Elminster. La Forja de un Mago (5 page)

—Se cree que ha muerto. Elthaun era un afeminado de suaves modales que de cada tres palabras que decía una era mentira. Todo el reino lo conocía como un maestro de la intriga, pero huyó de Hastarl con los soldados de Belaur pisándole los talones. Se dice que algunos de los grandes magos lo encontraron en Calimshan al cabo de poco tiempo, ese mismo año, escondido en un sótano de alguna ciudad, y que utilizaron su magia para hacer que su muerte fuera prolongada y lenta.

—El tercero. —Elminster los iba señalando con los dedos, cosa que arrancó una sonrisa a Helm.

—A Cauln lo mataron antes de que Belaur reclamara el trono. Era del tipo desconfiado, furtivo, que le gustaba estar siempre observando cómo los hechiceros arrojaban fuego y cosas por el estilo. Se imaginaba que él mismo era un mago, y con engaños hicieron que se enzarzara en un duelo mágico con un hechicero que se cree que fue contratado por Elthaun con ese propósito. El hechicero transformó a Cauln en serpiente, algo muy apropiado, y después lo hizo explotar desde dentro con un conjuro que nunca he sabido cuál era ni cómo se llamaba. Entonces, los primeros grandes magos que Belaur había traído acabaron con él «por el bien y la seguridad del reino». Los recuerdo proclamando «¡muerte por traición!» por las calles de Hastarl cuando se conoció la noticia. —Helm sacudió la cabeza.

»A continuación, venía tu padre. Era un hombre callado, tranquilo, siempre insistiendo en que hubiera justicia entre la nobleza y el pueblo llano. La gente lo amaba por ello, pero en la corte se le tenía poco respeto. Se retiró pronto a Heldon, y casi toda la gente de Hastarl se olvidó de él. Yo no creía que Uthgrael lo tuviera en mucho, pero esa espada que guardas demuestra que sí.

—Con él, van cuatro príncipes —dijo Elminster a la par que asentía con la cabeza, como si quisiera grabarlos en su memoria—. ¿Y los demás?

—Othglas era el siguiente —dijo Helm, contando con sus gruesos dedos—. Un hombre gordo, siempre con ganas de broma, que se atiborraba con banquetes todas las noches que podía. Parecía un tonel y resoplaba como un fuelle con sólo dar dos pasos. Le gustaba envenenar a aquellos que lo fastidiaban y dio un buen empujón en el rango de los cortesanos, hundiendo a enemigos o a cualquiera que se atreviera incluso a dar una opinión contra él, y encumbrando a sus propios partidarios.

—Haces que mis tíos parezcan un montón de bellacos. —Elminster lo miraba con el ceño fruncido, pero Helm mantuvo su mirada con firmeza.

—Sí, ésa era la opinión generalizada de un extremo al otro del Delimbiyr. Me limito a contarte lo que hacían; si has llegado a la misma conclusión que la mayoría de la gente, sin duda los dioses estarán de acuerdo contigo. —Se rascó la cara de nuevo, echó un trago de la cantimplora y añadió:

»Cuando Belaur tomó el trono, sus magos dejaron bien claro que estaban enterados de lo que Othglas se traía entre manos y amenazaron con matarlo por ello ante toda la corte. Así que huyó a Dalniir y se unió a los Cazadores, que adoran a Malar. Dudo que el Señor de las Bestias haya tenido jamás un clérigo tan gordo, ni antes ni después.

—¿Aún vive?

Helm sacudió la cabeza.

—Casi todo Athalantar sabe lo que aconteció; los grandes magos se aseguraron de que todo el mundo se enterara. Lo transformaron en un jabalí durante una cacería y lo mataron sus propios clérigos subalternos.

Elminster se estremeció a despecho de sí mismo.

—¿Cuál es el siguiente príncipe? —fue, sin embargo, todo cuanto dijo.

