Elminster. La Forja de un Mago (45 page)

—Esto es muy importante para ti —dijo El, de pie en una pelada colina en el extremo más occidental del valle Embrujado.

—Más aún para ti. Ésta es la mayor prueba que vas a pasar —contestó Myrjala—, y, si tienes éxito, habrás hecho por Faerun algo que será más útil que lo que la mayoría de los magos logran llevar a cabo nunca. Quedas advertida: esta tarea te ocupará un ciclo al menos, y consumirá parte de tu fuerza vital.

—¿Cuál es esa tarea?

Myrjala señaló con el brazo al barranco que se abría a sus pies, un lugar de piedras peladas, malas hierbas y tocones cenicientos de árboles consumidos en un fuego mucho tiempo atrás.

—Devuelve la vida a este sitio, desde donde nace este manantial hasta donde se une al Darthtil, a medio día de camino de aquí.

Elmara la miró de hito en hito.

—¿Devolverle la vida con conjuros? —Su maestra asintió con un cabeceo—. ¿Por dónde empiezo?

—Ah —repuso Myrjala mientras se elevaba en el aire—. Intentarlo, corregir errores y volver a intentarlo es la parte mejor de la tarea. Me reuniré contigo en este punto dentro de un año.

Entonces un fuerte brillo irradió a su alrededor y la hechicera desapareció.

Elmara cerró la boca y contuvo las inútiles protestas y preguntas. Luego volvió a abrirla y dijo en tono quedo:

—Que los dioses te sean propicios, Myrjala.

Luego bajó la vista al desolado barranco. Conocerlo a fondo tenía que ser el primer paso para empezar la tarea encomendada.

Las garras del dragón rodearon a Elmara. Ella las vio cerrarse sin perder la calma, sin hacer nada... y las gigantescas garras se desvanecieron un instante antes de llegar a tocarla. Entonces el creciente soplo de la brisa arrastró las últimas brumas del conjuro y se encontró mirando a Myrjala a través de la pelada cumbre de la colina, en este día lluvioso y ventoso de Eleint, en el Año de la Desaparición de Dragones. Las nubes pasaban velozmente, muy bajas, en el encapotado cielo grisáceo.

—¿Por qué no me atacaste? —preguntó su maestra, que tenía arqueadas las cejas—. ¿Has discurrido otro modo de deshacer un conjuro de garras de dragón?

—No se me ocurría ninguna forma que no te hiriera gravemente con los hechizos que me quedan —dijo El—. Sabía que podía aguantar el daño y sobrevivir... por los pelos. De otro modo, podría haber perdido una maestra y, lo que es peor, una amiga.

—Sí —asintió quedamente Myrjala, que la miraba a los ojos. Movió la mano en un gesto circular.

De repente, las dos mujeres estaban en una hondonada del lado de sotavento de la colina, donde se encontraba su campamento. Se miraban la una a la otra a través de la hoguera que se había prendido por sí misma; obra de Myrjala, por supuesto.

En ocasiones El pensaba en lo poco que sabía sobre la vida y poderes de su tutora, aunque una y otra vez, en su largo aprendizaje juntas, se había dado cuenta de lo poderosa que tenía que ser la hechicera conocida en todo Faerun como «Ojos Negros». En este mismo momento, tenía un extraño presentimiento mientras miraba a Myrjala fijamente a través del fuego.

La hechicera de más edad contemplaba las llamas y en sus ojos se advertía tristeza.

—Tu trabajo en el barranco fue soberbio, mucho mejor que el mío cuando me fue encomendada la misma tarea. Ahora eres más fuerte que Myrjala en poder mágico. —Suspiró y añadió—: Y ahora
tienes
que ir en busca de aventuras tú sola para probar nuevos modos de usar los conjuros y cambiar aquellos que conoces para hacerlos realmente tuyos... y así llegar a un dominio total del poder que posees y no quedarte para siempre a la sombra de una maga consejera y guía. —Las lágrimas empañaban los negros ojos cuando se alzaron para encontrarse con la horrorizada mirada de Elmara.

