Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
El viento los zarandeó con fuerza al llegar al angosto hueco entre las rocas, aullando y levantando remolinos de nieve a su alrededor. Engarl se esforzó para mantenerse de pie mientras el viento zarandeaba la larga lanza que llevaba. Se la había cogido a un soldado que ya no la iba a necesitar; Engarl lo había derribado de una pedrada arrojada con gran puntería, antes de que las hojas de los árboles empezaran a caer.
Los proscritos tomaron posiciones, dejándose caer de rodillas en la nieve, y enterrándose en ella. La nieve pasaba en torbellinos a su alrededor y, a medida que se colocaban y se quedaban inmóviles, los cubría, escondiéndolos bajo un manto de blancura y convirtiéndolos en meros bultos de nieve amontonada por la tormenta.
—¡Que los dioses
maldigan
a los hechiceros! —La voz, traída por el viento, pareció alarmantemente próxima. Y lo mismo ocurrió con la respuesta:
—No sigas por ahí. Sabes que no conviene decir esas cosas.
—Tal vez yo lo sepa, pero mis pies helados, no. Les gustaría más encontrarse junto a un crepitante fuego, en...
—
Todos
nuestros pies estarían mucho mejor allí. Y lo estarán, quieran los dioses, muy pronto. Acuchillar proscritos te hará entrar en calor si tu vista es lo bastante penetrante para encontrar alguno. Y, ahora, ¡cierra el pico!
—Quizá los dioses tengan otros planes —comentó Elminster calmosamente, sabiendo que el viento se llevaría sus palabras hacia atrás, fuera del alcance del oído de los hombres de armas.
Alcanzó a oír una risita como respuesta, a su izquierda: Sargeth. Un instante más... Entonces oyó una seca pregunta, el ruido de nieve chafada y removida, y el fuerte relincho de un caballo sobresaltado. Los hermanos habían atacado. Arghel lo hacía primero, y después Baerold lanzaría el grito desde atrás, si conseguía llegar allí.
Lo consiguió, y el grito fue lo más parecido posible al aullido triunfante de un lobo que Baerold fue capaz de hacer. Los caballos recularon, relincharon y corcovearon en la nieve profunda, por todas partes. Tenían a la patrulla encima.
Elminster se levantó de la nieve como un fantasma vengador, la espada ya desenvainada. Quedarse tumbado, inmóvil, podía significar acabar pisoteado y aplastado por los cascos. Atisbó un fugaz destello a través de la arremolinada blancura cuando el hombre de armas más próximo sacó su sable de la funda.
Un instante después, la lanza de Engarl, bamboleándose torpemente, atravesaba la garganta del soldado. Éste hizo un ruido ahogado, soltó una rociada de sangre al tiempo que su caballo empezaba a dar coces, y después se desplomó, la cabeza hundida, arrastrando la lanza en su caída. Elminster no perdió más tiempo con el hombre muerto; a su derecha, en la arremolinada tormenta, otro soldado espoleaba su montura con la intención de sobrepasarlo por la angosta grieta.
Elminster corrió sobre la resbaladiza nieve tan deprisa como le era posible, del modo que los proscritos le habían enseñado, bamboleándose cómicamente de lado a lado para evitar el deslizamiento de los ventisqueros recientes. Todos los proscritos parecían osos borrachos cuando corrían con nieve profunda. A pesar de su lento avance, el del caballo lo era aún más; sus cascos resbalaban en los baches que señalaban el camino en este punto, y cabrioleaba buscando equilibrio, a punto de desmontar a su jinete.
El hombre de armas vio a Elminster y se inclinó hacia adelante para descargar un tajo sobre el proscrito. El joven eludió el golpe echándose hacia atrás, dejó que la espada pasara silbando, y luego cargó contra el hombre, de costado, y le aferró la pierna con una mano mientras que con la otra paraba la siguiente cuchillada con el filo de su propia espada.
El hombre de armadura, desequilibrado, bramó con creciente desesperación, agitó el brazo libre alocadamente en un vano intento de encontrar un agarradero en el aire vacío... y se desplomó de la silla pesadamente, para aterrizar sobre la nieve, a los pies de Elminster. El joven hundió su espada en el cuello del hombre mientras la rociada de nieve ocultaba todavía su rostro; se estremeció al sentirlo sacudirse con un espasmo bajo su acero, y después se dejó caer en la nieve otra vez, desmadejado. Cuatro años atrás había descubierto que no le gustaba matar, y no se le había hecho mucho más fácil desde entonces.
Pero aquí fuera, en las colinas frecuentadas por proscritos, era matar o que te mataran; Elminster se apartó del hombre de un brinco y echó un vistazo a su alrededor, a la confusión de nieve arremolinada y al apagado tumulto de cascos pateando la húmeda y blanda capa blanca.
Sonó un gruñido, un bramido de dolor, y el pesado golpetazo de un cuerno con armadura al caer sobre el suelo cubierto de nieve, a la izquierda, seguido por un chillido que se cortó bruscamente. Elminster se estremeció otra vez, pero mantuvo su arma enarbolada, precavidamente. Éste era el momento en que los proscritos que se habían hartado de sus compañeros a veces decidían «cometer un error» y, bajo el tormentoso manto de nieve, mataban a alguien que no era un soldado de Athalantar.