—Felodar, el que partió hacia Calimshan. Oro y gemas son su único anhelo. Abandonó el reino en busca de riquezas antes de que Uthgrael muriera. Dondequiera que iba, fomentaba el comercio entre aquí y allí, complaciendo al rey sobremanera y dando a Athalantar la poca fama y riqueza que tiene hoy en Faerun más allá del valle del Delimbiyr. Supongo que el rey no se habría sentido tan complacido si hubiese sabido que Felodar acumulaba monedas de oro tan deprisa como podía... comerciando con esclavos, drogas y magia negra. Que yo sepa, sigue por el mismo camino, metido hasta el cuello en las intrigas de Calimshan. —Helm soltó una repentina carcajada—. Incluso ha contratado magos y los ha enviado aquí para emplear sus conjuros contra los hechiceros de Belaur.

—La clase de persona a la que no se le puede dar la espalda ni siquiera un instante, ¿no? —preguntó Elminster con acritud, y Helm esbozó una mueca y asintió.

—Por último, está Nrymm, el más joven. Un rapaz tímido, pequeño, débil y taciturno, según lo recuerdo. Fue criado por mujeres de la corte tras la muerte de la reina, y puede que jamás pisara fuera de Athalgard en toda su vida. Desapareció hace unos cuatro veranos.

—¿Muerto?

—O eso —contestó Helm, encogiéndose de hombros— o retenido cautivo en alguna parte por los grandes magos para así tener otro heredero del linaje de Uthgrael en su poder si a Belaur le ocurre algo.

Elminster alargó la mano hacia la cantimplora, que Helm le tendió. El joven bebió despacio, con precaución; estornudó una vez, se lamió los labios y devolvió el frasco al caballero.

—Planteas las cosas de una manera que parece como si ser príncipe de Athalantar fuera algo innoble.

—Está en manos de cada príncipe hacer que sea noble o innoble —respondió Helm con un encogimiento de hombros—. Es un deber que la mayoría de los príncipes parece haber olvidado hoy en día.

Elminster bajó la vista hacia la Espada del León, que, de algún modo, se encontraba de nuevo en sus manos.

—¿Qué debería hacer ahora?

—Ve hacia el oeste —aconsejó Helm—, a las colinas del Cuerno, y cabalga con los proscritos de allí. Aprende a llevar una vida dura, a utilizar una espada... y a matar. Tu venganza, chico, no es sorprender a un mago en un retrete y hundirle un acero en la espalda; los dioses te han situado contra demasiados príncipes, hechiceros, mercenarios, parásitos y lameculos para que pase eso. Incluso si todos se pusieran en fila y te presentaran la espalda, el brazo se te cansaría antes de haber acabado la tarea. —Suspiró y añadió:

»Dijiste una gran verdad cuando afirmaste que sería la misión de tu vida. Tienes que dejar atrás al chico soñador y convertirte en caballero, y, de algún modo, mantenerte alejado de los señores de la magia hasta que hayas aprendido cómo sobrevivir a una batalla cuando los soldados de Athalantar vengan en tu busca para matarte. La mayoría de ellos no son gran cosa como guerreros, pero, ahora mismo, tampoco tú lo eres. Ve a las colinas y ofrece tu espada a los proscritos al menos durante dos inviernos. En las ciudades, todo está bajo el control... y la corrupción... de hechiceros. El mal impera, y los hombres decentes no tienen más remedio que convertirse en proscritos, o en cadáveres, si quieren conservar la decencia. Así que, hazte proscrito y aprende a ser un buen hombre. —No sonrió en absoluto cuando añadió—: Si sobrevives, viaja por Faerun hasta que encuentres un arma lo bastante afilada para acabar con Neldryn... Entonces regresa y hazlo.

—¿Matar a quién?

—A Neldryn Gavilán. Probablemente, el señor de la magia más poderoso de todos.