»De otro modo —añadió Myrjala lentamente—, los días y los años pasarían, y las dos nos debilitaríamos al aferrarnos la una a las faldas de la otra para siempre en busca de apoyo, sin evolucionar ninguna de las dos por derecho propio.

Elmara se quedó mirándola en silencio.

—Esto es por lo que la vida de un mago es muy solitaria —dijo Myrjala suavemente—. ¿Has oído lo que te he dicho y estás conforme?

Elmara siguió mirándola, temblando.

—Así que tenemos que separarnos —musitó—, y yo he de continuar sola... para enfrentarme a los señores de la magia.

—Todavía no estás preparada para reanudar tu venganza. Primero vive y aprende un poco más. Búscame cuando sientas que estás lista para disputarles el Trono del Ciervo y te ayudaré si está en mi mano. Pero, si no te marchas —añadió suavemente—, no habrás conseguido nada sola, y eso es algo que tienes que hacer.

El silencio se cernió abrumador sobre la hoguera durante largo rato antes de que Elmara asintiera con la cabeza de mala gana.

—Hay algo que te he ocultado —dijo entonces lentamente—, y no quiero que siga habiendo este secreto entre nosotras. Si vamos a separarnos, no está bien que no sepas la verdad.

Se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo. Myrjala observó a Elmara que, desnuda a la luz de la hoguera, musitó las pocas palabras de un hechizo que había guardado en su memoria desde aquel día en el panteón, y su cuerpo cambió. Myrjala dejó caer las manos que había levantado para tejer un rápido conjuro si era preciso, y miró fijamente al hombre desnudo que estaba al otro lado del fuego.

—Ésta es mi verdadera apariencia —dijo el hombre de nariz aguileña—. Soy Elminster, hijo de Eltrhyn, príncipe de Athalantar.

Myrjala lo contemplaba gravemente, con ojos sombríos.

—¿Por qué adoptaste la forma de una mujer?

—Mystra lo hizo para ocultarme de los señores de la magia, ya que mi aspecto les era conocido, y también, creo, para obligarme a aprender a ver el mundo desde una perspectiva femenina. Me conociste como una mujer y temí que descubrir mi verdadera naturaleza te incomodaría y mandaría al traste la confianza que había entre nosotros.

—He llegado a quererte —murmuró Myrjala con voz queda—, pero esto... cambia las cosas.

—También yo te quiero —repuso Elminster—. Es una de las razones por las que... conservé mi apariencia de mujer. No quería cambiar lo que compartíamos.

La maga rodeó la hoguera y lo abrazó.

—Elminster, o Elmara o quienquiera que seas, ven y come conmigo una última vez. Nada puede cambiar el buen trabajo que hemos hecho juntos.

Era de noche, y la hoguera se había reducido a un fuego bajo. Myrjala era una sombra al otro lado de los rescoldos cuando volvió la cabeza y preguntó en voz queda:

—¿Adónde irás?

—No lo sé. —Elminster se encogió de hombros—. Al oeste, a ver el Calishar, quizá.

—¿El Calishar? Ten cuidado, Elminster... —La voz se le atascó con el nombre poco familiar—. Ilhundyl, el Mago Loco, mantiene el dominio en esas tierras.

—Lo sé. Por eso voy. Tengo algunas cuentas pendientes allí. No puedo pasarme la vida dejándolo
todo
a medias.

—La mayoría lo hace.

—Yo no soy la mayoría, y no puedo. —Contempló el fuego con fijeza, largamente—. Te echaré de menos, señora... Cuídate.

—Que los dioses velen por ti, Elminster.

Los dos se deshicieron en lágrimas mientras se abrazaban. Cuando se separaron a la mañana siguiente, ambos lloraban.

