Elminster. La Forja de un Mago (35 page)

—No los toques —advirtió Elmara con voz cortante—, ¡a menos que estés preparado para besar a un lich!

El guerrero dio un paso atrás, con la espada enarbolada y presta.

—Dudo que alguna vez esté preparado para eso —contestó secamente—. ¿Y tú?

—Lo que ha de ser, será —replicó, cortante—. Retrocede hasta la pared del fondo, todo lo lejos que puedas.

Sin mirar para comprobar si había seguido sus instrucciones, se situó junto al ataúd y puso una mano sobre uno de los libros de hechizos, firmemente.

La oscura tapa de madera se desvaneció. Con una velocidad sobrenatural, algo alto, delgado y con túnica se incorporó de donde había estado tendido, desparramando los libros a su alrededor.

Unas manos gélidas se lanzaron sobre Elmara, le agarraron las muñecas y quemaron la carne viva al cerrarse como cepos.

En lugar de echarse atrás, Elmara se inclinó, esbozó una tensa sonrisa frente al consumido rostro de Ondil y pronunció la última palabra de su conjuro. El lich se encontró de pronto con que estaba agarrando aire, en el breve instante antes de que el techo de la cámara se desplomara sobre él, enterrando el ataúd.

La maga reapareció junto a Tarthe, la espalda contra la pared y los ojos fijos en el ataúd. El polvo y los ecos los envolvieron; Elmara se frotaba las abrasadas muñecas cuando vio que las piedras del techo derrumbado empezaban a elevarse en una silenciosa corriente, de vuelta a donde habían venido. Tarthe la miró y luego volvió la vista hacia el sarcófago, y de nuevo la miró a ella. En el semblante del Sable había una expresión de pasmo, pero también, por primera vez desde hacía un buen rato, de esperanza.

Algo polvoriento y roto se alzó del ataúd cuando todas las piedras se hubieron quitado, y se puso de pie, de cara a ellos, tambaleándose. Lentamente, levantó un brazo de huesos astillados. Faltaba gran parte del cráneo, pero seguía teniendo las mandíbulas, que mascullaron algo mientras luchaba por mover el brazo doblado para señalarlos. Una fría luz ardía en una de las cuencas oculares que estaba entera. Los irregulares bordes del cráneo, al que le faltaba la parte superior, se movieron cuando el lich miró a Tarthe. Entonces Elmara susurró una palabra, y el techo se vino abajo otra vez.

Nada se levantó del sarcófago en esta ocasión, y Elmara se adelantó cautelosamente para asomarse al ataúd abierto.

En el fondo había polvo, huesos aplastados y astillados entre los andrajos de unas ropas en otros tiempos excelentes, y los tres libros de magia. Algunos de los huesos se agitaron, intentando moverse. Un brazo destrozado se alzó, tambaleante, para señalar a Elmara, que con gran frialdad extendió la mano, lo agarró y tiró de él.

Cuanto tuvo el brazo, que se aferraba a ella, fuera del ataúd, lo arrojó contra el suelo y lo pisoteó de manera repetida hasta que todos los huesos estuvieron hechos añicos. Luego miró dentro del ataúd de nuevo, buscando otros restos que se agitaran. Otras dos veces tuvo que sacar huesos y machacarlos; ante el espectáculo de la joven maga brincando y saltando sobre los huesos, Tarthe empezó de pronto a reír a mandíbula batiente.

Elmara sacudió la cabeza y metió la mano en el ataúd, tocando los libros de magia y musitando las palabras de un último hechizo. Los libros desaparecieron silenciosamente.

A su espalda, las risas de Tarthe se interrumpieron de manera repentina. Elmara giró veloz sobre sí misma a tiempo de ver un hombre sonriente, vestido con túnica, materializarse de una sombra perfilada a un cuerpo totalmente sólido, encima de una parpadeante cosa curvada, metálica, que estaba en el suelo: el yelmo de Tharp.

Era una sonrisa cruel y el que la esbozaba se volvió hacia Elmara, que se puso tensa al evocar un rostro grabado a fuego en su memoria para siempre. ¡El señor de la magia que montaba el dragón que arrasó Heldon!

—Oh, sí, Elmara. ¿O debería llamarte Elminster Aumar,
príncipe
de Athalantar? Tharp era mi espía entre los Sables Intrépidos desde el principio. También tú has resultado muy útil, encontrando todo tipo de descontentos y resentidos, y magia oculta y oro. Sí, los señores de la magia te agradecen especialmente lo del oro... Nunca se tiene bastante, ya sabes. —Sonrió al tiempo que la daga lanzada por Tarthe pasaba a través de él, dando vueltas, chocaba contra la pared opuesta de la cámara y caía al suelo.

Un momento después, las llamas rugieron a través del cuarto. El cuerpo en llamas de Tarthe Maemir, jefe de los Sables Intrépidos, fue arrojado por el aire y se estrelló contra la pared; Elmara oyó chascar las vértebras del cuello. El señor de la magia bajó la vista hacia el ardiente cadáver y sonrió con mofa.

—¿De verdad me considerabas tan necio como para revelar dónde estaba verdaderamente? ¿Sí? En fin...

Elmara estrechó los ojos y pronunció una sola palabra. El ruido de un cuerpo al chocar con fuerza contra una pared llegó a sus oídos, y la imagen del señor de la magia desapareció.

Al cabo de un instante, el hombre apareció no muy lejos, derrumbado contra la pared. Dirigió una fría mirada a Elmara, que mascullaba las palabras de otro encantamiento más poderoso.

—Te agradezco que hayas destruido a Ondil —dijo—. Disfrutaré aumentando mi poder mágico con el suyo. Estoy en deuda contigo, brujilla, y por lo tanto es para mí un deber y un placer librarnos de tus molestos ataques de una vez por todas.

El anillo que llevaba en un dedo centelleó una vez, y el mundo estalló en llamas. Moviendo todavía las manos en los gestos débiles y vanos de un conjuro roto, Elmara fue lanzada hacia la destrozada ventana por la que habían salido los dos ladrones, envuelta en un chorro de llamas chisporroteantes y abrasadoras. Aulló de dolor, sintiendo el fuego como garras en su cuerpo, y se giró en el aire mientras caía para dar la impresión de estar indefensa el mayor tiempo posible antes de invocar los poderes de su conjuro de vuelo, que todavía funcionaba. El libro atado al estómago parecía resguardarla de las llamas, pero en sus oídos sonaba constantemente el siseo de su cabello ardiendo.

Allá abajo yacían los cuerpos destrozados de los dos ladrones, y una amplia zona chamuscada, donde unos bultos informes todavía desprendían humo; era todo cuanto Briost había dejado del miembro más joven de los Sables y de los caballos que guardaba. A pocos palmos por encima de ellos, y cuando ya casi rozaba el suelo, Elmara domeñó su voluntad y salió disparada hacia arriba, dejando una estela de humo tras ella, de sus ropas prendidas. Lloró mientras volaba, pero no por el creciente dolor de las quemaduras.

En el pequeño bote abierto viajaban un hombre y una mujer. El viejo y encanecido hombre, que iba en la popa, cinglaba con constante regularidad, haciéndolo navegar a través de las densas brumas del ocaso.

Observó a la joven de nariz aguileña, que estaba cerca de la proa, y preguntó:

—¿Vas al templo, joven dama?

Elmara asintió con la cabeza. Motas de luz centelleaban y se agitaban de manera continua en torno al bulto grande que sujetaba con las dos manos contra su pecho, ocultando su verdadera naturaleza. El viejo lo miró, de todas formas, y luego apartó la vista y escupió en el agua.

