Elminster. La Forja de un Mago (47 page)

Myrjala se volvió de nuevo hacia él, despacio. Las lágrimas brillaban en sus ojos.

—Porque... te quiero —susurró.

—Entonces, quédate conmigo —rogó Elminster. Dejó caer el libro de sus manos, olvidado, pero tuvo que emplear toda la fuerza que le quedaba para dar un paso y rodearla con sus maltrechos brazos—. Enséñame.

Ella vaciló; sus negros ojos parecieron sumergirse en lo más hondo de su ser. Luego, casi temblando, asintió con la cabeza.

Un fuego oscuro, triunfante, brilló en los ojos de Elminster cuando sus labios se encontraron.

Mirtul era un mes seco y ventoso en el Año del Leúcrota Errabundo, especialmente en las calurosas y polvorientas tierras del este.

Elminster estaba en un risco batido por el viento, contemplando con dureza el castillo de los reyes hechiceros, allá abajo, muy lejos. Para llegar aquí, Myrjala y él habían cabalgado durante una decena de días o más pasando junto a los cadáveres de esclavos que hedían bajo el sol.

Y aquí, por fin, estaban sus asesinos. A través del conjuro de visión de águila, Elminster observó látigos ensangrentados subiendo y bajando en aquel patio, desgarrando los cuerpos de los últimos esclavos. Ya no quedaba vida en ellos, pero los hechiceros seguían azotándolos, tejiendo una magia perversa con la consumida fuerza vital de hombres y mujeres a los que habían matado.

Montando en cólera, El descargó hechizos de su propia creación. Los conjuros se extendieron por el aire en una brillante telaraña, y Elminster saltó del risco para ir tras ellos. Avanzaba a zancadas por el aire sobre el castillo cuando éste empezó a tambalearse. Se paró para observar, inmóvil y colérico, por encima del polvo, los gritos y el tumulto.

Algo se elevó a través de una ventana rota, con hombres vestidos con túnicas montados en ello. Elminster lanzó un rayo para hacerlos estallar. El ingenio mágico volador se hizo añicos en medio de una cegadora explosión; los hombres que iban en él fueron zarandeados como muñecos y se precipitaron sobre las ruinas. No volvieron a levantarse. Las piedras rodaron hasta pararse, y el estruendo de su caída se apagó poco a poco. Cuando el polvo se hubo posado, Elminster se volvió, severo el semblante, y regresó caminando por el aire hasta llegar junto a Myrjala, en lo alto del risco.

Sus negros ojos se apartaron del castillo destruido.

—¿Era eso, cuando menos, lo más juicioso de hacer, ya que no el mejor modo de no malgastar vidas y energía? —preguntó suavemente.

—Sí —la cólera centelleó en los ojos de Elminster—, si con ello se consigue que la próxima pandilla de necios reflexione dos veces antes de utilizar esa magia atroz.

—Y, sin embargo, algunos hechiceros seguirán haciendo lo mismo, de todas formas. ¿Los matarás también?

—Si no hay más remedio. —Elminster se encogió de hombros—. ¿Quién iba a impedírmelo?

—Tú mismo. —Myrjala miró de nuevo al castillo—. Le recuerda a uno Heldon, ¿no crees? —preguntó quedamente, sin mirar al mago.

Elminster abrió la boca para rebatirla, pero la cerró sin haber dicho nada, y siguió con la mirada a la hechicera, que pisaba fuera del borde del risco y echaba a andar pausada y tranquilamente por el aire. Sus ojos volvieron hacia las ruinas del castillo, allá abajo, y una súbita vergüenza lo hizo estremecerse. Suspirando, El le dio la espalda al destrozo que había ocasionado, pero miró otra vez el castillo, con impotencia. No sabía ningún conjuro que pudiera volver a ponerlo en pie.

Era una cálida noche a principios de Flamerule, en el Año del Elegido. Elminster se despertó empapado en sudor y se incorporó bruscamente para mirar con ojos enloquecidos a la luna. Myrjala se sentó en la cama a su lado, el cabello cayéndole en cascada sobre los hombros, en los negros ojos una expresión preocupada.

—Estabas gritando —dijo.

Elminster le tendió los brazos, y ella lo estrechó contra su pecho y lo acunó como una madre a un niño asustado.

—Vi Athalantar —susurró El, mirando fijamente la noche—. Caminaba por las calles de Hastarl y había hechiceros por dondequiera que mirara. Y, cuando los miraba fijamente, caían muertos... con el terror pintado en sus rostros...

—Parece que, por fin, estás preparado para ir a Athalantar —repuso Myrjala sosegadamente mientras lo estrechaba contra sí. Elminster se retiró para mirarla.

—Y si consigo salir con vida tras limpiar el país de señores de la magia, entonces ¿qué? Este juramento ha sido la fuerza que me ha impulsado durante tanto tiempo que... ¿Qué haría de ahí en adelante con mi vida?

—¿Qué va a ser? Gobernar Athalantar, por supuesto.

—Ahora que tengo el trono al alcance de la mano —dijo Elminster lentamente—, me doy cuenta de que cada vez lo deseo menos.