Elminster no esperaba semejante traición de sus compañeros, pero sólo los dioses conocían los corazones de los hombres. Como casi todas las bandas de las colinas del Cuerno —al menos, las de aquellos que veneraban a Helm Espada de Piedra y odiaban a los señores de la magia—, ésta no combatía con la gente común. Al no querer que la ira de los hechiceros se descargara sobre granjeros cuyos establos con paja amontonada a veces servían de cálidas camas y cuyos tubérculos enterrados, helados y olvidados, podían alimentar a hombres casi muertos de hambre, los proscritos evitaban a sus vecinos de las colinas. Con todo, habían aprendido a no confiar nunca en ellos. Los hombres de armas de Athalantar pagaban cincuenta piezas de oro por cabeza a quien los condujera hasta los proscritos. Más de uno había sido apresado por confiar demasiado.
La cruda lección era no fiarse de nada que estuviera vivo, desde los pájaros y zorros, que en su huida espantada podían atraer las miradas de las patrullas, hasta buhoneros que podían ir tras el oro y hablar de lumbres y centinelas avistados en lo profundo de las colinas, donde se sabía que los proscritos solían esconderse.
Sargeth apareció entre la incesante nevada, cuyos copos caían ahora perpendicularmente ya que el viento se había calmado de manera repentina. Una amplia sonrisa asomaba entre la nube de vapor que se enroscaba en torno a su boca.
—Todos muertos, Eladar, una docena de soldados. ¡Y uno de ellos llevaba un fardo lleno de comida!
Elminster, a quien los proscritos conocían como Eladar, gruñó:
—¿Ningún mago?
Sargeth se echó a reír y puso una mano sobre el brazo del joven. Le dejó manchas rojas, la sangre de algún soldado ahora tendido, inmóvil, en la nieve.
—Paciencia —dijo—. Si son magos los que quieres matar, matemos primero a suficientes hombres de armas y, por los dioses, que los magos vendrán.
—¿Algo más? —preguntó Elminster mientras asentía con la cabeza. A su alrededor, el viento soplaba de nuevo con renovada energía y resultaba difícil ver a través de la nieve que levantaba.
—Un caballo herido. Lo trocearemos y lo envolveremos en sus capas aquí mismo. Vamos, hay que darse prisa. Los lobos están tan hambrientos como nosotros. Engarl ha encontrado una docena de dagas o más, y también un buen yelmo. Baerold está haciendo acopio de botas, como siempre. Tú ve y ayuda a Nind con el troceo del caballo.
—Un trabajo sucio, como siempre —protestó Elminster al tiempo que encogía la nariz.
Sargeth soltó otra risotada y le palmeó la espalda.
—Tenemos que hacerlo para poder vivir. Míralo como un preparativo para varios banquetes buenos, y trata de no dar muchos bocados de carne cruda como sueles hacer, a menos, claro está, que te guste que la espalda se te congele en la nieve y sentirte débil como un gatito.
Elminster gruñó y echó a andar hacia donde señalaba Sargeth. Un grito de alegría le hizo volver la cabeza con premura. Era Baerold, que venía conduciendo por las riendas a un caballo. Bien; podría cargar con el botín durante un tramo antes de que tuvieran que matarlo para cortar el rastro de huellas que dejarían sus cascos.
A su alrededor, el silbido del viento empezó a aminorar, y con él, la densidad de la nevada. Sonaron maldiciones todo en derredor; los proscritos sabían que tendrían que trabajar muy deprisa si el tiempo se despejaba y se volvía más frío, pues incluso los magos de segunda fila destacados en los alcázares, ahí afuera, disponían de conjuros que podían localizarlos a distancia cuando aclaraba.
Por la gracia de los dioses, sin embargo, se desató otra tormenta poco después de que abandonaran la grieta; aun cuando alguien fuera ya tras su rastro, no podría seguirlos. Los proscritos avanzaron trabajosamente, siguiendo a Sargeth y a Baerold, que conocían cada vertiente de las colinas incluso bajo una cegadora ventisca. Cuando llegaron al profundo manantial que nunca se helaba, un lugar que sabían que los hechiceros mantenían bajo vigilancia con su magia, a distancia, Baerold musitó unas palabras tranquilizadoras al caballo y a continuación descargó su hacha de leñador con fuerza brutal, eludiendo de un salto las sacudidas de los cascos del animal al desplomarse.