Elminster lo contempló con un fuego repentino en sus ojos, azul-grisáceos.

—¡Dijiste que no sabías el nombre de los grandes magos! ¿Es a esto a lo que un caballero de Athalantar llama «verdad»?

—¿La verdad? —Helm escupió a un lado y luego se inclinó hacia adelante—. ¿Y qué es exactamente la «verdad», chico?

—Es lo que es —respondió con voz gélida, el ceño fruncido—. No sé de otros significados ocultos.

—La verdad es un arma. Recuérdalo.

El silencio se cernió entre ellos durante unos segundos interminables.

—Bien, he aprendido tu sabia lección —dijo al cabo Elminster—. Dime, pues, oh, docto caballero: ¿cuánto puedo creer de todo lo que me has contado? Me refiero a mis tíos y a mi padre.

Helm contuvo una sonrisa. Cuando la voz del chico adoptaba un tono calmado, apuntaba peligro. Con éste no servían las bravatas. Merecía una respuesta sincera.

—Todo ello —repuso el caballero llanamente—. Si todavía ansías saber nombres para consumar tu venganza, añade éstos a la lista: los señores de la magia Seldinor Manto de Tormenta y Kadeln Estrella de Oloth. Sin embargo, no reconocería las caras de ninguno de los tres aunque me topara de narices con ellos en los baños de un burdel.

Elminster contempló fijamente, con una mirada crítica, al hombre maloliente y con barba de varios días.

—No eres como esperaba que fuera un caballero de Athalantar.

Helm le sostuvo la mirada sin pestañear.

—¿Qué esperabas encontrar, mi príncipe? ¿Una brillante armadura? ¿Un jinete a lomos de un caballo blanco, alto como una cabaña? ¿Modales cortesanos? ¿Nobles sacrificios? En este mundo, no, chico... No desde que la Reina de los Cazadores murió.

—¿Quién?

Helm suspiró y apartó la vista.

—Olvidé que no sabes nada de tu propio reino. La reina Syndrel Cuernavieja, tu abuela, esposa de Uthgrael y señora de todos sus cazadores de ciervos. —Su mirada se perdió en la oscuridad, y añadió quedamente—: Era la dama más bella que jamás he conocido.

—Te doy las gracias por todo, Helm Espada de Piedra. —Elminster se incorporó con brusquedad—. He de ponerme en marcha antes de que alguno de tus lobos compañeros de manada regrese de saquear Heldon. Si es voluntad de los dioses, volveremos a encontrarnos.

—Así lo espero, chico —repuso Helm, levantando la cabeza para mirarlo—. Así lo espero. Y que sea cuando Athalantar esté de nuevo libre de los señores de la magia y mis «lobos compañeros de manada», los verdaderos caballeros de Athalantar, puedan cabalgar otra vez.

Alargó las manos, ofreciéndole con una la cantimplora y con la otra la hogaza de pan.

—Ve hacia el oeste, a las colinas del Cuerno —dijo—. Y procura no dejarte ver. Viaja al anochecer y al amanecer, y mantente en los campos y los bosques. Ten cuidado con las patrullas de soldados. Ahí fuera, primero matan y después preguntan al cadáver qué lo traía por allí. No lo olvides nunca; las espadas contratadas por los hechiceros no las manejan caballeros; en la actualidad, los hombres de armas de Athalantar carecen de honor. —Escupió a un lado con gesto pensativo y añadió—: Si te encuentras con proscritos, diles que te envía Helm y que eres de confianza. —Elminster tomó la cantimplora y el pan. Los ojos de ambos se encontraron, y el muchacho le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

»Recuerda: no digas tu verdadero nombre a nadie. Y tampoco hagas preguntas necias sobre príncipes y grandes magos. Sé otra persona hasta que llegue tu momento.

—Tienes todo mi agradecimiento, señor caballero —declaró el muchacho mientras asentía con la cabeza. Dio media vuelta con toda la dignidad de sus doce inviernos y echó a andar hacia la boca de la cueva. El caballero fue tras él, sonriendo.