Ilhundyl soltó a los leones en el laberinto cuando vio al intruso, pero los felinos se quedaron petrificados en mitad de un rugido cuando los conjuros del extraño los alcanzaron. El mago de nariz aguileña que había paralizado a las bestias siguió caminando sin siquiera reducir la velocidad, encontrando el camino infaliblemente a través de paredes ilusorias y trampas de portales, y cruzó la terraza que había delante de la Gran Puerta, hacia el acceso oculto. Ilhundyl apretó los labios y pronunció unas palabras que jamás creyó tendría que usar.

En medio de crujidos, unas estatuas de piedra se movieron. Nubes de polvo cayeron de sus articulaciones al tiempo que unos rayos salían disparados de sus palmas. Los relámpagos azules se descargaron sobre el hombre de nariz aguileña, que hizo caso omiso de ellos. Los rayos alcanzaron algo invisible que rodeaba y envolvía al hombre, y chisporrotearon inofensivamente.

Los largos dedos de una de las manos de Ilhundyl tamborilearon en la mesa que tenía delante. Luego, el mago alzó la otra mano, hizo cierto gesto, y murmuró algo. Los gólems se desprendieron de las sólidas paredes de piedra del castillo de la Brujería y caminaron pesadamente hacia el hechicero intruso. Cuando se encontraron cerca, el mago solitario pronunció un encantamiento. Delante del extraño el aire se llenó repentinamente de espadas que giraban. En una vertiginosa acometida, se lanzaron, haciendo saltar chispas, sobre los pétreos colosos, que avanzaron rígida y laboriosamente entre la tormenta de acero.

Ilhundyl contempló la escena con gesto inexpresivo y después se echó hacia adelante para hacer sonar una campanilla que había sobre la mesa. Cuando una joven, vestida con librea, acudió a la llamada con presteza, el semblante ansioso, le dijo en tono sosegado y frío:

—Ordena a todos los arqueros que vayan a la muralla de la Gran Puerta. Tienen que derribar al intruso sea como sea.

La joven salió a todo correr mientras los gólems rodeaban al intruso y levantaban los macizos brazos para aplastarlo como una fruta podrida contra las piedras. El hechicero levantó las manos y unas fuerzas invisibles cortaron un trozo de piedra, separando el pie de la pierna, y lentamente, pero con una fuerza sobrecogedora, el primer gólem cayó.

El castillo de la Brujería se sacudió, e Ilhundyl alzó la vista desde su asiento, con rabia, a tiempo de ver al segundo gólem tropezar con los restos del primero e irse de bruces a su vez.

¡Que los dioses condenaran a este intruso! Ya estaba peligrosamente cerca de la muralla. ¿Dónde se habían metido esos arqueros? Y entonces las flechas cayeron sobre la terraza como una tromba de granizo negro, y el Mago Loco sonrió cuando el cuerpo del hechicero se sacudió, giró sobre sí mismo y cayó, traspasado.

La sonrisa de Ilhundyl se borró y dio paso a un gesto ceñudo cuando, de repente, el asaeteado cuerpo se puso de pie de nuevo. Otra flecha le atravesó la cabeza, que colgó flojamente, y el cadáver se tambaleó y cayó de bruces, sólo para volver a incorporarse otra vez sin que ningún astil le saliera por la boca como antes. Dos flechas volaron hacia él, y el cuerpo giró sobre sí mismo, las piernas dando sacudidas... para dar un brinco y erguirse una vez más, con otro atuendo...

—¡Alto! —bramó el Mago Loco—. ¡Dejad de disparar! —Sus manos fueron hacia la campanilla, sabiendo que era demasiado tarde. Para cuando sus órdenes fueron oídas y transmitidas, todos los arqueros habían muerto. Su enemigo estaba utilizando algún conjuro que cambiaba una persona por otra ¡en una doble teleportación!