Los proscritos dejaron los humeantes restos de cuerpo del caballo para los lobos, se revolcaron en los profundos bancos de nieve para quitarse las peores manchas de sangre y reanudaron la marcha, hacia el norte y a la aullante tormenta, subiendo por barrancas angostas y oscuras, hacia la Caverna del Viento, donde las ráfagas heladas gemían incansablemente en una grieta donde no entraba la luz. Uno tras otro, por turnos, los hombres se agacharon y entraron por la angosta abertura, atravesaron a ciegas, de memoria, la irregular cueva que se abría detrás, y encontraron el beljurilo, una piedra que emitía un tenue brillo, que señalaba la boca del siguiente pasadizo. Caminaron por la oscura cavidad hasta divisar al frente la débil luz de otro beljurilo. Sargeth dio seis golpecitos en la pared del pasadizo, lenta y deliberadamente, hizo una pausa y luego dio otro. Se escuchó un golpe en respuesta, y Sargeth dio dos pasos y se metió en un pasaje lateral secreto. Los proscritos lo siguieron por el angosto túnel. Olía a tierra y a roca húmedas, y descendía en una pronunciada cuesta bajo las colinas del Cuerno.
La luz se intensificó un poco al frente; una luz tenue del color de la cerveza que emitían unos hongos luminosos que crecían en la caverna. Cuando salieron a ella, Sargeth dijo su nombre con voz calma a la oscuridad que había al otro lado, y los hombres que estaban allí bajaron las ballestas apuntadas y contestaron:
—¿Todos de vuelta sanos y salvos?
—Todos, y con carne para hacer un buen asado —respondió Sargeth en tono triunfal.
—¿Caballo o soldados troceados? —preguntó una segunda voz con amarga sorna.
Intercambiaron risotadas antes de continuar descendiendo por otro pasadizo, cruzar una caverna donde dagas de piedra sobresalían del suelo y del techo como los helados colmillos de un enorme monstruo, y dirigirse hacia un pozo en el que brillaba una fuerte luz roja. Una sólida escalera de mano bajaba por el agujero hacia la gran caverna envuelta perpetuamente en vaho. Tanto la luz como el vapor provenían de unas grietas en la roca, en el extremo opuesto, donde se veía gente sentada, arrebujada en mantas, o tumbada y roncando. A cada paso aumentaba la temperatura de la húmeda atmósfera, hasta que los cansados guerreros llegaron junto a las hirvientes aguas de la fuente termal y unas manos amistosas se alzaron para palmear o estrechar las suyas. Estaban en casa, en el lugar que orgullosamente llamaban el Castillo Rebelde.
Era un buen sitio, equipado con mantas apiladas y viejas capas. Los enanos se lo habían enseñado a Helm Espada de Piedra mucho tiempo atrás y, de vez en cuando, los proscritos encontraban leña, antorchas preparadas o estuches con saetas de punta cuadrada abandonados en los pasadizos laterales más profundos, cercanos a los excusados utilizados por los proscritos. Mauri, una proscrita de edad y llena de arrugas, le había dicho a Elminster una vez que nunca habían visto a los enanos.
—Pero quieren que estemos aquí. A la Gente Fornida le gusta cualquier cosa que debilite a los hechiceros, porque ven su perdición en el creciente poderío de los hombres. Ya los superamos mucho en número, al multiplicarnos como conejos, y si alguna vez superamos la magia de los elfos, estarán contemplando sus tumbas...
Ahora, la anciana alzó la vista y, a través de las verrugas y los pelos duros que crecían en ellas, miró al grupo que regresaba, esbozó una sonrisa desdentada y dijo:
—¿Algo de comer, valerosos guerreros?
—Sí, gracias —se chanceó Engarl—, y, cuando nos hayamos hartado te daremos algo para que lo repongas. —Se echó a reír con su chiste, pero los harapientos proscritos, una docena más o menos, que estaban despiertos se limitaron a resoplar con desdén como respuesta; no tenían más comida que cuatro patatas arrugadas que Mauri había guardado a buen recaudo entre los sucios pliegues de sus descomunales senos durante los dos últimos días, y habían estado masticando los amargos hongos brillantes para calmar los dolorosos retortijones de sus estómagos mientras esperaban a que una de las bandas regresara con algo de carne.
Ahora se dieron prisa en encender una lumbre y sacar la improvisada parrilla hecha con hojas de espada oxidadas, entrelazadas en un burdo cuadrado. La banda se quitó los restos de nieve de sus botas pateando el suelo y desenvolvieron los ensangrentados bultos que cargaban. Mauri se inclinó hacia adelante, apartando a cachetazos las manos de los proscritos para ver qué habían traído a su mesa.
La banda de Sargeth era la mejor; todos ellos lo sabían. Elminster, el peor espadachín pero el corredor más veloz, se alegraba de formar parte de ella y guardaba silencio cuando sus compañeros se peleaban o fanfarroneaban. Pasaban demasiado frío y estaban demasiado exhaustos la mayor parte del invierno como para permitirse el lujo de reñir entre sí. Una vez, un hechicero encontró la Caverna del Viento y murió acribillado bajo una lluvia de saetas de ballestas, pero, por lo demás, poco era lo que Elminster había visto a los odiados magos de Athalantar durante los últimos años; los proscritos atacaban patrullas de soldados con tanta frecuencia que los hechiceros habían dejado de ir con ellas.
Un bribón sonriente y barbirrojo que todos conocían como Javal sopló hasta que prendió la llama y dijo con satisfacción: