Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
—En una cañada, no muy lejos de aquí —contestó el otro elfo al tiempo que señalaba la umbría zona del bosque.
—Uno de tus hombres lo ocultaba bajo el musgo —añadió Ruvaen—. Cuando no lo utilizaba.
Helm Espada de Piedra soltó el aire en un prolongado suspiro.
—Así que quizá sepan todos nuestros planes y se estén riendo de nosotros en este mismo momento.
Los dos elfos no tuvieron que responder. Ruvaen soltó el cristal suavemente en la callosa palma de Helm y le apretó el hombro.
—Esperaremos arriba, en los árboles —dijo—, por si nos necesitas.
Helm asintió con un cabeceo, sin apartar la mirada del cristal que tenía en la mano. Luego alzó la cabeza para contemplar la floresta con gesto pensativo. ¿Quién entraba en el bosque con más frecuencia en aquella dirección para aliviar sus necesidades?
Su curtido semblante cambió de expresión, endureciéndose. Helm guardó el cristal bajo la pechera de la túnica con un gesto brusco y lanzó un sonido corto, como un ladrido. Uno de sus hombres, que descuartizaba un ciervo a poca distancia, alzó la cabeza de su tarea. Sus ojos se encontraron a través de los árboles, y Helm hizo un gesto de asentimiento. El hombre se volvió y repitió el mismo sonido.
Pronto, todos estaban reunidos, la veintena, más o menos, de caballeros que Helm había llevado con él a las profundidades del bosque Elevado; todos los que todavía se atrevían a blandir un arma en abierto desafío a los señores de la magia, amparándose tras el fino escudo de misterio elfo y proporcionando a la Buena Gente una primera línea de espadas y arcos con la que impedir que las hachas de los leñadores talaran un nuevo y mayor Athalantar sin oposición.
La magia de los elfos los ocultaba a la visión de los hechiceros que regían Athalantar, pero no era muy eficaz para el combate mágico, aparte de apagar fuegos y encubrir a la gente del Pueblo. La amenaza de hechizos elfos más importantes había mantenido a los señores de la magia a raya hasta ahora, por lo menos. Ello había dado tiempo a Helm para planear un levantamiento que tal vez podría —sólo tal vez, con la ayuda de los dioses— aniquilar este gobierno autoritario de hechiceros, y devolverle el tranquilo Athalantar por el que había luchado y al que había amado tanto tiempo atrás. Así que habían atacado, de noche y por sorpresa, para desaparecer de nuevo entre los árboles o perecer bajo una tormenta de conjuros, en tanto que los largos años se hacían interminables y Helm se sentía más desesperado conforme el Athalantar de su juventud se desvanecía lentamente en el pasado.
Los crudos inviernos y los amigos muertos lo habían ido endureciendo, enseñándole a ser paciente. Sin embargo, ahora, este cristal cambiaba las cosas. Si los señores de la magia conocían el número de sus fuerzas, los nombres, los proyectos y los campamentos, tendrían que atacar enseguida, ya, u olvidarse del tema, si querían tener alguna oportunidad de sacar en limpio algo más que una tumba anónima o servir de alimento a los lobos.
Aguardó en silencio, el semblante pétreo, hasta que el más impaciente de sus hombres —Anauviir, por supuesto— habló:
—Eh, Helm, ¿qué pasa?
Sin pronunciar una palabra, Helm se volvió hacia Halidar al tiempo que alzaba el cristal visualizador. El rostro de Halidar se puso lívido. El hombre se levantó de un salto y giró sobre sí mismo con rapidez para darse a la fuga, pero entonces lanzó una exclamación ahogada y cayó hacia atrás lentamente, hasta quedar recostado en Helm. El viejo caballero permaneció impasible mientras el traidor se deslizaba poco a poco por su pecho y se desplomaba en el suelo del bosque. La daga de Anauviir sobresalía de la garganta de Halidar, justo debajo de la boca contraída. Helm se agachó para extraer el arma en completo silencio; la limpió y se la devolvió a su propietario. Halidar siempre había sido rápido... y Anauviir siempre lo había sido más. Helm levantó el cristal para que todos lo vieran.
—Los señores de la magia nos han tenido vigilados —anunció tajantemente—. Puede que desde hace años.
—Los semblantes se tornaron pálidos a su alrededor—. Ruvaen, ¿te sirve esto para algo? —preguntó mientras alzaba el brazo en el que sostenía el cristal.
Algunos de sus hombres miraron hacia arriba, sin poder evitarlo, aunque para entonces todos sabían que no verían otra cosa que hojas y ramas.
—Utilizado de forma adecuada puede hacer arder la mente de un señor de la magia —respondió una voz musical, suave.
Hubo un murmullo de aprobación, y Helm arrojó el cristal a lo alto, hacia las ramas que había encima. No volvió a caer.
Con la mano todavía levantada, Helm miró a sus hombres, en derredor. Sucios, de mirada sombría y armados como si fueran una especie de guardias personales mercenarios de los que contratan hombres gordos y opulentos para darse tono. Le sostuvieron la mirada, demacrados y ceñudos. Helm los quería a todos. Si hubiera contado con otros cuarenta guerreros como éstos, habría podido labrar un nuevo Athalantar a pesar de los señores de la magia. Pero no era así. Cuarenta hombres de menos, pensó, no por primera vez. Mejor dicho, ahora, cuarenta y uno...
—Mantened la calma, caballeros —sonó la armoniosa voz de Ruvaen inesperadamente en los árboles que tenían encima—. Se acerca un hombre que hablará con vosotros. No trae malas intenciones.
Helm alzó la cabeza, sobresaltado. Los elfos no permitían que otros humanos se aventuraran tan dentro del bosque... Y entonces algo empezó a hacerse visible detrás de un árbol cercano. Anauviir lo vio al mismo tiempo que Helm y emitió un siseo de alarma a la par que aprestaba su arma. Entonces la borrosa figura adelantó un paso, y las brumas mágicas se desvanecieron a su alrededor.
El viejo caballero se quedó boquiabierto.
—Bien hallado, Helm —dijo una voz que había creído que no volvería a oír jamás.
Tanto tiempo sin verlo... Estaba convencido de que el chico había muerto a manos de uno u otro señor de la magia, pero no... Helm tragó saliva, se estremeció y luego se inclinó sobre una rodilla al tiempo que ofrecía su espada. Entre sus hombres sonaron murmullos de sorpresa.
—¿Quién es éste, Helm? —inquirió Anauviir con tono cortante, el arma levantada, y la mirada prendida en el delgado recién llegado de nariz aguileña. Sólo un hechicero o un gran sacerdote podía materializarse en el aire de esa forma.
—Levántate, Helm —dijo Elminster sosegadamente, poniendo una mano en el brazo del viejo caballero.
Helm se incorporó, se volvió hacia sus hombres y anunció:
—Arrodillaos si os consideráis auténticos caballeros de Athalantar, porque éste es Elminster, hijo de Elthryn, el último príncipe libre del reino.
—¿Un señor de la magia? —preguntó, desconfiado, alguien.
—No —respondió Elminster en voz queda—. Un hechicero que necesita de vuestra ayuda para destruir a los señores de la magia.
Lo contemplaron fijamente, inmóviles, hasta que, uno tras otro, repararon en la furibunda mirada de Helm e hincaron la rodilla en el suelo alfombrado de hojas caídas.
Elminster esperó hasta que el último, Anauviir, se hubo arrodillado.
—Levantaos, todos vosotros —dijo entonces—. En este momento no soy príncipe de nada, y lo que preciso son aliados, no cortesanos. He aprendido magia suficiente para derrotar a esos hechiceros, creo. Pero sé que cuando cualquier señor de la magia se encuentra en problemas, llama a otro en su ayuda y, en un par de segundos, me encontraría con cuarenta o más entre manos.
Sonaron unas risitas lúgubres, y los caballeros se aproximaron inconscientemente. Helm lo vio en sus semblantes y lo sintió dentro de sí: por primera vez en muchos años, verdadera esperanza.
—Cuarenta son demasiados para mí —prosiguió Elminster—, y tienen a sus órdenes muchos soldados, demasiados para mi gusto. Los elfos han aceptado combatir conmigo en los próximos días para limpiar esta tierra de señores de la magia para siempre, y espero encontrar otros aliados en Hastarl.
—¿En Hastarl? —repitió Anauviir, sobresaltado.
—Sí. Antes de que haya transcurrido una decena de días, tengo planeado atacar Athalgard. Lo único que me falta son unos buenos espadachines. —Miró en derredor a los guerreros, marcados de cicatrices y sin afeitar—. ¿Estáis conmigo?
Uno de los caballeros alzó los ojos para encontrarse con los del príncipe.
—¿Cómo sabemos que esto no es una trampa? Y, si no lo es, ¿cómo estamos seguros de que tus hechizos son lo bastante poderosos para no fracasar una vez que estemos dentro de ese castillo, sin salida?
—Yo albergaba esas mismas dudas —sonó la voz de Ruvaen desde arriba—, y exigí que este hombre demostrara su valía. Ha matado a dos señores de la magia en lo que va de día, y otra maga trabaja con él. No temáis en lo referente a que falle su magia.
—Y fijaos —añadió Helm—. Conozco al príncipe desde el día en que el dragón del mago real asesinó a sus padres y él me juró, siendo todavía un chiquillo, no lo olvidéis, que algún día vería muertos a todos los señores de la magia.
—Ha llegado el momento —declaró Elminster con voz acerada—. ¿Puedo contar con los últimos caballeros de Athalantar?
Hubo murmullos y arrastrar de pies en el suelo.
—Si se me permite —empezó Anauviir, vacilante—, quisiera hacer una pregunta. ¿Cómo puedes protegernos de los hechizos de los señores de la magia? Celebraría la posibilidad de acabar con unos cuantos brujillos y soldados, pero ¿cómo podría, cualquiera de nosotros, acercarse lo bastante a ellos para tener esa posibilidad?
—Los elfos combatirán a vuestro lado —se oyó de nuevo la voz de Ruvaen—. Nuestra magia os ocultará o protegerá siempre que nos sea posible, para que así podáis enfrentaros a vuestros enemigos espada contra espada por fin.
Hubo murmullos de aprobación a estas palabras, pero Helm se adelantó y levantó las manos pidiendo silencio.
—Os he dirigido, pero esto es algo que cada uno debe decidir por sí mismo... Por muchas frases grandilocuentes que intercambiemos aquí, la muerte no es un resultado tan improbable. —El viejo caballero escupió en las hojas que había a sus pies con gesto absorto y añadió—: Sin embargo, pensad esto: la muerte también nos llegará si decimos no y continuamos escondiéndonos en el bosque. Los señores de la magia están diezmándonos poco a poco, hombre a hombre... Rindol, Thanask... Conocíais a todos los que han caído, y no pasan dos semanas sin que los soldados no nos busquen en cada cueva y soto donde nos escondemos. Dentro de un verano, dos a lo sumo, nos habrán cazado a todos. En cualquier caso, nuestras vidas están perdidas, así que ¿por qué no emplearlas en forjar un arma con la que nos llevemos por delante a uno o dos señores de la magia antes de caer nosotros?
Entre los caballeros hubo muchas cabezas que asintieron en silencio, y armas que fueron enarboladas. Helm se volvió hacia Elminster con una sonrisa en la que no había ni el menor atisbo de alegría.
—Estamos a tus órdenes, mi príncipe —dijo.
Elminster miró a su alrededor, a todos ellos.
—¿Estáis conmigo? —preguntó directamente. Hubo asentimientos de cabeza y «síes» mascullados. El príncipe se inclinó hacia adelante y dijo—: Necesito que todos vayáis a Hastarl, pero no juntos sino en pequeños grupos o de dos en dos, para no llamar la atención y que no os mate al mismo tiempo algún señor de la magia vigilante. Justo fuera de las murallas, río arriba, hay un foso donde se queman los cadáveres y los desperdicios; los mercaderes acampan a menudo en sus inmediaciones. Reuníos allí antes de que hayan transcurrido diez días y buscadme a mí o a un hombre que se llama Farl. Vestíos como buhoneros o comerciantes; los elfos han preparado vino de menta para que lo llevéis como mercancía... —Elminster les sonrió y añadió con malicia—: Procurad no beberos todo antes de llegar a Hastarl.
Estallaron risas divertidas en esta ocasión, y los ojos de los hombres brillaron de ansiedad.
—Hay una caravana de provisiones que se dirige a las plazas fuertes orientales y que acaba de partir del fuerte de Heldon —dijo Helm con excitación—. Estábamos debatiendo si corríamos el riesgo de atacarla. ¡Nos proporcionaría ropas, monturas, bestias de carga y carretas!
—¡Estupendo! —aprobó Elminster, sabiendo que ahora no podría detenerlos aunque lo quisiera. El ansia de combate les iluminaba los ojos; era una llama que él había avivado y que ardería hasta que ellos, o los señores de la magia, estuvieran todos muertos. Sonaron gritos de anhelante aprobación. Helm atrajo la mirada de todos los caballeros hacia la suya, y, desenvainando su vieja espada, la enarboló sobre su cabeza y se fue dando la vuelta.
—¡Por Athalantar y la libertad! —gritó, y la voz resonó entre los árboles.
Veinte espadas centellearon en respuesta al tiempo que sus dueños coreaban las palabras. Acto seguido se pusieron en marcha, corriendo con empeño hacia el sur, entre los árboles, con las espadas desenvainadas reluciendo en sus manos, y Helm a la cabeza.
—Te doy las gracias, Ruvaen —dijo Elminster mirando las hojas en lo alto—. Protegedlos en su camino hacia el sur, ¿quieres?
—Por supuesto —contestó la voz musical—. Ésta es una batalla que ningún elfo o humano leal a Athalantar debería perderse. Además, debemos mantenerlos bajo estrecha vigilancia, por si hubiera más traidores entre los caballeros.
—Sí, bien pensado —aceptó Elminster—. No se me había ocurrido esa idea. He de irme.
Hizo un breve gesto con una mano y desapareció. Los dos elfos descendieron del árbol para asegurarse de que todas las lumbres de cocinar de los caballeros estaban bien apagadas. Ruvaen miró hacia el sur, sacudió la cabeza y se apartó de los últimos hilillos de humo que arrastraba el viento.
—Qué gente tan precipitada —comentó el otro elfo, sacudiendo también la cabeza—. La prisa nunca trae nada bueno.
—No, nada bueno —se mostró de acuerdo Ruvaen—. Sin embargo, serán ellos los que, con su temeridad e ingente proliferación, gobernarán este mundo antes de que nuestro tiempo haya pasado.
—Me pregunto cómo serán los Reinos entonces —repuso el otro elfo con gesto sombrío, mirando hacia el sur, a los árboles por donde los humanos habían desaparecido.
Ocho días después, el dorado sol de la tarde vio a dos cuervos posarse en un árbol atrofiado, justo al otro lado de las murallas de Hastarl. Las ramas se mecieron un instante bajo el peso de las aves y luego, de repente, no había nada en ellas. Dos arañas se escabullían tronco abajo entre las fisuras y cicatrices de la corteza; poco después desaparecían por las grietas de la pared de cierta posada.