Elminster. La Forja de un Mago (14 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
10.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Elminster balanceó su propia daga bajo la nariz del guardia que lo había empujado y se escabulló de las enguantadas manos del hombre.

—No —respondió con calma—, pero todas las ratas se parecen.

Estas palabras provocaron respingos y siseantes inhalaciones de aire a su alrededor, seguidos de un corto silencio. La cara del currutaco se demudó de rabia y sus dedos se crisparon entre el cabello de Shandathe mientras la chica se arrodillaba frente a él. Entonces, una sonrisa enfermiza, sesgada y despectiva asomó al semblante de Jansibal, y Elminster sintió helársele la sangre. Este hombre tenía intención de matarlos a ambos, aquí y ahora. Los guardias personales se acercaron más.

—Eso suena como la clase de insulto que un hombre de honor sólo puede responder con un duelo formal, no con una peligrosa reyerta de taberna que le costaría al menos dos guardias personales. —La nueva y firme voz que intervino a sus espaldas pronunció la palabra «honor» con retintín, y Jansibal palideció al reconocerla y también a causa de una renovada ira.

Él y sus hombres giraron veloces sobre sus talones para encontrarse cara a cara con otro dandi que los miraba con un brillo guasón en los ojos. También vestía muy bien, con sedas y dragones rampantes bordados en las mangas abullonadas. En una mano sostenía una jarra grande, y lo flanqueaban dos hombres, vestidos con libreas iguales, que blandían floretes. Las hojas de acero, finas como agujas, estaban apuntadas hacia las entrepiernas de los guardias de Jansibal. El silencio se adueñó del oscuro tugurio y los hombres estiraron el cuello para ver mejor.

—Entre nosotros, Jans —dijo con calma el recién llegado al tiempo que se frotaba el incipiente bigotillo con el borde de la jarra—, ¿es que Laryssa te ha vapuleado otra vez? ¿O Dlaedra no se ha mostrado lo bastante impresionada con tu... eh... enhiesto esplendor?

—¡Vete, Thelorn! —bramó Jansibal—. ¡No puedes andar fanfarroneando por ahí a la protectora sombra de tu padre eternamente!

—Su sombra se extiende mucho más allá que la de tu padre, Jans. Mis hombres y yo nos paramos sólo a echar un trago, pero el espantoso hedor nos atrajo hacia este rincón para ver qué había muerto. Tienes que dejar de ponerte esa porquería, Jans, de veras; ¡alguna doncella podría vaciarte un orinal por la ventana para intentar quitarte de encima esa fetidez!

—¡Esa injuriosa lengua tuya te va acercando cada vez más a una tumba abierta para ti, Selemban! —escupió Jansibal—. Ahora, fuera de aquí o haré que uno de mis hombres te estropee esa bonita cara con unos cristales rotos.

—Oh, yo también te quiero, Jansibal. ¿Cuál de tus dos hombres lo intentará? A mis seis guardias les encantaría saberlo.

Detrás de él, otras dos parejas de hombres de librea avanzaron un paso, las armas prestas brillando a la luz de la lámpara que el tembloroso sirviente sostenía todavía en lo alto del palo.

—No me batiré en duelo con todos esos espadachines tuyos alrededor —dijo Jansibal, enderezándose—. Sé cuánto te gustan los «accidentes» oportunos.

—No tanto como a ti ensartar a alguien con esa cuchilla impregnada con una droga somnífera. ¿No te cansa ese tipo de ardides, Jans? ¿Utilizarlos no te recuerda constantemente el hecho de que eres un gusano? ¿O acaso es una parte tan primordial de tu encantadora naturaleza que ni siquiera lo adviertes?

—Cierra tu mentirosa boca —gruñó Jansibal—, o...

—O sacaras a relucir algún pequeño truco de los tuyos, ¿no? Y acuchillarás a todos estos chicos y chicas que te rodean con tal de desahogar tu pequeña rabieta, sin duda. ¿Qué harás con ellos una vez que estén dormidos? Ah, robarles, por supuesto... ¡Tienes unas costumbres tan caras, Jans! Aunque, quizá, te apetezca un poco de diversión... ¿Qué tal una matanza? He notado que las chicas han subido sus tarifas en tu calle, Jans...