—Espera, chico. Toma mi espada; la necesitarás. Y más vale que mantengas a buen recaudo esa empuñadura tuya.

El muchacho se detuvo y se volvió, procurando no demostrar su agitación. ¡Una espada propia!

—Y tú ¿qué usarás? —le preguntó mientras cogía la pesada y sencilla arma que las sucias manos del caballero le tendían. Sonaron hebillas y cuero de correas, y la vaina siguió a la espada.

—Me haré con otra en algún saqueo —contestó Helm al tiempo que se encogía de hombros—. Se supone que he de servir con mi espada a cualquier príncipe del reino, así que...

Elminster sonrió de repente y blandió el arma en el aire, sosteniéndola con las dos manos. Daba una sensación de mortífera seguridad; con ella en las manos, era poderoso. Arremetió contra un enemigo imaginario y la punta de la hoja se levantó ligeramente.

—Sí, chico. —Helm le dedicó una fiera sonrisa—. ¡Tómala y vete!

Elminster avanzó unos cuantos pasos por el prado, y luego giró rápidamente sobre sus talones y sonrió al caballero. Después, dio media vuelta otra vez hacia la pradera bañada por el sol, con la espada enfundada bien sujeta en sus manos, y echó a correr.

Helm sacó una daga que llevaba metida en el cinturón, cogió una piedra del suelo, sacudió la cabeza y salió de la cueva para sacrificar ovejas, preguntándose cuándo recibiría la noticia de la muerte del chico. Claro que el primer deber de un caballero es hacer que el reino brille en los sueños de los chiquillos... Si no, ¿de dónde iban a salir los caballeros del mañana, y qué sería del reino?

Esta idea hizo que su sonrisa se borrara. Sí, ¿qué sería de Athalantar?

2
Lobos en invierno

Has de saber que el propósito de la familia, al menos a los ojos del Señor de la Mañana, es hacer que cada generación sea un poco mejor que la anterior: más fuerte, quizás, o más sabia; más rica o más capacitada. Algunas personas logran uno de estos objetivos; los mejores y más afortunados consiguen más de uno. Ésa es la tarea de los padres. La tarea de un dirigente es construir, o conservar, un reino que permita a la mayoría de sus súbditos ver en sus afanes y esfuerzos, generación tras generación, algo más que una simple mejora.

Thorndar Erlin, Sumo Sacerdote de Lathander

Enseñanzas de la Gloria Matinal

Año de la Furia Desatada

Estaba acurrucado en medio del gélido corazón de una tormenta de nieve, en el Martillo del Invierno, ese mes cruel en que a hombres y ovejas por igual se los encontraba congelados como piedras y los vientos aullaban y bramaban en las colinas del Cuerno noche y día, levantando la nieve en cegadores remolinos a través de las desoladas tierras altas. Era el Año de los Señores del Saber Tradicional, aunque a Elminster eso le importaba un ardite. Lo único importante para él era que se trataba de una estación fría más, la cuarta desde que Heldon había ardido, y ya empezaba a estar más que harto de ellas.

Una mano lo palmeó en el hombro bien abrigado; respondió del mismo modo. Sargeth tenía la vista más penetrante de todos ellos; su gesto significaba que había divisado la patrulla a través de la cortina de nieve arremolinada. Elminster lo vio llegar al otro lado para pasar la alerta. Los seis proscritos, envueltos en una capa tras otra de ropas robadas o saqueadas a cadáveres hasta tener el aspecto de los pesados y torpes gólems de los cuentos relatados al amor de la lumbre, echaron a andar saliendo del abrigado refugio del banco de nieve, manoseando con torpeza las armas para desenvainarlas con las manos embutidas en gruesos envoltorios de andrajos, y bajaron, anadeando, hacia la grieta.

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