Elminster. La Forja de un Mago (9 page)

—Gracias a Tyche —musitó Elminster con mordacidad mientras frenaba a su cansada montura. Todos sus enemigos estaban reunidos y acampados y muy pronto los tendría a su alcance.

Como ocurría con todos los dones de la Dama Fortuna, éste era de doble filo. Lo único que tenía que hacer era matar a los cinco soldados que habían huido del Castillo Rebelde y a todos los demás que se les habían unido ahí abajo. Por un fugaz instante, deseó ser un gran mago para descargar una rápida muerte sobre el campamento o lanzarse en picado a lomos de un dragón y aplastar, quemar y arrasar.

Elminster se estremeció al evocar Heldon y llevó la mano hacia la Espada del León, colgada de una correa, debajo de su zamarra.

—El príncipe Elminster es un guerrero —le dijo al viento con pomposa dignidad, y luego se echó a reír. Dominada la euforia, añadió—: Mata a un hombre para calentarse, trincha su caballo para comerlo y después entra en batalla y acaba con otros ocho más. Y por si eso no fuera suficiente, ahora está a punto de atacar él solo a una veintena o más de soldados bien armados. ¿Qué otra cosa podría ser sino un guerrero?

—Un necio, por supuesto —respondió una fría voz desde muy cerca.

Elminster se giró precipitadamente en la silla. Un hombre vestido con ropas oscuras estaba de pie y lo observaba; de pie en el aire, sus pies, calzados con botas, suspendidos sobre la nieve intacta a bastante altura.

La mano de Elminster fue hacia el cinturón, encontró una de las dagas recogidas que había metido allí, y la arrojó. Giró sobre sí misma, centelleando al captar la luz de las recién encendidas lumbres de campamento, abajo, y pasó directamente a través del hombre para ir a hundirse profundamente en la nieve que había detrás. Sólo la mitad de la boca del hombre sonrió.

—Ésta no es más que una imagen conjurada, necio —dijo fríamente—. Vienes a galope, siguiendo el rastro hasta nuestro campamento. ¿Quién eres y por qué estás aquí?

Elminster frunció el ceño, fingiendo desconcierto mientras pensaba con toda rapidez.

—¿Aún no he llegado a Athalantar? —Miró al hechicero con fijeza y añadió—: Busco a un señor de la magia para darle un mensaje. ¿Eres uno de ellos?

—Desgraciadamente para ti, sí,
príncipe
Elminster —contestó el hombre—. Oh, sí, he escuchado tu pomposo discursito. Así pues, eres el hijo de Elthryn, el que hemos estado buscando.

Elminster, sentado muy quieto en la silla de montar, se devanaba los sesos. ¿Podría un hechicero lanzar un conjuro a través de su imagen? «¿Por qué no?», le respondió una fría voz interior.

Por si acaso, lo mejor sería moverse sin parar. Azuzó al caballo con las rodillas haciéndolo trotar un trecho, luego lo hizo volver y moverse en círculo.

—Ése es el nombre que he tomado para traer la perdición a cierto señor de la magia —dijo cuando pasaba junto a la imagen. Ésta giró sobre sí misma y lo miró con displicente silencio.

»Otros grandes magos tienen sus propios planes —añadió el joven amenazadoramente.

El hechicero se echó a reír.

—Por supuesto que los tienen, muchacho presuntuoso. Siempre los han tenido. ¿Ves cómo tiemblo con tu siniestra amenaza? ¿Sabes también bailar y jugar a las cartas?

Elminster se sintió enrojecer de rabia. Cabalgar con tanto denuedo sólo para que un hechicero se burlara de él a distancia mientras los soldados, sin duda, maniobraban para rodearlo y acabar con él cómodamente... Espoleó a su montura y se alejó del mago.

—Sí, por supuesto que sé —fue la tranquila respuesta que lanzó sobre el hombro mientras se distanciaba.