Jansibal emitió un gruñido sordo y se lanzó a la carga. Hubo un destello de luz y una rociada de chispas dispersas cuando las armas de los dos guardias más adelantados se encontraron con algún escudo invisible de magia alrededor del pisaverde atacante, y acto seguido Jansibal se frenó bruscamente cuando Thelorn Selemban, moviéndose sin apresuramiento, desenvainó una espada y la apuntó a la nariz de Jansibal. Unos diminutos rayos blancos recorrieron en espiral la hoja metálica cuando su propio encantamiento atravesó el escudo de Jansibal. En torno a los dos nobles, sus guardias personales se abalanzaron unos contra otros, con las armas enarboladas.

—¡Deteneos, hombres de Otharr y Selemban, en nombre del rey! —retumbó, inopinadamente, una profunda y tonante voz detrás de los contendientes, en la dirección del mostrador. Los guardias de librea se frenaron en tanto que sus amos se ponían tensos y la muchedumbre que los rodeaba se separaba como partida por una cuchilla.

Un hombre que lucía una barba canosa y recortada se adelantó con una jarra en la mano.

—Comandante Adarbron —se identificó de forma tajante—. Cuando esta noche vea a los señores de la magia, les informaré sobre cualquier muerte o derramamiento de sangre que suceda aquí... Y también les haré saber si alguno de los dos me desobedece, milores. Ordenad a vuestros hombres que salgan de aquí y volved a vuestras casas... ¡ahora!

Estaba plantado firme, con una dura mirada en los ojos, y los dos dandis vieron unos hombres situarse raudos a su espalda. Soldados fuera de servicio, sin duda, en cuyos semblantes se advertía un mal disimulado regocijo. Si los nobles desafiaban al oficial, los soldados harían lo más que pudieran para matarlos o lisiarlos a los dos de manera «accidental», y ninguno de sus guardias saldría vivo de la taberna.

—Mis hombres han bebido ya demasiado, de todas formas —dijo Thelorn aparentando tranquilidad, bien que cerca de la mandíbula un músculo se tensaba con un tic. No miró en dirección a Otharr cuando, casi con gentileza, ordenó a los hombres que lo rodeaban—: Podéis marcharos. Yo saldré después de haber bebido a la salud de este excelente y dedicado oficial, cuya decisión apoyo sin la menor reserva, por la gloria de Athalantar.

—Por la gloria de Athalantar —repitieron los murmullos de medio centenar de hombres mientras alzaban sus jarras sin demasiado entusiasmo.

Sin inmutarse, el comandante vio salir a los hombres. Luego, pasando por alto la sonrisa de Thelorn Selemban, clavó una fría mirada en Jansibal Otharr.

—¿Milord? —instó.

De mala gana, sin molestarse en responder, Jansibal hizo un gesto con la mano a sus hombres. Luego se volvió hacia la Sombra, que todavía estaba arrodillada en el rincón, asustada.

—Señores, estaba ocupado antes de la interrupción de Selemban, así que, si me disculpáis...

—En aquel reservado —masculló Elminster mientras señalaba— tendréis más intimidad. Estoy seguro de que a las personas que estaban sentadas aquí cuando vuestros entusiastas hombres las apartaron a empujones les gustaría reanudar lo que hacían antes de
vuestra
interrupción, mi señor.

El pisaverde gruñó como un animal y sus ojos prometieron la muerte de nuevo, pero el comandante intervino con firmeza.

—Haced caso al consejo del joven, Otharr. Su única intención es salvar el nombre de vuestra familia... y recordaros unas cuantas normas elementales de cortesía.

Otharr no volvió la cabeza para mirar, pero sus hombros se pusieron tensos y se giró sin decir una palabra, los dedos firmemente enredados en el cabello de Shandathe, de manera que la chica soltó un pequeño grito de dolor y avanzó de rodillas, presurosa, para evitar que la arrastrara.

Elminster adelantó un paso, pero el noble ya se había parado para retirar la cortina del reservado.

—Una luz aquí —ordenó con brusquedad.

La joven sirvienta de los reservados levantó la tapa de una lámpara y sopló la mecha para avivar la mortecina llama; acto seguido se escabulló precipitadamente.

El reservado costaba normalmente seis halcones de oro; pero, ante la furia del noble y la vigilante mirada del oficial, la muchacha no se paró a discutir el precio... y los guardias que estaban para defenderla a ella y a sus intereses se mantuvieron pegados a las paredes y guardaron silencio. Jansibal Otharr examinó la cama mullida y con colgaduras que ocupaba casi todo el cuartito, asintió con satisfacción y, con un ademán brusco, ordenó a Shandathe tumbarse. La cortina se corrió tras ellos con un furioso ruido deslizante.

Farl alzó la mano, sigilosamente, hacia la lámpara de la pared y amortiguó la luz pellizcando la mecha. Atrajo la atención de una mujer, al otro lado de los bancos, y ella hizo lo mismo con otra lámpara, dejando esa parte de la taberna sumida de nuevo en la oscuridad.

El comandante se dio media vuelta, cuidando de mantener a Thelorn Selemban a su lado. Regresaron al mostrador juntos.

Farl y Elminster intercambiaron una mirada. Farl siguió con una mano en el aire la curva de un imaginario seno, señaló la cortina, y luego apuntó el pulgar hacia sí mismo. Elminster parpadeó despacio, una sola vez; después señaló hacia las letrinas y se tocó el pecho. Farl asintió en silencio, y El empezó a cruzar la estancia hacia donde podía aliviar la vejiga. Si es que iba a haber jaleo, más valía quedarse a gusto.

¿Habían sido igual las cosas antes de que los señores de la magia vinieran a Hastarl? Abriéndose paso a empujones entre los juerguistas borrachos hacia la mortecina zona de los retretes, Elminster se preguntó cómo sería La Moza Besucona cuando su abuelo se sentaba en el Trono de Ciervo. ¿Todos los hombres poderosos eran tan crueles como los dos nobles que casi habían empezado una batalla en la taberna? ¿Hasta qué punto eran más honrados, o más indignos, que Farl y Eladar el Oscuro, dos jóvenes y descarados escaladores?

¿Quién era mejor a los ojos de los dioses: un señor de la magia, un noble currutaco o un ladrón? ¿Cuál era la diferencia entre ellos? Los dos primeros tenían más influencia para hacer daño; el ladrón era sincero, al menos, en lo que hacía... Mmmmm... Tal vez éstas no serían las preguntas más aconsejables ni seguras que hacer a un clérigo o sabio de Hastarl. El apestoso agujero que tenía delante tampoco podía darle las respuestas, así que mejor sería que volviera a la sala antes de que Farl hiciera alguna temeridad. Si iban a tener a todos los soldados de la ciudad buscándolos, quería saberlo...

Cuando estuvo de vuelta en el rincón del fondo, encontró a Farl sentado junto a la cortina. Atrajo la atención de Elminster y luego se deslizó suavemente por detrás de la colgadura, agachado. Elminster se sentó en su sitio, vio que la pareja que tenía al lado no estaba en condiciones de reparar en lo que hacían los demás, y fue tras su compañero.

Los dos amigos permanecieron tumbados, inmóviles, uno junto al otro, inadvertidos en el oscuro suelo alfombrado, en tanto que los jadeos en el cuarto, apenas iluminado, se volvían más intensos y más urgentes. Farl se arrastró lentamente al tiempo que los ruidos amorosos iban in
crescendo
, y alargó la mano en silencio para levantar el vaso de vino —un complemento incluido en el alquiler del cuarto, y cuya superficie tenía una gruesa capa de polvo posado— de su lugar habitual. Con habilidad, vertió su contenido sobre el pabilo de la lámpara.

