Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
No había nadie. Elminster se quedó paralizado un instante y al punto se arrodilló, la saeta de otro proscrito pasó zumbando por el aire para ir a caer al fondo nevado del barranco. Elminster la vio pasar y luego alzó la vista. Podía trepar hasta el borde del barranco y ver desde arriba hacia dónde se habían ido los soldados; había parado de nevar y el viento había cesado, dejando las colinas de los alrededores cubiertas de una blanca y lisa capa de nieve reciente.
Sí, y también cualquiera podría verlo mientras trepaba... En fin, Tyche ponía cierto riesgo en la vida de todo el mundo.
Elminster suspiró, quitó la saeta de la ranura y la guardó en una de sus botas. Dejó la ballesta amartillada, se la colgó a la espalda en bandolera y empezó a trepar pendiente arriba.
No había subido ni dos metros cuando una saeta se clavó en la nieve a un palmo de su cabeza. Elminster la agarró bruscamente, pateó para librarse de piedras nevadas y hierba helada, y se deslizó pendiente abajo, fingiéndose muerto. Llevaba la saeta consigo cuando cayó de cara en la nieve, intentando no romper la ballesta. El golpe fue fuerte y las lágrimas lo cegaron momentáneamente, pero no parecía que se hubiera roto la nariz. Parpadeó para aclarar la vista y escupió la nieve que se le había metido en la boca mientras se descolgaba la ballesta. No estaba rota; la cargó a la par que emitía un simulado gemido agónico a fin de tapar el ruido que hacía.
Un soldado, con una segunda ballesta cargada, asomó por detrás de un matorral nevado que había cerca, buscando al hombre que había alcanzado. Él y Elminster se vieron al mismo tiempo. Los dos dispararon y los dos fallaron. Elminster se incorporó mientras la saeta pasaba zumbando a su lado —¿es que iba a pasarse toda la vida corriendo por este barranco, jadeando y resbalando?—, cogió dagas de sus botas y echó a correr hacia el matorral, las dos hojas centelleando en sus manos. Temía que el guerrero tuviera una tercera ballesta amartillada y lista para disparar...
Estaba en lo cierto. El soldado, que se había agachado, apareció de nuevo con una sonrisa triunfal en el rostro... y Elminster le arrojó una de las dagas. La sonrisa del hombre se volvió tensa por el miedo, y disparó con precipitación.
La saeta se dirigió hacia Elminster, que se echó hacia atrás desesperadamente. Mientras caía, su otra daga golpeó en la saeta con un ruido metálico que hizo saltar una chispa. La daga se desvió bruscamente y la saeta pasó rozando a Elminster, abriéndole un ardiente corte en la mejilla y haciéndole girar la cabeza.
El joven bramó de dolor y cayó de rodillas; a su espalda, sobre la nieve, oyó los pasos del soldado, que corría hacia él. Elminster se volvió al tiempo que sacudía la cabeza para despejar el aturdimiento, furioso por el dolor. El hombre estaba a pocos pasos de distancia, con la espada enarbolada para descargar el golpe mortal, cuando El arrojó la otra daga a la cara del hombre.
El arma chocó, inofensiva, en la guarda de la nariz del yelmo del soldado, pero el joven esquivó el tajo descargado y la espada golpeó el manto de nieve y las piedras que había debajo. El guerrero rugió de rabia y cayó pesadamente sobre la mano izquierda de Elminster.
El joven gritó. ¡Dioses, qué dolor! El hombre rodó sobre sí mismo, pateando la nieve para encontrar un punto sólido donde afirmar los pies. Elminster sollozó, y el mundo se tornó verde y amarillo y fluctuó como una mancha borrosa. Tanteó su cinturón con la otra mano. No había nada allí. El hombre gruñó; Elminster notó el aliento ardiente del soldado cuando se volvió hacia él, a punto de descargar un golpe con su espada. Su peso hizo que el bulto escondido de la Espada del León, en su correa, se hincara dolorosamente en el pecho de Elminster.
Desesperado, el joven rasgó el cuello de la zamarra. Sus dedos encontraron la empuñadura de la espada. Durante las largas noches del primer invierno en las colinas, había afilado el fragmento de la hoja rota hasta aguzar los bordes de manera que terminaban en punta; pero, a partir de los resaltes laterales, la hoja ni siquiera tenía la longitud de su mano. Su reducido tamaño fue lo que lo salvó ahora. Mientras el soldado, cuyo rostro estaba a menos de un palmo del suyo, levantaba el brazo para descargar un tajo que le abriría en canal, Elminster hundió la Espada del León en uno de sus ojos.
—¡Por Elthryn, príncipe de Athalantar! —siseó y, al mismo tiempo que un borbotón de sangre caliente lo salpicaba, sintió que se hundía en una oscuridad cálida, rojiza.
Flotaba en algún sitio oscuro y silencioso. Luego, unos susurros sonaron a su alrededor, medio ahogados por un golpeteo sordo, lento, acompasado. Elminster sintió el dolor de su mano; un dolor que se repitió como un eco todo en derredor. ¿En su cabeza? Sí, y el fulgor blanco surgía ahora, pulsante, creciente; el que veía cuando se concentraba. El fulgor aumentó, y el dolor se redujo.
¡Ah, así. Elminster
empujó
con su mente, y el resplandor blanco se atenuó. Se sentía un poco cansado, pero el dolor había disminuido. Volvió a empujar, y, de nuevo, se sintió más débil, pero el dolor casi había remitido.
Así pues, podía apartar el dolor. ¿Realmente sería capaz de curarse? Elminster doblegó su voluntad y de repente todos los dolores volvieron, y pudo sentir el frío y duro suelo bajo sus hombros, y la humedad pegajosa de sudor por todo el cuerpo. Desde el lugar de los susurros, nadó hacia arriba, arriba, arriba, y emergió en la luz...
El cielo estaba despejado y azul en lo alto. Elminster se encontraba tumbado boca arriba en las rocas nevadas, entumecido, helado, y dolorido. Con precaución, rodó hacia un lado y miró a su alrededor. No se veía a nadie ni tampoco el menor movimiento; estupendo, porque la cabeza le daba vueltas y le palpitaba y tuvo que tumbarse de nuevo para recobrar el aliento. La oscuridad se cernió otra vez sobre él, reclamándolo, y era muy acogedora, y la cabeza le pesaba tanto...
Un poco más tarde, rodó sobre sí mismo. Unos buitres de las nieves aleteaban pesadamente en el aire, volando en círculo sobre el barranco y lanzando gritos de protesta contra él.
El último soldado con el que había luchado yacía muerto a su lado, con la Espada del León hincada en la cara. Elminster hizo una mueca al verlo, pero cerró su mano sobre la empuñadura, volvió la cabeza a un lado, y la liberó de un tirón. Mientras la limpiaba en la nieve, escudriñó el cielo progresivamente oscuro —ahora gris acerado con las últimas luces del día, que declinaba tras densas nubes— y se puso de pie. Tenía una tarea que acabar si quería seguir vivo.
Se sentía débil y un poco aturdido. Barranco abajo, en el espacio abierto que había frente a la Caverna del Viento, ocho soldados o más y por lo menos el doble de proscritos yacían muertos, con saetas clavadas en la mayoría de los cuerpos inmóviles. Los buitres volaban en círculo por encima y los lobos no tardarían en aparecer. Con suerte, encontrarían suficiente alimento aquí fuera sin tener que entrar en las cuevas, donde los débiles montarían guardia hasta que los soldados vinieran para hacerlos pedazos. Tendría que matar más soldados para evitar que ocurriera eso, y ya estaba harto de matar. Elminster esbozó una débil sonrisa mientras bajaba por el barranco, evitando mirar los cuerpos despatarrados de los muertos junto a los que pasaba. ¡Valiente guerrero proscrito estaba hecho!
En la boca del barranco había una amplia zona pisoteada en la que se entrecruzaban huellas de ida y venida de caballos. Los soldados debían de haber dado por muertos a sus compañeros. Los hombros de Elminster se hundieron; no podría alcanzar a los caballos en una nieve tan profunda. Él y los otros supervivientes estaban condenados, a menos que hiciera acopio de cuantas ballestas y espadas pudiera, las llevara a los restantes proscritos que aguardaban en la oscuridad, e hicieran de las cuevas una trampa mortal para los soldados. Aun así, algunos sobrevivirían para identificar el escondite en posteriores incursiones y, además, cabía la posibilidad de que iniciaran el ataque arrojando un conjuro de fuego dentro de las cuevas. No.
Elminster se sentó pesadamente en una roca para pensar. El que se agachara tan inesperadamente le salvó la vida; la saeta de una ballesta zumbó justo por encima de su cabeza y se perdió en un banco de nieve próximo. El príncipe más joven de Athalantar —quizás el
último
príncipe de Athalantar— se zambulló de cabeza en la nieve precipitadamente y gateó sobre la fría superficie hasta situarse detrás de la piedra, acurrucado. Se asomó para atisbar en la dirección que había venido el proyectil.
Como era de esperar, en lo alto del risco desde donde se dominaba el barranco había un soldado. Habían dejado a uno de los suyos para cazar a los proscritos en su madriguera o para rastrearlos si la abandonaban en masa. ¡Claro! Por eso había tantos rebeldes muertos con saetas clavadas.
Elminster suspiró. ¡Buen guerrero experto en bosques estaba hecho! En fin, el caballo de este soldado tenía que estar en algún punto por debajo de su posición, al otro lado del risco. Si pudiera apoderarse de él y galopar fuera del alcance de la ballesta a tiempo...
Sí, claro, y también las ranas podían volar... Elminster frunció el ceño e intentó recordar dónde habían quedado tiradas las ballestas. El último soldado, el que casi había acabado con él... ¡Sí! Ése había disparado tres ballestas y después las había dejado caer... ¡en el matorral, allí atrás! El joven inhaló hondo una vez y después empezó a arrastrarse sobre el vientre por la nieve. Una saeta pasó silbando a su lado, muy cerca, pero, con un poco de suerte, el soldado no tendría tiempo de hacer un segundo disparo.
—Tempus y Tyche, ayudadme, porque creo que me hace falta que los dos me echéis una mano —musitó Elminster mientras se apresuraba sobre el helado polvo de nieve.
Un momento después había llegado al matorral y se agachaba al sentir el impacto de una tercera saeta, que desprendió nieve del cercano ramaje, chocó contra un arbolillo y cayó rota en el suelo, en algún punto a su izquierda. ¡Qué distinta era esta lucha de las que cantaban los juglares itinerantes!
Mientras pensaba esto, llegó donde estaban las dos primeras ballestas, tiradas en la profunda nieve. Estaban mojadas, pero, con la gracia de los dioses, seguirían disparando con puntería hasta que se secaran; entonces, sin duda, se torcerían un poco. Un estuche y las saetas esparcidas que había contenido estaban tirados junto a las ballestas.
Con calma, Elminster giró el resorte del arma. Arriba, en lo alto del risco, podía oír el apagado chasquido del mecanismo que amartillaba la ballesta del soldado apostado allí. La tercera ballesta del soldado muerto estaba tirada unos cuantos pasos delante del matorral, pero Elminster no se atrevió a salir a recogerla. Cuando tuvo las otras dos amartilladas, el joven empezó a deslizarse lateralmente por el matorral.
El impacto de una saeta desprendió polvo de nieve cuando el proyectil se hundió en un árbol dónde Elminster había estado antes. El joven esbozó una mueca y avanzó un paso para tener mejor vista. El soldado acababa de agacharse para recoger su segunda ballesta. Elminster dejó una de las suyas en el suelo y, levantando la otra, apuntó hacia donde el hombre se había agachado, perdiéndose de vista.
En el instante en que atisbó un movimiento en aquel punto, disparó.
Tyche estuvo con él. El hombre se incorporó justo en el camino de la saeta; Elminster oyó su respingo de sobresalto, lo vio levantar las manos y contempló cómo el arma caía dando tumbos por la nevada pendiente abajo, hacia el fondo del barranco. Un instante después, con un fuerte y sordo golpe, la seguía el cuerpo del soldado.
El joven descargó su segunda ballesta, disparándola sin proyectil para dejar suelto el mecanismo; a continuación recogió las tres armas y el estuche de saetas y rodeó presuroso el risco.
Allí estaba el caballo, solo y sin vigilancia, gracias a los dioses. En cuestión de segundos, Elminster había atado su equipo a lo que parecía una sarta interminable de correas y arreos, subía a la silla, y azuzaba al animal en pos del rastro de los soldados. El caballo lo hizo de buena gana, aunque avanzó resbalando y deslizándose a un paso algo más rápido que un trote y mucho más lento que un galope. Las huellas que había delante eran claras y fáciles de seguir, por lo que Elminster taloneó al caballo en los ijares y lo instó a ir más deprisa. Tenía que llegar al Cuerno de Heldreth antes de que algún hechicero lo localizara con alguna clase de hechizo visualizador y lo matara a distancia.
Poco después cabalgaba a buen paso, con las ballestas brincando dolorosamente contra su espalda y el vaho de su aliento perdiéndose tras él en la atmósfera cada vez más oscura. La noche se acercaba con rapidez sobre las colinas. Tenía que triunfar; las vidas de los proscritos atrapados en el Castillo Rebelde dependían de ello.
Mientras cabalgaba, un súbito recuerdo lo hizo sonreír: las concienzudas disertaciones de su padre acerca del deber de cada hombre y mujer del reino, desde el rey al granjero. Elminster había encontrado lógico que Elthryn hiciera más hincapié en los deberes de un rey y un príncipe que en los de un granjero o un molinero, ya que eran tareas mucho más importantes, el poder mucho mayor, las responsabilidades más onerosas que las de los demás. Ni por un momento había sospechado que él era un príncipe o que lo sería cuando Elthryn muriera. Recordaba con toda claridad las palabras de su padre:
«El primer deber de un rey es para sus súbditos. Sus vidas están en sus manos y todos sus actos deben estar encaminados a lograr un futuro mejor y más seguro para ellos. Todos dependen de él, y todos están perdidos si él descuida sus deberes o gobierna con ánimo caprichoso o intransigente. Se le debe obediencia, sí, pero él debe ganarse la lealtad. Algunos reyes nunca aprenden esto. Y ¿qué es un príncipe sino un muchacho voluntarioso aprendiendo a ser rey?»
—Sí, padre ¿qué es, si no? —preguntó Elminster al viento que pasaba a su lado mientras cabalgaba a todo galope hacia el Cuerno.
El viento no se dignó responder.
Si andando vas en invierno
cuando profunda es la nieve
cuidado con lo que dices:
los ecos lejos se extienden.
Antiguo proverbio de la nieve, Costa de la Espada
Tyche, al menos, había oído sus súplicas. Elminster cabalgaba por un oscuro valle abajo, tras el patente rastro dejado por los soldados, cuando los localizó agrupados un poco más abajo, encendiendo lumbres; las huellas en la nieve ponían de manifiesto que se habían encontrado y reunido con otra patrulla, en lugar de dirigirse al alcázar, que todavía estaba a una considerable tirada. La noche caería sobre ellos muy pronto, en el interior de las colinas, y habían parado para acampar.