Cabalgó rápidamente desandando el camino por el que había venido, pero viró y empezó a subir la primera pendiente fácil que encontró a fin de ganar altura y mirar atrás. La imagen del hechicero no se había movido, pero, mientras observaba, parpadeó y desapareció, dejando sólo tras de sí el círculo de nieve pisoteada por donde él había estado cabalgando a su alrededor. Y allí abajo... Sí, dos grupos de soldados montados se ponían en marcha y emprendían un veloz galope en diferentes direcciones para dar un rodeo y cercarlo con espadas y ballestas.

Para entonces, ya era totalmente de noche, aunque las estrellas lucían brillantes en lo alto, y Selune no tardaría en salir. ¿A qué distancia podría localizarlo el mago?

Se le ocurrieron dos planes: cabalgar en un amplio arco para eludir a los jinetes con su agotada montura y atacar el campamento con la esperanza de encontrar al hechicero y derribarlo con saetas antes de que pudiera lanzar algún conjuro. Así era como un bardo o un narrador de cuentos esperarían que actuara, no cabía duda. Incluso a él mismo le parecía la empresa de un necio temerario.

El otro plan era ponerse en el camino de uno de los grupos, dejar el caballo suelto y enterrarse en la nieve con todas las ballestas amartilladas. Si una de las bandas de soldados lo seguía, quizá tuviera tiempo de acabar con ellos disparando las ballestas, hacerse, de algún modo, con una de sus monturas, y
entonces
atacar el campamento. Luego, tras alzarse, a saber cómo, victorioso sobre un hechicero que sabía que venía hacia él, seguiría el rastro de los otros soldados y los mataría uno a uno con saetas... Esto sonaba aún más increíble.

Citó un verso de una balada que escuchó una vez:

—Los príncipes arremeten con ímpetu, apartando a codazos a los necios, y encuentran la gloria.

Hizo girar a su caballo a la izquierda para interceptar al grupo de soldados que veía mejor. Le pareció contar nueve jinetes, pero no tenía ni idea de cuántos iban en el otro grupo.

Su cansado caballo tropezó dos veces mientras cabalgaba y a punto estuvo de caer cuando se metieron en un profundo parche de nieve suelta.

—Tranquilo —susurró al animal, de repente sintiendo su propio cansancio y sus dolores de lleno. Todo cuanto podía hacer con su mente era adormecer el dolor durante un tiempo y —se rozó la mejilla pensativamente— restañar heridas. No era un guerrero invencible.

Bueno ¿y qué? Para este ataque hacía falta un necio, no un guerrero invencible. Claro que darse a la fuga también sería una estupidez, sin tener siquiera el consuelo de haber plantado cara en memoria de su madre y de su padre y por el día en que los hechiceros ya no gobernarían Athalantar y los caballeros volverían a cabalgar...

—Los caballeros
volverán
a cabalgar —le dijo al viento, que llevó lejos sus palabras sin escucharlas. Llegó a un buen sitio para preparar la emboscada que había planeado, una estrecha zanja en la ladera a resguardo del viento de una elevación, en la que el aire había barrido la nieve, y frenó a su caballo.

Desmontó con movimientos agarrotados, dado que no había vuelto a ver un caballo desde la destrucción de Heldon y sus piernas le estaban recordando ese detalle de manera elocuente; descolgó las ballestas y cogió lo que necesitaba.

—Dame suerte —le dijo al viento, pero, como antes, no le respondió. Inhaló profundamente el aire helado, dio una fuerte palmada al caballo en el anca y gritó. El animal dio un brinco, se volvió a mirar y luego se alejó al trote. Elminster estaba solo en medio de la noche.

Pero no por mucho tiempo, dioses benditos. Nueve soldados, equipados con armaduras completas, cabalgaban hacia aquí, ansiosos de su sangre. Elminster se arrodilló en la nieve, justo debajo de la cresta de la elevación, y empezó a tensar los resortes con gestos frenéticos.

Para cuando tuvo las tres ballestas amartilladas y cargadas, estaba jadeando y podía oír el crujido de cuero y el tintineo de metal en el aire. Los soldados se le echaban encima. Tendido en la nieve, el vaho del aliento perdiéndose a bocanadas por encima de su hombro, colocó las ballestas, hincó cuatro dagas en la nieve, al alcance de la mano, y esperó.