La alcoba quedó sumergida en una repentina y siseante oscuridad. Elminster se levantó de la alfombra como una serpiente vengativa y, con un movimiento fulgurante, desde atrás, aplastó una mano contra la boca del pisaverde, alargando la otra para sofocar al hombre y hacerle perder el sentido.

Las manos de Farl ya estaban sobre la boca de la Sombra. La chica se sacudió y dio brincos bajo él, luchando por respirar lo bastante para lanzar un chillido, pero sus ojos se abrieron de par en par al reconocer al hombre que tenía encima y dejó de revolverse. Elminster vio una de sus manos aflojar la tensión de los dedos y subir para acariciar el hombro de Farl. Luego no tuvo tiempo para mirar otra cosa que no fuera el noble que tenía debajo de él.

Jansibal iba perfumado y untado de aceites, resbaladizo bajo las manos de Elminster. No había pasado por las horas difíciles y las duras batallas que el joven de Heldon había vivido, pero era más bajo, más pesado y la rabia le proporcionaba fuerza. Se arrojó hacia un lado, arrastrando a Elminster con él, e intentó morder los dedos que lo estaban sofocando.

Elminster echó un brazo hacia atrás, sosteniendo una daga con la empuñadura por delante, y atizó al noble en la mandíbula con fuerza. La cabeza de Jansibal se giró bruscamente, soltando al aire sangre y saliva. El currutaco emitió un sordo gemido, sacudió la cabeza y se desplomó de lado sobre la cama, inconsciente. Un ojo abierto contemplaba sin ver a Elminster; satisfecho, éste se volvió para mirar a su espalda y asegurarse de que nadie había advertido que la luz se había apagado repentinamente al otro lado de la cortina ni había oído los breves ruidos que nada tenían que ver con la práctica amorosa. El jaleo de gente bebiendo seguía sin amainar; a su lado, unos sonidos suaves revelaron que Farl se estaba aprovechando del generoso pago del noble a Shandathe. Las monedas de oro estaban tiradas en el suelo, sin duda esparcidas cuando Otharr abrió el corpiño de la chica rasgándolo; El hizo caso omiso de ellas y se inclinó sobre la pareja entrelazada y, con delicadeza, soltó el distintivo pendiente de la oreja de la Sombra, donde el cabello se enroscaba.

Shandathe liberó sus labios de los de Farl el tiempo suficiente para susurrar un brusco:

—¿Qué...?

Elminster se llevó un dedo a los labios.

—El señuelo para convencer al otro. Volverás a verlo, te lo prometo.

Guardándolo cuidadosamente en la palma de la mano cerrada en hueco, se deslizó tras la cortina otra vez y se dirigió, sin apresurarse, al otro lado de la taberna. Como había supuesto, el comandante y Thelorn estaban juntos en el mostrador.

—Comprenderéis —estaba diciendo el oficial con cansancio— que los hijos de los señores de la magia
deben
dar ejemplo con su conducta para que la gente piense que están cerca de ellos, no por encima. La magia, y aquellos que la dominan, ya son bastante temidos. Si el reino ha de ser fuerte alguna vez, el...

Se interrumpió cuando Elminster se deslizó entre los dos, mostró el pendiente y dijo:

—Pido perdón por la interrupción, milores, pero he sido enviado en una misión amorosa. La dama que lord Otharr estaba tan ansioso por conocer se ha manifestado, de algún modo, defraudada con la... eh... corta actuación del caballero y tiene la esperanza de que otro hombre importante, como vos mismo, mi señor, demuestre que está hecho de otra pasta. Me pidió que os dijera que había quedado impresionada con vuestra labia y donaire, y que le gustaría conocer más a fondo esas cualidades.

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
10.58Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Vanquished by Nancy Holder, Debbie Viguié
New Poems Book Three by Charles Bukowski
Impostor by Susanne Winnacker
Nerd Girl by Jemma Bell
Prophet by Frank Peretti
Past Forward Volume 1 by Chautona Havig
Field Study by Rachel Seiffert
Dragons Reborn by Daniel Arenson


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024