Los brazos que lo rodearan lo estrecharon con más fuerza.

—Eso está bien —dijo Myrjala quedamente—. Me estaba cansando de esperar a que crecieras.

Elminster la miró y frunció el entrecejo.

—¿Quieres decir que con la edad superara esa ansia ciega de venganza? Supongo que sí. Entonces, ¿para qué llevarla a cabo?

Myrjala lo miró fijamente en la penumbra, sus negros ojos grandes y misteriosos.

—Por Athalantar. Por tus padres muertos. Por todos los que vivían y reían en Heldon antes de que el dragón se les echara encima. Por la gente de la taberna del Cuerno del Unicornio, y por la de Narthil, y por tus compañeros proscritos que murieron en las colinas del Cuerno.

Elminster apretó los labios.

—Lo haremos —declaró con tranquila determinación—. Athalantar quedará libre de señores de la magia. Juro por Mystra que lo llevaré a cabo o moriré en el intento.

Myrjala, que seguía abrazándolo, no dijo nada, pero él notó que sonreía.

Quinta Parte
Rey
15
Y la presa es el hombre

Tiemblan de miedo en las más poderosas torres

pues el hombre que mata magos ronda esta noche.

Bendoglaer Syndrath, bardo de Cerro Tumulario

De la balada
Muerte a todos los magos

Año de la Moneda Doblada

Eleasias estaba siendo un mes húmedo este año. En la cuarta noche tormentosa consecutiva, Myrjala y Elminster se sintieron agradecidos de poder resguardarse de la lluvia en una taberna de una fangosa calleja secundaria de Launtok.

—Ése es el último enviado athalante puesto a la fuga. No cabe duda de que sus amos han reparado en nosotros a estas alturas —dijo Myrjala con cierta satisfacción mientras se acomodaban en la cabina de un rincón, con sus jarras de cerveza.

—Entonces, vayamos tras los señores de la magia —dijo Elminster mientras se frotaba la manos con gesto pensativo. Se inclinó hacia adelante—. Me has prevenido a menudo en contra de atacar con dos bolas de fuego ardiendo en ambas manos, así que ¿propagamos unos cuantos bulos de complots y disturbios, manteniéndonos a la sombra, y les dejamos que se maten unos a otros durante un tiempo para ver quién ocupa la mejor torre mágica?

—No —se opuso Myrjala, sacudiendo la cabeza—, porque mientras nos quedáramos sentados, a la expectativa, ellos destruirían Athalantar al tiempo que se mataban entre sí. —Bebió un sorbo de cerveza, hizo un gesto de asco y echó una mirada sombría a la jarra—. Además, eso sólo funcionaría si destruyéramos a los archimagos más poderosos, los líderes de los señores de la magia. Hasta ahora, sólo hemos conseguido victorias parciales, anulando a bufones y a los necios más temerarios.

—¿Cuál es nuestro siguiente paso, entonces? —preguntó Elminster, que dio un buen trago de cerveza.

—Ésta es tu venganza —contestó Myrjala, enarcando una ceja.

Elminster soltó la jarra y se pasó la lengua por un incipiente bigote para limpiarlo de espuma. Myrjala parecía divertida, pero su compañero estaba sumido en profundas reflexiones.

—Jamás imaginé que sentiría esto —dijo lentamente—, pero, después de Ilhundyl y esos hechiceros esclavistas..., tengo empacho de venganza. —Alzó la vista—. ¿Qué hacemos, pues? ¿Atacamos Athalantar, intentando matar a todos los señores de la magia que podamos antes de que se den cuenta de que se enfrentan a un enemigo?

—A algunas personas las estimulaba destruir cosas —repuso Myrjala sin apartar la vista de su jarra—. Ese placer desaparece rápidamente en la mayoría. Los dioses no soportan que otros vivan tanto tiempo... Si un mago va por ahí lanzando conjuros, al final se topa con alguien que hace lo mismo, sólo que con más hechizos guardados en la manga. —Alzó los ojos buscando los de Elminster.

»Si intentaras una batalla campal contra los magos a base de bolas de fuego, ten presente la extensión de territorio que destruirías, y que todo ello sería Athalantar, el reino por el que estás luchando. No serán tan amables de desafiarte uno por uno, esperando cortésmente a que les llegue el turno de morir.

—Eso quiere decir que requerirá cautela y años alcanzar mi objetivo. —Elminster suspiró y bebió un sorbo de la jarra—. Dime cómo crees tú que debemos llevar este asunto. Eres la mayor de los dos, así que haré lo que tú digas.

—Han pasado ya los días en que te dejabas guiar por mí, Elminster. Deja de considerarme una maestra, y mírame como una aliada en tu lucha.

Elminster la miró con expresión grave y asintió lentamente.

—Tienes razón, como siempre. Bien... si hemos de evitar grandes batallas mágicas, habrá que engatusar a los señores de la magia para llevarlos a situaciones en las que podamos luchar por separado con cada uno sin que puedan llamar a sus colegas para que los ayuden. Tendremos que preparar algunas trampas. Y, si sólo nos vamos a enfrentar tú y yo contra ellos, más pronto o más tarde acabaremos enzarzados en un gran combate mágico. Si los señores de la magia y nosotros nos lanzamos llamas los unos a los otros, acabará habiendo fuego.

—¿Y qué? —preguntó Myrjala.

—Necesitamos aliados para que luchen a nuestro lado —contestó El—, pero ¿quiénes?

Se quedó mirando la mesa fijamente, en silencio, con el ceño fruncido. Myrjala levantó de nuevo su jarra y contempló su reflejo en el líquido.

—Has dicho en más de una ocasión que querías que se hiciera justicia y que los señores de la magia tuvieran lo que se merecían —dijo con cuidado—. ¿Qué mayor justicia podría haber que llamar a los elfos del bosque Elevado, a los ladrones de Hastarl y a Helm y a sus caballeros? También es su reino por el que estás luchando.

Elminster empezó a sacudir la cabeza, pero después se quedó muy quieto, y empezó a estrechar los ojos.

—Tienes razón —reconoció con voz débil—. ¿Por qué estaré siempre tan ciego?

—Falta de atención; ya te lo he dicho otras veces —replicó Myrjala en tono tajante, y cuando la miró, irritado, ella le sonrió y le acarició con suavidad la mano. Al cabo de un momento, El le devolvía la sonrisa.

—Tendré que recorrer el país al amparo de la magia y hablar con ellos, porque a ti no te conocen —dijo lentamente, reflexionando. Dio otro sorbo de cerveza—. Y, como cabe la posibilidad de que algún señor de la magia me reconozca y no es prudente revelar toda la fuerza combativa de uno demasiado pronto, será mejor que te mantengas al margen.

La maga asintió con la cabeza.

—Sin embargo, por si acaso los señores de la magia se echan sobre ti en serio, más vale que te acompañe, bajo otras formas que no sean la mía, naturalmente, y así luchar a tu lado si es preciso.

Elminster le sonrió.

—No querría separarme de ti ahora, de eso puedes estar segura. ¿Deberíamos intentar levantar al pueblo llano del reino para que apoyara nuestra causa? —Él mismo respondió a su pregunta—: No, huirían antes de que se hubiera lanzado el primer conjuro contra ellos, y, una vez soliviantados, arremeterían ciegamente contra todo hasta que en el reino se hubiera extendido tanta destrucción como si los señores de la magia, enfurecidos, hubieran utilizado hechizos sin freno. Perdiéramos o ganáramos, morirían a centenares, como ovejas conducidas al matadero.

—Fueron elfos quienes te instruyeron en la magia por primera vez. Serían los aliados más importantes que podrías ganarte.

—Utilizan su magia para nutrir, ayudar y dar forma, no para destruir cosas en combate —contestó El con el ceño fruncido.

—Si todo lo que buscas en tus aliados son personas que se pongan a tu lado y sumen sus conjuros de combate a los tuyos, entonces la mayor parte del reino acabará destrozado en la contienda. Necesitas encontrar personas con poderes que tú no tienes, y su decisión de ayudarte o no será lo que dé forma al plan; necesitas saber si te apoyan antes de ponerte en contacto con otros. Lo que es más: sabes dónde encontrar a los elfos, además de que es menos probable que allí haya algún señor de la magia vigilante que en Hastarl o las colinas del Cuerno.

—Bien pensado. ¿Cuándo empezamos?

—Ahora —replicó, tajante, Myrjala.

Intercambiaron una sonrisa maliciosa. Un momento después, había dos jarras sobre la mesa vacía. El tabernero, frunciendo el ceño con nerviosismo, corrió hacia allí... y recogió las jarras del tablero con gesto sombrío. Dentro de los recipientes sonó algo.

El tabernero se asomó. Había una moneda de plata en el fondo de cada jarra. Se le iluminó el semblante, y volcó en su mano las monedas, pegajosas con la espuma de la cerveza. Regresó al mostrador jugueteando con ellas. Las monedas de los hechiceros eran tan buenas como las de cualquiera, y se gastaban con igual rapidez, desgraciadamente.

Elminster se detuvo cuando llegó al pequeño cerro, en el corazón del bosque Elevado, se arrodilló y musitó una plegaria a Mystra; luego se sentó en la roca plana, junto al pequeño estanque. Casi de inmediato, su escudo mágico titiló cuando algo invisible —un elfo, sin duda— lo tanteó con intención de descubrir quién era. Elminster se puso de pie, mirando en derredor a los árboles de hoja perenne azul y ancha hoja caduca que crecían en prietas filas en torno al cerro.

—¡Bien hallado! —dijo alegremente, y volvió a sentarse.

Aguardó en paciente silencio durante tanto tiempo que incluso un elfo habría acabado por intranquilizarse. De la penumbra bajo los árboles salió un elfo silencioso, con ropajes verdes y moteados, llevando un arco tensado en las manos. Su semblante se mostraba impasible, pero la expresión de sus ojos no era amistosa.

—Los señores de la magia no son bienvenidos aquí —dijo, al tiempo que encajaba una flecha en el arco.

—Soy mago, pero no un señor de la magia —replicó Elminster calmosamente, sin hacer el menor movimiento.

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