Su vida pendía de la esperanza de que los soldados no tuvieran sus ballestas amartilladas... y que no lo vieran a tiempo. Elminster sacudió la cabeza ante su propia temeridad y de repente notó la boca muy seca. Bien, pasara lo que pasara, ya no tardaría mucho.

Hubo un repentino estruendo de cascos, gritos y entrechocar de armas. ¿Qué podría ser? Elminster no tuvo tiempo de hacer más especulaciones, pues un soldado apareció en su campo visual, lanzado a todo galope, agachado sobre el cuello de su caballo. El príncipe de Athalantar levantó la ballesta con cuidado, la equilibró y disparó.

El caballo se hundió en el banco de nieve, se encabritó y lanzó un relincho de alarma al ver la pronunciada pendiente. Sin tiempo para girar o frenarse, se levantó de patas, luchando contra las riendas que tiraban del bocado hacia un lado. Los cascos resbalaron en la nieve, y el animal cayó encima de su jinete. Juntos se deslizaron pendiente abajo. El caballo se incorporó y se alejó dando brincos al tiempo que sacudía la cabeza, como si quisiera despejar el aturdimiento. El hombre quedó tumbado, inmóvil, en la nieve pisoteada.

No apareció ningún otro jinete y desde el otro lado de la cresta de la elevación llegaron los gritos y el estruendo metálico de la batalla. Elminster frunció el entrecejo con perplejidad; cogió las dagas y volvió a guardarlas en el cinturón. Sosteniendo la segunda ballesta en posición de disparo, avanzó cautelosamente hasta que pudo asomarse por la cresta.

En lo alto de la colina, envueltos en la penumbra de la noche, había jinetes enzarzados en combate. Un grupo iba vestido con atuendos dispares, lo que parecían piezas sobrantes de medio centenar de armaduras desparejadas. ¿De dónde demonios habían salido? El otro grupo eran soldados, superados en más de dos a uno, y yendo a una rápida derrota. Mientras Elminster observaba, un soldado de Athalantar se escabulló de la refriega, espoleó a su caballo con desesperación y salió a todo galope por la colina.

El príncipe de Athalantar plantó firmemente los pies en la nieve, levantó la ballesta y disparó. La saeta pasó por encima del hombro del soldado, y el guerrero huido siguió galopando. Elminster soltó una maldición y regresó corriendo a donde había dejado su tercera ballesta. Con ella en las manos, salió disparado por el borde de la cresta. El distante soldado era un blanco más pequeño ahora, pero estaba a plena vista ya que su caballo ascendía por la capa intacta de nieve que cubría la siguiente cuesta. Elminster apuntó con cuidado, disparó y vio que la saeta volaba directa a su diana.

El soldado levantó los brazos bruscamente, intentó llevarse las manos a la espalda, y cayó de la silla. El caballo siguió su camino sin él.

—¡No sabía que tuviéramos un ballestero entre nosotros esta noche!

Elminster giró sobre sí mismo, gozoso al reconocer aquella voz alegre.

—¡Helm!

El caballero de firmes y curtidas mandíbulas vestía la misma armadura de cuero ajada, oxidados guanteletes, yelmo abollado y barba de varios días que Elminster recordaba y que, probablemente, por el olor, no se había quitado ni él se había lavado desde el día de su encuentro en los prados de Heldon. Montaba un caballo negro que no parecía de fiar y que tenía tantas cicatrices como su jinete, y el sable largo y curvo que sostenía en la mano estaba mellado y brillaba con el oscuro lustre de sangre fresca.

—¿Cómo es que estás aquí? —preguntó Elminster, que sonreía de oreja a oreja con la súbita esperanza de que quizá no iba a morir esta noche, después de todo.

El caballero de Athalantar se inclinó hacia adelante en la silla.