Aquél era un hechizo que tenía que aprender. El joven mago debía ser apresado con vida. O, al menos, destruido de modo que su libro de conjuros quedara intacto.

Ilhundyl salió de la habitación y descendió a la Caverna del Viento, donde las suaves formas de cristal se alzaban por doquier, traspasadas por muchos agujeros que entonaban cantos gemebundos cuando soplaba aire. Acabar con este mago quizá le costara todas sus Manos Aladas, pero lo haría, a toda costa. Siempre podía hacer más...

Todavía se encontraba a unos cuantos pasos del arco que conducía a la torre norte, cuando la armadura completa que había a un lado del umbral bajó de su pedestal en medio de chirridos y golpeteo metálico y se encaminó hacia él, enarbolando las armas. Ilhundyl pronunció una queda palabra y giró uno de los anillos que llevaba; luego lanzó un conjuro con unas frases rápidas, masculladas entre dientes. De entre sus dedos salió disparado ácido en una esfera de llamas acres y púrpuras que se expandió durante su vuelo. La siseante esfera se estrelló contra la armadura y salpicó en el suelo. El humo se alzó de las baldosas a medida que el ácido las corroía; las burbujas derretidas de lo que había sido una armadura chapotearon al caer en los agujeros cada vez más grandes de la piedra, deshaciéndose en vapores y gotitas.

De la cámara contigua, otra armadura completa se encaminaba ya hacia él a través de la puerta. Ilhundyl suspiró ante esta chiquillada y arrojó su segundo —y último— conjuro de esfera corrosiva. Esta vez hubo un destello cuando las llamas púrpuras chocaron contra algo en el aire y rebotaron hacia el señor del Calishar. Ilhundyl sólo tuvo tiempo de retroceder un paso antes de que el ácido lo empapara.

Se alzó humo, e Ilhundyl se desplomó sin hacer ruido alguno, deshaciéndose en vapor en lugar de sangre y huesos. Materializándose en el aire, al otro extremo de la galería, reapareció la figura del Mago Loco.

—¡Necio! ¿Creías que eras el único hechicero de Faerun que utilizaba imágenes y conjuros de engaño? —dijo con desprecio.

Agitó una mano con gesto imperioso, y de improviso, a su derecha, se materializaron en el aire unas estacas de piedra. Señaló y, obedientemente, volaron hacia la figura protegida con la armadura. Mucho antes de que la alcanzaran, algún tipo de fuerza las apartó bruscamente y fueron a estrellarse contra las figuras cristalinas de numerosas curvas. Las esculturas de aire de Ilhundyl se desmoronaron, hechas añicos, y los ojos del Mago Loco ardieron de cólera.

—¡Siete meses para crearlas! —bramó—.
¡Siete meses!

Rayos de luz ambarina saltaron de las manos del archimago, extendidas hacia la figura de la armadura. Su blanco se desvaneció de manera repentina, y los rayos atravesaron el lugar donde antes había estado para ir a parar a la pared del fondo de la cámara. Las piedras del muro dieron la impresión de hervir brevemente mientras los rayos las atravesaban, abrían un gran boquete, y continuaban surcando el aire hasta llegar a la pared opuesta de la torre norte y horadarla de igual forma. Fuera, un guardia, invisible desde dentro, lanzó un sobresaltado grito de alarma a sus compañeros.

El enfurecido gobernante del Calishar seguía mirando todavía la destrucción que había ocasionado cuando la figura de la armadura reapareció en un visto y no visto, un poco por detrás de él y bastante a su derecha, en el punto en que las estacas de piedra se habían materializado, y sus puños, enfundados en guanteletes, descendieron con brusquedad uno contra el otro, aparentemente golpeando el aire vacío con sonoros puñetazos. La forma visible de Ilhundyl cayó al suelo sin hacer ruido y desapareció con un parpadeo. Al cabo de un momento, el Mago Loco reapareció en el extremo opuesto de la galería, dominado por una furia ciega.

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