—Ten cuidado, muchacha —dijo, dejando de mover el remo, de manera que el bote fue a la deriva—. No son muchos los que van allí, pero aún son menos los que vuelven al muelle a la mañana siguiente. A algunos ni siquiera los encontramos; de otros sólo quedan montones de cenizas o huesos retorcidos; y a otros los encontramos ciegos o farfullando desatinos, de la mañana a la noche.

La joven doncella de nariz afilada se volvió y lo miró, el rostro vacío de expresión, un largo rato. Luego subió y bajó los hombros en un gesto de indiferencia.

—Es algo que tengo que hacer. Estoy obligada —repuso. Miró al frente, a las neblinas, y añadió quedamente—: Como, al parecer, lo estamos todos demasiado a menudo.

El viejo también se encogió de hombros. La isla de la Danza de Mystra surgió entre las brumas que corrían arrastradas por el viento, al frente: una mole oscura y silenciosa por encima del agua.

La contemplaron mientras se hacía más grande a medida que se acercaban. El viejo hizo virar el bote ligeramente. Unos cuantos segundos después, la embarcación rozó de costado, con suavidad, un viejo muelle de piedra.

—La Danza de Mystra, joven dama —anunció—. El altar está en la cima de la colina que no se ve desde aquí, detrás de la que se alza ante nosotros. Regresaré según hemos acordado. Que Mystra te sea propicia.

Elmara inclinó la cabeza y desembarcó en el muelle, dejando cuatro regios de oro en la mano del viejo al pasar a su lado. El barquero estabilizó su bote, en silencio, siguiendo con la mirada a la joven dama que subía la colina con andar decidido. El esplendor del ocaso ya había quedado atrás y la oscuridad púrpura del anochecer se extendía rápidamente sobre el cielo despejado de Faerun.

Sólo cuando Elmara hubo desaparecido tras la cresta pelada de la cima, el barquero se movió. Se dio media vuelta y se apoyó en el remo con fuerza. El bote se apartó del muelle, y en el viejo y arrugado semblante de su propietario apareció una repentina sonrisa.

La mueca se ensanchó horriblemente a medida que el rostro se descomponía y resbalaba como unas gachas de avena podridas. Unos colmillos afilados crecieron hacia abajo desgarrando la carne deslizante, que goteó desde una barbilla demasiado afilada y cayó al fondo del bote; un rostro escamoso y sonriente susurró:

—Hecho, amo. —Garadic sabía que Ilhundyl estaba observando.

Elmara se detuvo frente al altar: un bloque de piedra liso y oscuro, situado en lo alto de la colina, solitario. El viento suspiraba al pasar a su lado, y la joven ofreció una sentida plegaria a Mystra; el viento pareció callarse durante un par de segundos. Cuando acabó el rezo, desenvolvió el Libro de Hechizos de Ondil, todavía atado por la brillante banda metálica, y lo puso sobre la fría piedra en actitud reverente.

—Sagrada Dama de Todos los Misterios, por favor, acepta mi regalo —musitó Elmara, sin saber muy bien qué tenía que decir. Se quedó esperando y observando, preparada para guardar vigilia toda la noche si era necesario.

Apenas un segundo después, un escalofrío le recorría la espina dorsal. Dos manos fantasmales, femeninas y de dedos largos, salieron de la piedra del altar. Agarraron el tomo y empezaron a introducirse de nuevo en la roca. De repente, el libro emitió un resplandor cegador y se oyó un sonido alto, claro, vibrante.

Elmara hizo un gesto de dolor y se resguardó los ojos. Cuando pudo volver a ver, las manos y el libro habían desaparecido. El viento soplaba sobre la piedra desnuda, exactamente igual que cuando la había visto al llegar.

La joven sacerdotisa permaneció de pie ante el altar un largo rato, sintiéndose extrañamente vacía y cansada, y, sin embargo, en paz. Ya habría tiempo de elegir el camino que debía seguir a partir de mañana; por ahora, se conformaba con estar allí de pie. Y recordar.

Las gentes de Heldon y los proscritos de la barranca a la salida del Castillo Rebelde; los Manos de Terciopelo tendidos en el callejón; los Sables Intrépidos... Tantos muertos, marchando al encuentro de los dioses, dejándola sola otra vez...

Perdida en su ensueño, Elmara no reparó enseguida en el creciente resplandor colina abajo, al otro lado del altar.

Se adelantó. El resplandor provenía de una esbelta figura femenina que era el doble de alta que ella. La aparición, que vestía túnica, tenía un porte regio y se sostenía de pie en el aire, a bastante distancia del suelo. Sus ojos eran estanques oscuros, y en su semblante apareció una sonrisa cuando hizo un gesto de llamada. Luego se dio media vuelta y empezó a alejarse, caminando sobre el aire, colina abajo. Tras un instante, Elmara la siguió por la ladera azotada por el viento, después alrededor de otra colina, y más allá. Salieron a una playa de guijarros, al otro lado de la isla, en el extremo opuesto a donde estaba el muelle, pero la reluciente figura que la precedía siguió caminando —¡por encima de las olas!— e internándose mar adentro.

Elmara se detuvo y contempló la orilla. Las olas grises rompían incansablemente sobre los guijarros y luego los arrastraban. Al frente, el agua brillaba donde Mystra había caminado por encima. Sin que las olas batientes hicieran en él mella alguna, un camino reluciente se extendía sobre las aguas, al frente. La diosa empezaba a estar distante, todavía avanzando a través de las olas.

Con prevención, Elmara dio un paso hacia el oleaje y comprobó que sus botas seguían secas. La envolvía una fina llovizna, pero sus pies no se sumergían en el agua. ¡Estaba caminando sobre las olas! Animada, apresuró el paso para alcanzarla.

Caminaban mar adentro, dejando muy atrás la isla. La brisa pasaba soplando, fría y constante, empujando el mar hacia la playa. Elmara aceleró la marcha hasta que su respiración se volvió entrecortada, aunque no se atrevió a correr sobre las movedizas olas; sin embargo, no acortó distancia con la brillante figura que la precedía.

Elmara se estaba preguntando adónde irían tan deprisa cuando una voz clara y fría dijo:

—Me has fallado.

Al frente, la figura resplandeciente empezó a apagarse y a desaparecer rápidamente sobre las oscuras olas. Elmara echó a correr de verdad ahora, pero las olas brillantes que tenía delante se volvieron más y más oscuras hasta que el camino desapareció, así como la figura, y de pronto ya no estaba caminando sobre el agua, sino que se zambulló en sus gélidas profundidades.

Emergió, debatiéndose con la fría agua que le entraba por la nariz y la boca; tosió y pataleó, y una ola se estrelló contra su cara. Escupió agua y se dio media vuelta, de manera que la siguiente ola la alzó y la arrastró consigo.

En dirección a la isla, que ahora no era más que un punto negro en el gris mar. Estaba sola en el agua helada, de noche, lejos de tierra firme...

En el aullante viento que soplaba sobre la cumbre de la colina surgió un remolino de luces chispeantes, que se elevó en una vibrante nube de titilante resplandor. De su centro salió una figura alta, vestida con túnica oscura.

El hombre se acercó al liso bloque de piedra y lo contempló fijamente un instante.

—¡Levántate! —ordenó con voz fría.

Sonó un susurro y un rebullir en la piedra que tenía delante, y unos jirones de luz nacarada empezaron a brotar de ella, agitados por el fuerte soplo del viento. El resplandor giró, tomó consistencia, y se convirtió en una figura traslúcida: una mujer que sostenía un libro. Tendió el tomo al hombre de la túnica, que alargó la mano en un rápido gesto. Unos breves relámpagos saltaron alrededor del libro y después murieron. Satisfecho, el hombre lo cogió.

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