—Venimos del Castillo Rebelde —dijo con las cejas enarcadas—. Había muchos hombres buenos muertos allí, pero Mauri no encontró a Eladar entre ellos.

—Cuando ya no me quedaron más soldados que matar, vine hacia aquí —respondió Elminster con seriedad—. Habían encontrado la localización del Castillo y tenía que acabar con el resto antes de que tuvieran oportunidad de informar. Fueron hacia un campamento, esas lumbres de allí abajo, y se reunieron con otro grupo de soldados, probablemente más numeroso que éste, que tiene que estar por ahí, en alguna parte. —Señaló hacia la noche—. Daban un rodeo para atraparme.

—¡Onthar! ¡A mí! —llamó a gritos Helm, por encima del hombro, y luego añadió—: Únete a nosotros y los atacaremos, juntos. ¡Hay sillas de montar vacías de sobra!

Elminster sacudió la cabeza.

—He de ocuparme de un asunto pendiente —dijo al tiempo que señalaba con un gesto hacia el campamento, invisible desde aquí—. Con unos hechiceros.

La feroz sonrisa de Helm se desvaneció.

—¿Estás ya preparado? —preguntó quedamente—. ¿Preparado
de verdad
, chico?

Elminster alzó las manos, la ballesta sujeta de una de ellas.

—Hay al menos uno ahí abajo que sabe quién soy y cuál es mi aspecto.

Helm frunció el entrecejo y asintió; dio un taconazo a su caballo para que se adelantara y palmeó a Elminster en el hombro.

—Entonces, espero volver a verte vivo, mi príncipe. —Mientras hacía volver grupas a su montura, preguntó—: ¿Serviría de algo que un proscrito loco entrara a la carga en el campamento?

—No, Helm. —Elminster sacudió la cabeza—. Tú encárgate de esos soldados. Si acabas con todos, el Castillo Rebelde estará a salvo durante un invierno o dos más, siempre y cuando tus proscritos tengan el sentido común de abandonarlo el próximo verano. Cuando la nieve se haya fundido, ten por seguro que los hechiceros registrarán estas colinas con todos los conjuros y armas que tengan a su disposición.

—Una idea muy sensata —dijo Helm con un cabeceo—. Ojalá volvamos a vernos entre los vivos. —Hizo un saludo con la espada, al que Elminster respondió levantando su ballesta, y, espoleando su caballo, se alejó mientras empezaba a nevar otra vez.

Los suaves copos caían incansablemente, arremolinados. Elminster se metió un puñado de nieve en la boca para beber un poco de agua, recogió las ballestas, las amartilló y echó a andar por las colinas, hacia el campamento. Hizo un amplio giro a la derecha con el propósito de llegar a él por el lado contrario, aunque ¿podría un mago ver en todas direcciones gracias a los conjuros?

En fin, sin duda también a ellos tendrían que acabárseles los hechizos del mismo modo que a los soldados se les terminaban las saetas. Tenía que contar con que no utilizaran sus bolas de cristal o algún conjuro de búsqueda para localizar a un muchacho solitario que iba a pie por el campo nevado. Si llegaba vivo al próximo amanecer, reflexionó Elminster, tendría mucho que agradecer a los dioses, desde luego...

Trípodes improvisados con alabardas sostenían en alto las parpadeantes linternas de tormenta. La nieve se arremolinaba constantemente en su brillante resplandor donde, en el mismo centro del campamento, el hechicero Caladar Thearyn escudriñaba fijamente una esfera de luz radiante que flotaba en el aire ante él. Aunque la noche era fría, el sudor le perlaba la frente por el esfuerzo de mantener la existencia de la esfera; y dentro de un par de segundos tendría, además, que ejecutar un hechizo en su interior, un hechizo de muchos rayos zigzagueantes que, si conseguía ejecutarlo correctamente, saldrían lanzados desde la distante esfera conectada a ésta; una esfera que flotaba como un pálido espectro sobre las colinas nevadas, no muy lejos de aquí, justo delante de la banda de proscritos que cabalgaba a todo galope.

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