta se hundió en la garganta del hombre de la túnica. Luego, tiró la ballesta, desabrochó del cinturón la correa del abultado estuche de saetas, lo dejó caer al suelo, y desenvainó su espada.
Los soldados se abalanzaron, furiosos, sobre él, y Elminster cargó con la espada en una mano y una daga en la otra. El primer hombre intentó desviar su arma y atravesarlo de parte a parte, pero el joven trabó las espadas, empujó hasta estar cara a cara con el guerrero, con el chirrido del acero resonando en sus oídos, y le clavó la daga en un ojo.
El príncipe apartó de un empujón el cuerpo convulso y corrió al encuentro del siguiente hombre al grito de:
—¡Por Athalantar!
Este soldado dio un paso a la izquierda al tiempo que gritaba a un compañero que se desviara a la derecha y se acercara. Elminster arrojó una daga a la cara del segundo hombre. Helm tenía razón; como guerreros, algunos de estos hombres no eran gran cosa. Éste levantó las manos enfundadas en guanteletes para protegerse el rostro, y la estocada baja de Elminster lo hizo doblarse, gruñendo de dolor, con la hoja hundida en el vientre. Mientras el príncipe sacaba el arma de un tirón, el siguiente soldado se aproximó con cautela. Elminster se agachó, cogió una daga del cinturón del hombre que acababa de herir y que apenas se movía ya, y se desvió hacia un lado, rápidamente. El enemigo superviviente todavía caminaba en círculo a su alrededor cuando Elminster se alejó corriendo, en dirección al campamento.
Un hombre luciendo una brillante armadura le salió al paso dentro del círculo de luz, con una alabarda en la mano. Elminster se lanzó hacia el arma, la desvió de un golpe con la suya, y asestó una estocada a fondo. La armadura desvió la punta de la espada, pero el joven ya había pasado de largo, cargando directamente contra el trípode de alabardas, que se desplomaron; la linterna que sostenían se hizo añicos, y sus llamas prendieron fuego a una tienda con un rugiente estallido.
Los hombres gritaron. A la intensa luz de las llamas, Elminster vio al mago retroceder a gatas, con la saeta todavía clavada en el hombro, pero otros hombres, blandiendo relucientes espadas, corrían hacia él, interponiéndose entre el príncipe y el mago.
Elminster lanzó un gruñido salvaje y, desviándose bruscamente hacia la derecha, se escabulló entre las tiendas, lejos de la luz. Se topó con un hombre que salía de una tienda y lanzó una estocada, frenético; el sorprendido soldado se desplomó contra la lona sin emitir sonido alguno. Fatigosamente, Elminster corrió hacia la oscuridad de la noche. Si pudiera dar un rodeo y llegar hasta donde estaban sus ballestas y... Pero los soldados venían pisándole los talones a todo correr. Bien, al menos no había ballesteros en el campamento o, en caso contrario, ya estaría muerto.
El príncipe remontó la colina a la carrera y salió del círculo de luz arrojado por las rugientes llamas que ahora alumbraban el campamento con claridad. Al mirar atrás, vio que dos hombres lo seguían. Frenó la carrera a un paso vivo y empezó a caminar en un amplio círculo. Que se acercaran, y así le ahorrarían esfuerzo. Jadeante, remontó otro risco y vio a los hombres agrupados abajo, y también caballos; la banda de Helm. Algunos miraron hacia arriba y empezaron a dirigirse hacia él con las espadas desenvainadas, pero Helm lo vio y agitó una mano.
—¡Eladar! ¿Lo conseguiste?
—Uno de los hechiceros ha muerto, pero el otro sólo está herido —logró decir Elminster entre jadeos—. Y ahora la mitad del campamento viene pisándome los talones.
—Estábamos dando un descanso a nuestros caballos... y saqueando a los soldados —dijo Helm con una sonrisa—. Algunos llevaban unas armaduras demasiado buenas para ellos. ¿Has cambiado de opinión sobre ese ataque?
El príncipe asintió con gesto fatigado.
—En este momento... parece... una idea mejor —respondió entre resuellos.
Helm esbozó una mueca divertida, se dio media vuelta, impartió algunas órdenes y luego señaló un caballo.
—Coge ése, Eladar, y sígueme.
Dejaron atrás a cuatro proscritos al cuidado del botín y de los caballos sobrantes, y los andrajosos caballeros de Athalantar emprendieron galope por el camino por el que había venido Elminster. Uno de ellos se había apoderado de un arco corto; al coronar la cima de la colina, apuntó y disparó con suavidad, sin forzar los músculos, y uno de los soldados que iban persiguiendo a Elminster se llevó las manos a la garganta y se desplomó sobre la nieve, pataleando.
Los otros dieron media vuelta y huyeron. Con un grito de batalla, uno de los caballeros salió a galope tendido, blandiendo la espada al tiempo que espoleaba el caballo, y derribó a un soldado y atravesó a otro con su arma. Éste cayó al suelo y ya no se levantó.
—Parece que nos traes suerte —gritó Helm mientras cabalgaban—. ¿Te interesaría dirigirnos en un asalto a las murallas de Hastarl?
—Estoy cansado de tanta muerte, Helm —contestó, también a gritos, Elminster, que sacudió la cabeza—. Y me temo que cuanto mejor os salgan ahora las cosas, más empeño pondrán los hechiceros en registrar esta zona la próxima primavera. Unos cuantos mercaderes forasteros muertos es una cosa, y otra muy distinta que patrullas enteras de soldados sean masacradas. No querrán dejarlo pasar sin castigo o la voz se correría por todo el reino, se recordaría y daría ideas a la gente.
—Sí —admitió Helm—, pero, de todos modos, es gratificante asestar un golpe que haga verdadero daño a esos lobos. ¡Ah, qué buen trabajo hiciste! —Señaló, con evidente placer, al frente, a las tiendas que ardían—. ¡Espero que hayas dejado en paz las tiendas de los víveres!
Elminster no pudo menos que soltar una carcajada antes de pasar a galope entre los defensores que corrían y gritaban. Los caballeros descargaban tajos con sus espadas al tiempo que los caballos se encabritaban y pisoteaban a los heridos y a los que huían. El silencio no tardó en reinar en el campamento.
Helm puso orden entre sus hombres.
—Disponed centinelas allí, allí y allí, por parejas y a caballo, bien lejos de la luz. El resto de vosotros: revisad las tiendas en grupos de seis, y regresad a informar de lo que habéis encontrado. Y mucho cuidado: no destruyáis nada. Si encontráis un hechicero vivo o a cualquier otro enemigo, gritáis pidiendo ayuda.
Los caballeros se pusieron manos a la obra de buena gana. Sonaron gritos de alegría cuando se descubrió la tienda de cocina, en la que había varios trineos metálicos cargados con carne, patatas y barriles de cerveza. Unos caballeros de rostros graves trajeron a Helm algunos libros de hechizos y pergaminos, pero del hechicero herido no había ni rastro y en el campamento no quedaba vivo ningún hombre al servicio de los señores de la magia.
—Bien... nos quedamos aquí esta noche —dijo Helm—. Atad a estacas a cuantos caballos podáis encontrar, preparemos un banquete y comamos. Por la mañana cogeremos todo lo que podamos, regresaremos al Castillo a todo correr e instalaremos estas tiendas en el barranco, junto a la Caverna del Viento, como refugio para los caballos. ¡Y roguemos para que Auril y Talos envíen nevadas que cubran nuestras huellas!
Hubo un clamor general de aprobación y el caballero se inclinó, acercándose a Elminster.
—Querías marcharte de las colinas, chico —dijo—, y yo no puedo evitar pensar que has interpretado las intenciones de los magos sin equivocarte. Necesito que se escondan estos libros y demás material mágico y estaba pensando en aquella cueva de la pradera por encima de Heldon. Allí hay suficientes piedras sueltas para tapiarlos, ya sabes dónde. Y podrías cazar venados y otros animales hasta el verano, que es cuando iría a buscarte otra vez. Si los soldados andan husmeando por allí, ve al bosque Elevado y escóndete; nunca se atreven a meterse demasiado en él. —Se rascó la mejilla.
»Nunca tendrás la fuerza muscular necesaria para ser un guerrero a caballo, chico, y diría que has aprendido mejor que la mayoría lo de disparar saetas, blandir espadas y tiritar en cuevas como un proscrito. Quizá los callejones y el gentío de Hastarl serían un escondrijo mejor para ti ahora. Y estarías más cerca de los señores de la magia que no están alerta ni buscan tu sangre, para enterarte de todo lo que puedas sobre ellos antes de que decidas que tienes que atacar. —El caballero volvió la cabeza hacia el joven príncipe y le dirigió una mirada penetrante—. ¿Qué te parece?
—Sí —asintió lentamente Elminster—, es un buen plan.
Helm sonrió, lo palmeó en el hombro y después lo sujetó, cuando el joven se desplomó de lado sobre la nieve mientras el mundo giraba otra vez envuelto en una repentina bruma verde y amarilla. La oscuridad del agotamiento más absoluto se cernió sobre él, y Elminster sintió que se hundía en ella más y más...
—Estos soldados viajan condenadamente bien —comentó Helm, jocoso, a la mañana siguiente mientras comían carne ahumada y pan duro untado con mantequilla de ajo. Gruñidos y eructos de satisfacción a su alrededor pusieron de manifiesto que la mayoría de los caballeros, hambrientos desde hacía mucho tiempo, se había dado un atracón. Los ronquidos cerca de barriles vacíos revelaban con toda certeza en qué habían empleado otros las horas nocturnas.
Elminster asintió con un cabeceo. Helm clavó en él una mirada penetrante.
—¿Qué te ronda la cabeza, chico?
—No veo llegar la hora en que no tenga que volver a matar a nadie —respondió el joven quedamente mientras contemplaba las manchas de sangre en la nieve pisoteada.
—Pude verlo en tus ojos anoche. —El caballero sonrió inopinadamente y añadió—: Sin embargo, ayer por la tarde te ocupaste de más guerreros bien preparados para luchar de los que muchos hombres consiguen matar en una larga carrera como soldados.
—Intento olvidarlo —dijo Elminster mientras agitaba una mano.
—Lo siento, chico. ¿Piensas hacer el viaje a pie o prefieres ir a caballo? Lo segundo es más fácil... siempre y cuando puedas encontrar suficiente heno para el animal, y comen como cerdos, te lo advierto. No obstante, ir montado atraerá miradas sobre ti, sobre todo cuando cruces el río en Upshyn. Intenta pasarlo junto con unas cuantas carretas y actúa como si formaras parte del grupo, vayas como vayas. Si alguien ve los libros de hechizos y los pergaminos que llevas, puedes darte por muerto. —Helm se rascó la barba y continuó:
»El otro modo de viajar, en cambio, es lento y duro, aun en el caso de que mantengas caliente el cuerpo, y no olvides que, en esta época, mojarse los pies significa la muerte...
—Caminaré —dijo Elminster—. Me llevaré una ballesta y tanta comida como pueda cargar, pero nada de armadura. Aunque sí me gustaría hacerme con unos buenos guantes y ropa de abrigo.
—Una legión de soldados muertos te proveerá con gusto —sonrió Helm.
Elminster fue incapaz de devolver la sonrisa. Había matado a no pocos de esos soldados, hombres que habrían podido estar cabalgando orgullosamente por Athalantar ahora mismo, libres de las órdenes de los hechiceros. Siempre a vueltas con los señores de la magia.
—Ellos son los que tienen que morir para que Athalantar viva —susurró para sí mismo.
—Bonita frase —opinó Helm—. «Ellos tienen que morir para que Athalantar viva.» Un buen grito de batalla. Creo que lo utilizaré.
—Pero asegúrate de que la gente que lo oiga sepa quiénes son esos «ellos».
—Ése es un problema que han tenido muchos a lo largo de los años —respondió Helm con una sonrisa torcida.
El zorro que lo había estado siguiendo durante los últimos kilómetros echó un vistazo final a Elminster con sus relucientes ojos y después se marchó corriendo entre los helados helechos. El príncipe lo oyó alejarse mientras se preguntaba si no sería el espía de algún gran mago, pero sabiendo, de algún modo, que no lo era. Pasado un buen rato desde la marcha del animal, Elminster echó a andar entre los árboles lo más silenciosamente posible, rodeando la parte trasera del potrero de la posada.
«Busca la trampilla por la que se echa el pasto, cerca de la hacina del heno», había dicho Helm, y allí estaba el heno, apilado contra la pared trasera de los establos. La estructura protegía de la nieve, o casi, mediante un largo tejado combado, sostenido por unos pilares que sólo tenían una lejana relación con la palabra «recto». Justo como Helm lo había descrito: la entrada trasera a la posada Juncia del Bosque.
Elminster se acercó, confiando en que no hubiera perros despiertos que dieran la alarma. No ocurrió nada. Elminster les dio las gracias a los dioses para sus adentros mientras saltaba el portillo bajo del potrero de la posada, rodeaba sigiloso la hacina de heno y encontraba la trampilla. Sólo su propio peso la mantenía cerrada; ni siquiera tuvo que utilizar la espada para forzarla. Se aupó y entró por ella.
Cuando cerró la trampilla a sus espaldas, se encontró en un establo muy silencioso y más caliente que la noche afuera. Un caballo se movió y pateó ociosamente el costado de su cuadra. Elminster examinó el establo y vio una cuadra llena de palas, rastrillos, cubos y rollos de riendas de amaestramiento colgados, y otra llena de paja. Envainó la espada, cogió una horca de puntas largas y tanteó el montón de paja con precaución a fin de asegurarse de que debajo no había nada sólido que gruñera o mordiera; tras comprobar que no era así, levantó el pasador de madera y entró en la cuadra.